—No te preocupes, Marlene —dijo—. Sonia no te va a volver a molestar.
Micaela, que habría deseado inculparlo por la agresión de su amante, no pudo decir nada.
Una vez seguro de que Micaela se encontraba a salvo, camino a su casa, Varzi buscó a Sonia. Entró en su oficina, caminó hacia ella y la levantó del sofá.
—¡Te volviste loca! —le gritó, y la arrojó al suelo—. ¿Qué mierda te pasa? ¿Qué mierda...? —Levantó la mano para abofetearla, pero se contuvo.
—¿Por qué bailaste el tango con ella? ¡Yo le dije que no se metiera con vos! ¡Vos sos mío!
—¿Qué decís? Yo no soy de nadie, ¿entendiste? ¡De nadie! ¡Menos de una reventada como vos!
—¿Cómo podes tratarme así? ¡Vos y yo...!
—¿Vos y yo, qué? ¿A ver? ¿Vos y yo, qué? Vos y yo, nada —resolvió Varzi.
Sonia comenzó a lloriquear.
—Carlo, por lo que más quieras, yo te amo, por favor. —Se arrodilló frente a él.
—¡Vamos, levántate! ¡No me hagas una escenita que no estoy de humor!
Sonia profirió un alarido de bronca que lo sobresaltó. Tenía el rostro encarnado y los ojos parecían a punto de estallarle.
—¡No voy a dejar que esa hija de puta me robe mi hombre! ¿Entendés? La voy a hundir, la voy a hacer pedazos, la voy a matar, pero nunca, ¿me oís?, nunca voy a dejar que se quede con vos.
—De hoy en adelante —dijo Carlo, y la apuntó con el índice—, vas a trabajar en el burdel de San Telmo. No quiero volver a verte en el Carmesí. Y que te quede bien claro: si algo le pasa a Marlene, lo que sea, Sonia, un rasguño o cualquier cosa, te voy a culpar a vos. Y nadie te va a poder salvar de la
biaba
que te voy a dar. ¿Entendiste o te lo repito?
Le levantó el mentón y le clavó la mirada. Sonia trató de bajar el rostro, pero Varzi le oprimió la barbilla.
—¿Qué me decís, Sonia?
La mujer farfulló una respuesta, con dientes apretados y lágrimas contenidas.
En todo este embrollo con Varzi, lo más difícil era escabullirse de la mansión sin levantar sospechas. Los días que cantaba en el Carmesí se tornaban un infierno hasta que, sorteados los compromisos y las preguntas indiscretas, se dirigía al burdel conducida por Pascualito.
Mamá Cheia se quedaba con el corazón en la boca, rezando el rosario, y se preguntaba si lo que Micaela hacía era pecado, e, inclinada a creer que sí, se mortificaba, segura de que, terca como era, jamás lograría convencerla para que se confesara con el padre Miguel. Paradójicamente, el más calmo resultaba el maestro Moreschi, quien, a pesar del pánico que le causaba saberla en medio de un ambiente tan peligroso, aceptaba la situación. Se convirtió en su principal encubridor, e inventaba salidas que lo obligaban a pasar varias horas fuera de la mansión sin rumbo fijo. No obstante, tenía varios conocidos y allegados en Buenos Aires, incluso, un amigo de la juventud, Luigi Mancinelli, dueño de la Gran Compañía Lírica Italiana, de gira por Sudamérica, que tenía en el Colón su destino más importante. Alessandro y él planeaban la próxima presentación de
la divina Four,
aunque Moreschi sabía que, hasta dentro de cuatro meses, su protegida sólo cantaría tangos.
Micaela, por su parte, simulaba un espíritu alegre y una actitud positiva. Por más que la situación la sumía en la mayor de las zozobras, no quería que la vieran desmoronada. Sensaciones extrañas y encontradas la martirizaban. Los días que cantaba en el burdel, la torturaba una ansiedad inexplicable, semejante a un fuerte anhelo que se contraponía con lo que debía experimentar. Se trataba de un sentimiento nuevo que ni los más famosos escenarios ni los aplausos más fogosos le habían provocado. El asunto con Varzi la afectaba tan íntimamente, la trastornaba de tal forma, que se sorprendía del cambio de su propia naturaleza, tradicionalmente firme, juiciosa y sosegada.
Se le hizo costumbre no ver a Varzi entre el público. Lo buscaba en los recovecos más oscuros y en la penumbra de la planta alta, pero nunca lograba divisarlo. Sin embargo, y como surgido de la nada, el proxeneta, o
cafishio,
según la jerga de los parroquianos, se le abalanzaba cuando ella dejaba el escenario y la arrastraba hasta la pista de baile. Sin esperar, Cacciaguida y los músicos tocaban alguno de los tangos favoritos del jefe. La mente de Micaela comenzaba a girar, mientras su cuerpo lo hacía a manos de Varzi, y, por más que la danza se asemejaba más a un duelo en el cual cada uno quería demostrar quién era el dominante, su coreografía descollaba por lo armoniosa y estética.
—Alguna noche de éstas —dijo Moreschi—, te acompaño a ese lugar. El Carmesí, ¿verdad?
—¿Se volvió loco, maestro? ¡Ni se le ocurra! ¡Se lo prohíbo!
—¿Por qué? —se obstinó Alessandro—. Sabes que me gusta bailar el tango y lo hago bien. Tengo deseos de bailar. Aún recuerdo con alegría las veces que lo bailaba con Marlene o contigo en el
bistro
del Charonne.
—O en el boliche de la
rué Fontaine
—acotó Micaela, llena de nostalgia—. Ése era el que más le gustaba a Marlene.
—¡Qué bien bailaba Marlene! ¡Qué ganas tengo de bailar de nuevo!
—¿No se da cuenta de que es peligroso que se exponga? —retomó Micaela, para dejar de lado los recuerdos—. ¡No, de ninguna manera! Usted se queda aquí.
—En realidad, te confieso, me mueve otro deseo, además del tango. Quiero conocer a ese hombre, Carlo Varzi.
—¿Para qué? Ya le dije todo lo que se puede saber de él.
—No creo que sepas todo acerca de él. Me parece que detrás de ese hombre hay algo más. ¿No piensas que esta situación es demasiado absurda e ilógica? ¿Tú, cantando tangos en un burdel para pagar las deudas de tu hermano? No tiene sentido.
—Ese pensamiento me martiriza día y noche. Sí, es cierto, yo también lo he notado.
—Y ahora —continuó Alessandro—, esa manía de bailar contigo. ¿Para qué? ¿Por qué? ¿Sólo para humillarte y rebajarte?
—¿Qué insinúa, maestro?
—No, no insinúo nada. Sólo me hago preguntas y no encuentro respuestas. ¿Y todo por una deuda de juego? Me cuesta creerlo. Hablamos de un hombre acostumbrado a esas lides.
—Téngalo por seguro —acotó la joven.
—Se trata de un hombre que vive rodeado de personas que le deben. Estimo que el dinero debe correr como agua en las mesas de juego y más de uno debe salir quebrado del Carmesí. ¿Con cada jugador se ensañará de esta manera? —Al cabo, se preguntó—: ¿Qué quiere Carlo Varzi, en realidad?
Micaela, apremiada por el planteo de Moreschi, intentó, en vano, buscarle una explicación. Las conjeturas surgían confusas y sin lógica; presentía que al hombre lo movían la furia y la venganza, quizá, el deseo de humillarla. La forma en que la tomaba entre sus brazos, la manera en que la miraba, lo brusco que era por momentos, sus frases cargadas de ironía: evidentemente, Varzi era un hombre despechado.
Casi un mes más tarde, Micaela recibió noticias de Gastón María que la intranquilizaron. Supo que había abandonado la estancia de Azul y, junto a un grupo de amigos, se había marchado a Alta Gracia, una ciudad de Córdoba. Pronto conoció el motivo de esta sorpresiva partida. Eloy le contó que en ese lugar acababa de inaugurarse un casino, cerca del Sierras, el hotel más lujoso de la zona. Abrumada por la idea de que su hermano continuaba en el vicio, Micaela perdió la compostura. Eloy, muy caballeresco, trató de reanimarla. Le ofreció una bebida fuerte y tomó sus manos frías.
—¿Qué pena la aqueja, señorita? Hace tiempo que noto que usted no es la misma.
Segura de que podía contar con la discreción de Eloy, pensó confesarle la verdad. Además, la impulsaba la creencia de que él sería su mejor asidero. Con todo, guardó silencio.
En el camerino, las prostitutas conversaban y se lamentaban por sus cuitas. Apartada, Micaela escuchaba con atención a esas mujeres incultas y groseras al hablar. Tal como le había sucedido con Cabecita y los músicos, les entendía poco, aunque, con el paso de los días, se acostumbraba a ese argot de malevos y meretrices.
Ellas no reparaban en su presencia. Sólo Tuli le hablaba, que, embelesado con su belleza y cualidades de cantante, no cesaba de elogiarla. Le destinaba mucho tiempo, y, a pesar de la diferencia que hacía, las prostitutas no le reclamaban. La aparente apatía ocultaba, en realidad, admiración y respeto, fundados no sólo en su canto magnífico, sino en el convencimiento de que era la nueva mujer de Varzi. En cierta forma, le estaban agradecidas porque había conseguido sacar a Sonia del Carmesí. Nunca habían soportado su vanidad y desdén.
—Me parece que al Mudo, el "mocha lenguas" le cortó la suya —comentó una de las más jóvenes.
Micaela levantó la vista y estuvo a punto de preguntar qué era el "mocha lenguas".
—¡No, qué va! —respondió otra—. Anteanoche, cuando me tomó por sorpresa, me metió un chupón que casi me ahoga. ¡Y te juro que tenía lengua!
—¿Te lo llevaste a la
catrera?
—quiso saber la más vieja de todas.
—¿Y qué querías que hiciera? Me tiró unas
viyuyas.
Migajas nomás, pero no me animé a quejarme.
—Yo creía que el Mudo no
chamuyaba
porque no tenía lengua. Dicen que alguien se la cortó de un cuchillazo.
—¡No seas terca! Te digo que tiene una y muy grande —insistió la que se había acostado con él—. Si no habla debe de ser porque no tiene nada que decir.
—Dicen que con el único que habla es con el Napo, pero yo nunca los vi
chamuyando.
—Más que haberle cortado la lengua el "mocha lenguas", a mí me parece que Mudo es el "mocha lenguas"-dijo una chica nueva que, por lo general, permanecía callada.
—¿Qué decís, Mabel?—saltaron las otras al unísono.
—¡Ah, no sé, che! A mí ese hombre me da mala espina. Yo lo esquivo. Cada vez que lo veo me meo del
julepe.
—Entonces, mejor anda usando pañales, queridita, porque lo vas a ver seguidito por acá.
Las demás lanzaron una carcajada, y Micaela volteó para ocultar la risa. Entró Tuli y quiso saber el motivo de la jarana.
—Hablábamos del Mudo —respondió Mabel, la nueva—. ¿Tenés idea si es mudo de nacimiento?
—No —dijo Tuli—. ¿Vieron ese tajo que tiene en la garganta? Bueno, un compadrito de Palermo se lo hizo hace mucho tiempo y lo dejó mudo. El Napo le salvó la vida en esa oportunidad y mató al tipo que lo hirió. De ahí en más, el Mudo lo ve al Napo como a un dios. Le es más fiel que un perro. Hay quienes dicen que lo han escuchado hablar con él, con voz ronca, muy fea.
—Tuli —llamó Micaela, una vez que las muchachas se hubieron ido.
—¿Sí, princesa?
—¿Puedo hacerte una pregunta?
—¡Cómo no, princesa! Usted sabe que soy su doncella más fiel. Pregunte no más.
—¿Qué es ese asunto del... "mocha lenguas"? ¿Es así? ¿"Mocha lenguas"?
—¡Ay, mi querida! Ése es un asunto que nos tiene mal a todas. ¿No leíste nada en el diario?
—No, no leo los diarios. ¿De qué se trata? —insistió, impaciente.
—Se trata de un asesino de prostitutas. Las degüella y les corta la lengua. —Micaela hizo un gesto de espanto—. Sí, mi querida. Vaya una a saber qué alma tan atormentada tiene ese hombre para hacer algo así. Ya mató a muchas, no sé a cuántas.
—¿Se sabe algo? Me refiero, ¿la policía sabe algo?
—La
cana
no sube nuda. No tiene ni una pista. Parece que el hombre es muy precavido. Dice el diario que trabaja como un cirujano. Corta la lengua con mucha prolijidad. Lo más aterrador de todo es que se lleva la lengua con él, porque la
cana
nunca la puede encontrar.
Micaela se estremeció. Ella, en medio de esas prostitutas, bien podía ser víctima del "mocha lenguas". El temor dio lugar a la rabia: sus penas y angustias se debían a Gastón María que, para ese momento, malgastaría el dinero en Alta Gracia. Tuli notó su turbación y se apresuró a darle ánimos.
—Marlene, querida, no tengas miedo de nada. Vos no. Varzi te cuida como si estuvieras hecha de oro. El no va a dejar que nadie te ponga un dedo encima. Vos sos su mujer ahora.
—¡Qué! —exclamó la joven, y se puso de pie—. ¿Su mujer? ¡Yo no soy la mujer de nadie! ¡De nadie! ¿Me entendiste?
Tuli dio un paso atrás. Marlene, siempre delicada y prudente, lo sorprendió con ese arranque de furia. La miró extrañado: sólo una demente podía rechazar a un hombre como el Napo, rico y buen mozo.
Micaela comprendió que había sido una grosera con la persona menos indicada. Junto con Cacciaguida, Tuli era el único que la trataba con afabilidad y respeto. Se recompuso y le pidió perdón.
—¿Por qué dijiste que soy la mujer de Varzi?—quiso saber.
—Bueno, todos lo piensan.
"¿Todos?", se descotazonó Micaela.
—Lo que pasa —continuó Tuli—, es que te mira de una forma que te come. Además, solamente baila el tango con vos y no deja que ningún otro te saque a bailar.
—¿Y por ese motivo crees que soy su mujer? Pues entérate, Tuli: yo no soy la mujer de Varzi ni de nadie. Decíselo a
todos:
Micae... Marlene no es de nadie.
Tuli se retiró y ella se quedó para terminar de arreglarse.
"Él no va a dejar que nadie te ponga un dedo encima. Vos sos su mujer ahora." Si el propósito de Varzi era humillarla, ¡por Dios que lo estaba consiguiendo!
Salió del camerino convencida de que no aceptaría otro tango con él. Le pareció obvio que la gente pensara estupideces si los veía bailar como lo hacían, y sintió vergüenza al recordar las manos de Varzi ajustadas a su cintura.
En el salón no cabía un alfiler. La popularidad de Marlene había sobrepasado los lindes de La Boca, y público de otros arrabales llegaba para escuchar su voz y admirar su belleza. Como cada noche, Mudo la escoltó para protegerla de los desaforados. Micaela echó un vistazo fugaz al rostro desagradable de su guardaespaldas, recordó el comentario de Mabel y pensó que quizá se encontraría más segura con ese hombre lejos de ella. Si no era el "mocha lenguas", tampoco tenía cara de santo.
Desde la primera presentación, el repertorio había crecido considerablemente. Carmelo, Cacciaguida y Micaela habían trabajado duro en la composición de nuevos tangos, con arreglos originales que gustaban al público pese a haber mitigado el carácter grosero y pícaro de algunas letras. El matiz triste, taciturno y melancólico prevalecía aún en cada estrofa.
Subió al escenario, y los hombres prorrumpieron en aplausos. Algunos le arrojaron claveles, otros insistieron en sus muecas lascivas. Aceptó el afecto con una sonrisa y evitó a los que la ofendían. Se abocó al tango con pasión, suspendida en un mundo ilusorio al que sólo accedía mientras cantaba. Interpretó
La morocha,
que resultaba de los mejores números del espectáculo.