Gastón María proseguía con su papel de cicerone y parecía muy entusiasmado. Cheia lo miraba y sonreía, pues no recordaba la última vez que lo había visto tan contento.
—Éste es el
Salón de Madame
—dijo, en tono grave y burlón—. Para que lo entiendas mejor, hermanita, el lugar donde Otilia hace su aquelarre todas las semanas.
Micaela rió, y Cheia, aunque no tenía la menor idea de qué significaba "aquelarre", los miró con gesto admonitorio, segura de que se trataba de algo malo, e, impaciente, aprovechó para poner fin a la recorrida. Tenía la comida lista y anhelaba sentarse a conversar con Micaela. Sabía de la muerte de Emma y quería hablar al respecto.
Almorzaron en un recinto de la planta baja que Rafael Urtiaga Four había hecho acondicionar como sala de música para su hija. Cerca de una de las puertaventanas, descollaba un piano nuevo y, según le contó Gastón María, tiempo atrás, su padre había contratado a uno de los arquitectos del Teatro Colón, un tal Jules Dormal, para que, con los arreglos necesarios, consiguiera la acústica perfecta en la sala. Micaela se conmovió con el gesto de su padre, aunque sofocó rápidamente ese sentimiento y no dijo nada. Gastón María, ansioso por la reacción de su hermana, se mostró decepcionado.
—Le dije a Otilia que llegabas a la tarde —comentó el joven—, así nos dejaba tranquilos a la hora del almuerzo. Se pasa el día en la calle, gracias a Dios.
—Y vos también —agregó Cheia, con enojo—. Todo el día en la calle. ¡Y toda la noche! ¡Vagando! El señorito no hace otra cosa más que holgazanear.
Micaela dirigió la mirada a su hermano, llena de preocupación. La vida sin sentido que, desde algún tiempo, llevaba Gastón María la tenía consternada.
—Tú eres una persona inteligente...
—¿Tú eres?—la interrumpió su hermano—. ¿Cuándo vas a dejar de hablar así? Aquí decimos "vos sos". Además, por momentos, arrastras las zetas, por momentos, gangoseas como una franchuta. ¡Qué cocoliche!—remató, divertido.
Micaela lo miró azorada, y, un segundo después, se puso furiosa. Gastón María era el hombre más hábil que conocía para capear las reprimendas.
—Si hablo así es porque durante más de quince años no escuché otra cosa. Pero si a su majestad lo inoportuna, haré el esfuerzo y cambiaré mi modo —repuso, colérica.
Gastón María rió. Abandonó su silla y se dirigió a Micaela. La abrazó por detrás y le besó la coronilla.
—¡No creas que con estas zalamerías me convencerás!—exclamó—. Eres... ¡Perdón, su majestad! "Sos" un vago y un atrevido.
El almuerzo continuó y los tres se divirtieron. Aunque Cheia habría preferido hablar de temas más serios, con Gastón María en la mesa resultó imposible. De todos modos, su alegría era bien recibida, en especial por su hermana que aún tenía frescos los últimos días de Marlene.
Micaela se preguntó si su padre se les uniría en el almuerzo.
—Tu padre dijo que haría lo posible por comer con nosotros —expresó Cheia, como si le hubiese leído la mente—. Se ve que no pudo. ¡Es un hombre tan ocupado!
Micaela la miró y le sonrió: mamá Cheia siempre lo defendía.
Urtiaga Four llegó a la tarde. Micaela descansaba en su habitación cuando Cheia subió a avisarle. La nana lucía impaciente, y la calma de la joven la alteraba aun más. Sin dejar de hablar, acomodaba la ropa y comprobaba que nada faltara: toallas, jabones, sábanas.
—¡Vamos, mi reina! Tu padre quiere verte. Está muy ansioso. No veía la hora de que llegaras. ¡Te tiene una sorpresa! ¡Vamos!
Urtiaga Four la esperaba en su escritorio, un sitio acogedor, con paredes revestidas de madera, una enorme biblioteca colmada de libros y un hogar rodeado por sofás estilo inglés. Aguardaba que la puerta se abriera y que apareciera su hija. Poco menos de un año había transcurrido desde su último encuentro en París. En ese viaje la había visto en contadas ocasiones, que, gracias a la presencia de Otilia, habían resultado un fastidio. La mujer no cesaba de hablar de modas y personajes importantes; Micaela le respondía con monosílabos y soportaba con estoicismo lo que, de seguro, era una tortura.
En aquella oportunidad, Micaela, ocupada con sus presentaciones en el Opera, les había brindado poca atención. De todas formas, envió a su padre y a su esposa entradas para el teatro, a sugerencia de Marlene, que, si bien conocía los errores de Urtiaga Four en el pasado, intentaba un acercamiento entre ellos.
"¡Qué parecida es a su madre!", pensó Rafael al verla. Se le erizó la piel y se le calentaron los ojos. Se repuso de inmediato y le salió al encuentro. Micaela se mantenía cerca de la puerta, con Cheia por detrás.
—Buenas tardes, papá —saludó, muy seria—. ¿Cómo se encuentra?
—Hija. —Su padre la tomó de las manos y la habría abrazado de no haber notado la severidad con que lo miraba—. Bienvenida a tu casa. Espero que estés a gusto. Cualquier cosa que te falte, nos decís a Graciela o a mí. Quiero que estés cómoda. Estoy muy contento de que hayas venido a visitarnos. Hacía tiempo que quería que vinieras. Perdóname que no haya venido a almorzar, pero me resultó imposible. ¿Qué te pareció la casa? ¿Es de tu gusto? Aunque supongo que estarás acostumbrada a cosas mejores, pero bueno, aquí todo el mundo sabe que debe estar a tu servicio, ¿no, Graciela?
Micaela, sorprendida por la palabrería de su padre, ya no lo escuchaba. La vulnerabilidad de Rafael parecía la de un niño. Estaba ansioso, se lo veía incómodo, inclusive nervioso. El gran senador de la Nación parecía un adolescente asustado.
—Gracias, papá. Todo está muy bien. Lo felicito por su casa, es hermosa. Mejor que muchas que conocí en Europa.
Urtiaga Four se aproximó a un atril cerca de la biblioteca, quitó la tela blanca que cubría el cuadro y miró con ojos expectantes la reacción de Micaela.
—¡Un Fragonard!—exclamó la muchacha, y dejó atrás todo resabio de protocolo—. "El sacrificio de la Rosa", ¿verdad?
Jean Honoré Fragonard se había convertido en el pintor francés del siglo XVIII predilecto de Micaela la vez que conoció parte de su obra en una galería del Louvre junto a Moreschi, varios años atrás. La había impresionado la armonía y delicadeza de los colores pastel en contraste con la fuerza de las imágenes, algunas llenas de candor y otras, carentes de él en absoluto, como el óleo "Le viol" –"El cerrojo", en francés—, que representaba a la desfalleciente dama a punto de perder su custodiada virginidad a manos de un corpulento y medio desnudo caballero que, con maniobras diestras, echa el cerrojo a la puerta antes de dar libre curso a sus instintos. La emocionó que el senador Urtiaga Four se hubiese preocupado en averiguar sus inclinaciones artísticas y gastado tanto dinero —los Fragonard se cotizaban muy bien en el mercado de arte europeo— para consentirla.
—Me contaron que es tu pintor favorito —retomó su padre—. También me dijeron que "Le viol" es el cuadro de él que más te gusta. Tenía intenciones de comprarlo, pero...
—Ese cuadro está en el Louvre —interrumpió Micaela, sin apartar la vista del que tenía enfrente.
—Sí, así es. Después de buscar mucho, Otilia encontró en París a un coleccionista que tenía éste, "El sacrificio de la Rosa", y lo compramos para vos. Podes ponerlo en la sala de música. ¿Te gustó la sala de música?
Su padre continuó así, nervioso y verborrágico. Micaela lo observaba y no lo reconocía. No era el padre adusto y distante que tanto la había atemorizado de niña y al que tanto tenía que reclamarle ahora, de grande. Y pese a que trataba de ser afectuosa en sus respuestas, le costaba. El rencor la cegaba y no conseguía perdonar el abandono de quince años atrás.
—Invité a unos amigos para esta noche. Están ansiosos por verte —dijo Rafael.
A Cheia se le contrajo el gesto, y Micaela se puso pálida. Habían conseguido que Otilia mantuviera la boca cerrada, y Rafael, el menos pensado, había organizado una velada.
—Pedí no ver a nadie, al menos los primeros días —expresó Micaela, y trató de mantener un tono educado—. En especial, no quería que se enteraran los periodistas porque...
—¡Despreocúpate! —exclamó su padre, que había comenzado a angustiarse a causa del gesto de su hija—. Todos saben que no deben abrir la boca.
Micaela se dijo que, para ese momento, medio Buenos Aires se habría enterado de su llegada, incluidos los periodistas de los diarios más famosos.
Otilia trinaba de rabia. Había llegado alrededor de las cinco y se había encontrado con la sorpresa de que Micaela ya estaba en la casa, y, para completar el cuadro, Rafael le informó que recibiría a unos amigos esa noche.
—¡No tengo qué ponerme! —vociferó—. ¡No puedo aparecer con cualquier cosa! ¡Se trata nada menos que de la bienvenida a
la divina Four
!
En ese punto, Micaela volteó para ocultar la risa. No había conocido mujer más frívola que su madrastra, y no entendía cómo su padre la soportaba. Se imaginó que tendría una querida, aunque lo pensó mejor y concluyó que, de seguro, a su padre le bastaba con la política.
Otilia se acercó a Micaela con gesto de desconsuelo.
—Mi querida —dijo, y le tomó las manos—. Vos debes de tener la mejor ropa. ¡Ay, Dios mío! ¡París, qué ciudad! Y una que tiene que conformarse con las modistas de aquí. ¡Mírate! Si con este trajecito —apoyó las manos sobre la cintura de su hijastra—, ya estarías perfecta para esta noche.
La mujer apretó un poco más el talle de la joven y la miró con extrañeza.
—¿Y el corsé?—preguntó.
—Hace mucho que dejé de usar corsé. En París casi nadie lo usa. Es más saludable —agregó.
—¿No me digas? ¿Y cómo haces para tener esta cinturita?
—Siendo joven, hermosa y delgada. —Rafael, harto de la histeria de su mujer, dio por terminada la conversación y la envió a disponer lo necesario para la noche.
Micaela se retiró a su habitación un poco apesadumbrada. No tenía deseos de ver a nadie más.
Otilia demostró su destreza como anfitriona y organizadora de eventos, porque, a pesar del poco tiempo, todo se hallaba dispuesto a la perfección. Los invitados se mostraban complacidos. En ningún momento faltó quien les escanciara champán o les convidara un bocadito. La cena estuvo deliciosa, y Micaela se sorprendió de la excentricidad de los platos.
Los hermanos de Rafael se hicieron presentes esa noche, incluso tío Santiago, el monseñor. Tía Josefina llegó sola con sus cuatro hijas. Su esposo, Belisario Díaz Funes, se encontraba en el extranjero. La menor de las Díaz Funes, la prima Guillita, resultó encantadora, las otras tres, en cambio, eran iguales a la madre. Tía Luisa y su esposo, Raúl Miguens, un político importante que, se comentaba, no tenía un pelo de santo, fueron los últimos. Hacía tiempo que estaban casados y no tenían hijos. En un principio, Micaela pensó que interpretaba mal, sin embargo, al cabo de un rato, no le quedaron dudas de que su tío Raúl la miraba con ojos cargados de lascivia.
Los amigos de Rafael eran los hombres ilustres del momento, crema y nata de la sociedad porteña. Hasta el ex presidente de la Nación Julio Roca, reacio a salir últimamente, había ido a lo de su amigo.
Micaela pasó una noche bastante agradable. Conversó animadamente con los invitados, que se mostraron complacidos con que
la divina Four
estuviese en su patria. No faltó quien le preguntara si tenía intenciones de cantar en el Colón, a lo que ella respondió que ese era sólo un viaje de placer, que había venido a visitar a su familia y que no se encontraba de gira. Luego de un rato, deseó un poco de intimidad, platicar con Cheia o Gastón María en un lugar apartado y sin gente. Buscó a su hermano con la mirada, pero no lo encontró, e, intrigada, se preguntó adonde se habría metido.
En contra de sus deseos, y tal y como lo supuso, Micaela debió recibir a medio Buenos Aires en los días que siguieron. La casa de su padre se convirtió en un desfile de gente. Las amigas de su madrastra eran visitas forzosas de la tarde y los de su padre, de la noche. Aunque debía admitirlo, la farfulla y el ruido la mantenían lejos de sus recuerdos penosos.
Por las mañanas, se encerraba en la sala de música y cantaba durante horas. Más tarde, si lo deseaba, tocaba el piano. Había comenzado a estudiar las partituras de la próxima ópera que estrenaría en el festival de Milano. Dedicaba parte de su tiempo matinal a contestar la correspondencia que llegaba de Europa, en especial la de su maestro, que, desconsolado, la apremiaba a regresar; había veces, incluso, que la amenazaba con ir a buscarla. Pero Micaela necesitaba el respiro que estaba tomándose en casa de su padre.
Nunca faltaba algún asunto que la mantuviera distraída. Con Otilia ya había tenido un altercado bastante fuerte porque no permitía que mamá Cheia compartiera la mesa con ellos. Micaela se enojó también con su hermano que, durante todo ese tiempo, no había defendido a la nana de la injusticia y la ofensa que significaba comer con el resto de los sirvientes y no con la familia.
—Cuando vuelva a Europa, te llevo conmigo —le aseguró a Cheia, furibunda—. ¿Cómo puede ser posible que te traten así? Mi padre y mi hermano son unos cobardes. ¿Cómo no me lo habías dicho? Tú eres más señora de esta casa que esa arpía de Otilia Cáceres. —Y así continuó, despotricando contra todos.
Cheia intentó calmarla, no quería que Micaela llenara su alma de rencor, ya había sufrido demasiado. Era tiempo de perdonar y vivir en paz.
—No puedo ir con vos a Europa, mi reina. Te agradezco, pero no. Me siento muy bien aquí. Aunque no parezca, tu hermano y el señor Rafael me necesitan. Vos siempre fuiste más valiente que ellos, y porque te veían flacucha y tímida, decían lo contrario, pero yo sabía que eras la más fuerte. En cambio, Gastón María y el señor nunca superaron la muerte de tu madre.
Mamá Cheia le contó que, desde hacía años, acompañaba a Rafael a visitar la tumba de Isabel para el día de su cumpleaños y el aniversario de su muerte.
—Le lleva flores y reza un rato conmigo. Después, lo dejo solo. Cuando sube al coche, tiene los ojos llorosos. ¿Sabes qué me dijo una vez tu padre? Que yo soy su mejor amiga.
Micaela se sorprendió. ¡Qué poco conocía a Rafael Urtiaga Four!
—Y tu hermano, mi reina... Bueno, aunque me cueste reconocerlo, es un vago sin remedio. No puedo dejarlo solo; me necesita. Además, me siento un poco responsable. ¡Lo malcrié tanto!
Micaela le dijo que estaba loca si pensaba así. Ella había sido la mejor madre para Gastón María. Aunque era cierto: su hermano acabaría mal si no encauzaba su vida.