Marlene (7 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

BOOK: Marlene
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Pensó que ya tenía suficiente con Gastón María para sumarse los problemas sentimentales de su prima Guillita, pero le tenía simpatía y decidió ayudarla.

Una tarde, su tía Josefina y Otilia tomaban el té en el jardín de la mansión, mientras las más jóvenes jugaban al criquet, a excepción de Guillita que, sentada en una banqueta alejada del resto, mantenía la vista fija en algún punto. Las voces atrajeron a Micaela, que se asomó por la ventana de su recámara en la planta alta. El aire fresco le voló el cabello y el perfume de los jazmines invadió su habitación. Le gustó la vista del jardín, con su paseo de cipreses y el estanque con la escultura de mármol. El césped estaba prolijamente cortado, había parterres de ligustro que decoraban algunos sectores y grupos de flores que combinaban sus colores de manera exquisita. Micaela salió al jardín y se disculpó con las invitadas.

—No vine antes —dijo—, porque estaba muy compenetrada en el estudio de unas partituras.

—¡Ni qué decir, querida!—exclamó su tía—. Ya tenemos suficiente con que hayas venido a Buenos Aires a visitarnos. ¡Me imagino la cantidad de compromisos que habrás dejado en Europa para estar aquí, con nosotros!

Tanta zalamería la asqueó, y se libró de las mujeres para saludar a su prima Guillita. La invitó a su recámara para conversar con más tranquilidad, lejos de la mirada agobiante de Josefina. Entraron, y no pasó mucho hasta que Guillita le confesó que estaba enamorada de un hombre al que sus padres no aprobaban.

—Es que Joaquín no pertenece a nuestro círculo de amistades —explicó la joven, con una resignación que la exasperó. La muchacha, sólo dos años menor que ella, la hacía sentir como una mujer de cuarenta.

—Ah, claro, Joaquín no es del círculo de amigos...—repitió, con cierto tono de burla que su prima no interpretó.

—Sí —afirmó Guillita—. Y mis padres me han prohibido recibirlo en casa o verlo en cualquier parte.

—Lo invitaremos a tomar el té mañana mismo —dijo Micaela, y la turbación de su prima le causó gracia.

Joaquín Valverde constituía el tipo de persona a la cual un Urtiaga Four habría rechazado como potencial miembro de la familia: se trataba de un hombre sin blasones. Por lo demás, resultaba encantador. Médico especializado en huesos, vivía de lo que ganaba con sus clases y unos pocos pacientes.

—¡Tía Josefina! —exclamó Micaela, varios días después del encuentro con Joaquín—. Tenés que saber que invité a tomar el té al doctor Valverde.

Josefina se acomodó en la silla e intentó simular el espanto que le causó la noticia.

—¿Se atrevió a traerlo a esta casa? —farfulló la mujer, que por todos los medios había tratado de mantener oculto el humillante cortejo.

—Yo lo invité —aclaró Micaela—. ¡Ay, tía, qué hombre más encantador y refinado! He quedado sorprendida por lo culto que es. Hablamos de ópera y de música a la par. En realidad, hablamos de muchos temas. He quedado sinceramente encantada.

Josefina la miraba y, a medida que su sobrina llenaba de flores al médico, el gesto se le suavizaba.

—Y no pude contenerme, tía, y le pregunté si no tenía algún parentesco con el conde de Valverde, porque el parecido físico me dejó impactada, amén, claro está, del apellido.

—Y, ¿qué te contestó? —preguntó la mujer, sacada por la curiosidad.

—Me dijo que él había perdido a sus padres cuando era muy pequeño y que lo había criado una hermana de la madre. Con la familia de su padre no tiene contacto. Pero me contó que su abuelo era de la misma ciudad que el actual conde de Valverde, al sur de España. ¡Qué hombres esos, los del sur de España! Con ese aire morisco que los hace tan apuestos.

Micaela nunca había mentido tan descaradamente en su vida. En la intimidad, aceptó que no lo hacía por Guillita y Joaquín, sino por su madre. Los Urtiaga Four habían sido tan crueles con ella como lo eran ahora con el doctor Valverde.

Se percibía tensión en el ambiente. Rafael y Gastón María habían discutido nuevamente, y por lo mismo de siempre. El joven Urtiaga Four no trabajaba, no se ocupaba de las estancias y gastaba sumas altísimas en diversión; incluso, algunas noches llegaba ebrio.

Rafael amenazó con quitarle la mensualidad y echarlo de la casa. Otilia le reprochó que aún no se hubiese casado y lo acusó de andanzas
non sanctas
por los arrabales de la ciudad que todo el mundo comentaba.

—¡No se meta! —vociferó Gastón María cuando no soportó más la intervención de Otilia—. ¡A usted nadie le dio vela en este entierro!

—¡Qué atrevido! ¡Qué maleducado!—se escandalizó la mujer—. ¡Rafael, no puede permitir que me hable así!

El senador resopló de manera sibilante, harto de su hijo y de su esposa. Levantó la mano y le indicó a Otilia que se abstuviera de hablar. La mujer abandonó la sala con el rostro encarnado. Urtiaga Four se paseó un rato antes de proseguir con el pleito. Intentaba armar un discurso que lograra intimidar a Gastón María, tal y como hacía en el recinto del Congreso, aunque le resultaba más fácil convencer a sus pares que a su propio hijo. Con él, las palabras nunca eran lo suficientemente convincentes ni duras. Había intentado todas las formas: comprensivo e inflexible, amable y déspota; pero Gastón María siempre era el mismo: un vago sin remedio, mujeriego y jugador.

Rafael se detuvo y levantó la vista. Se encontró con Micaela, que había permanecido muda a un costado de la habitación. Recordó que toda la familia, incluso él mismo, había pensado que Micaela, con su manera callada y lánguida, no llegaría a nada en la vida; en cambio, habían puesto sus expectativas en el hijo varón, más despierto y alegre.

Al ver el semblante triste de su hija, Rafael dejó para otro momento la discusión. No deseaba que Micaela lo odiara aun más por tratar con dureza a Gastón María, que sabía su debilidad. Inclusive, estaba al tanto de que le había prestado dinero para cancelar unas deudas de juego muy abultadas contraídas en su última temporada en Monaco, dos años atrás.

En ese estado de desasosiego se sentaron a la mesa. Otilia, al margen de las pocas y cortas conversaciones que se entablaron durante la comida, mantenía una postura hierática y la vista por encima de los comensales. Además de las impertinencias de su hijastro, tenía que soportar a una negra en su mesa, y todo por un capricho de su hijastra.

Casi al final de la cena, Rubén, el mayordomo, se apersonó en la sala.

—El doctor Cáceres está en el vestíbulo. Quiere saber si los señores podrán recibirlo.

—¡Eloy! —prorrumpió Otilia—. ¡Rubén, hágalo pasar! Sabe que el señor Cáceres es de la familia. ¡No lo haga esperar!

Micaela contemplaba la escena con desconcierto. ¿Quién era el tal Eloy Cáceres? Le echó un vistazo a su padre, que seguía bebiendo el café con la misma parsimonia de segundos atrás, aunque un brillo, ausente en sus ojos anteriormente, le llamó la atención. Gastón María se puso de pie y abandonó el comedor. Micaela lo siguió con la mirada, pero su hermano no volteó una vez. Se preguntó, al igual que su padre, adonde iría. De seguro, a esos lugares llenos de mujeres fáciles y mesas de juego. Momentos después, Eloy Cáceres entró en la sala.

—¡Eloy, querido!—exclamó Otilia, y salió a su encuentro.

Rafael le dio la bienvenida con sincera alegría antes de presentarlo a su hija.

—Micaela, tengo el honor de presentarte al sobrino de Otilia, el doctor Eloy Cáceres. No lo habías visto antes porque partió de viaje el mismo día que vos llegaste. Si no, es asiduo invitado de nuestra casa —agregó.

Eloy tomó la mano de Micaela y se la besó. ¡Claro, el sobrino de Otilia! Su madrastra le había hablado tanto de él que no se acordaba. Siempre era igual: Otilia le hablaba y Micaela asentía o negaba como autómata, concentrada en sus propias cuestiones. Con su palabrería fútil, Otilia la aburría soberanamente, además de marearla con tantos nombres y parentescos. Si hubiera prestado atención a lo que Otilia le había contado, conocería vida, obra y milagros de ese hombre. Como no lo había hecho, sólo recordaba que era diplomático, empleado de la Cancillería.

—Discúlpeme que haya venido sin avisar, don Rafael, pero llegué esta tarde y tenía muchos deseos de verlos.

Rafael le indicó que no se preocupara con un movimiento de mano. Lo invitó a sentarse y a compartir una taza de café. A pedido de Otilia, Eloy empezó a narrar su último viaje, y Micaela aprovechó para contemplarlo más detenidamente. De contextura alta y delgada, Eloy no era una persona de aspecto común. Sus facciones, sin ser perfectas, resultaban atractivas; reflejaban la personalidad de un hombre complejo, lleno de vivencias y muy cultivado. Sus ojos celestes, iguales a los de su tía, aunque de mirada más gentil y profunda, suavizaban su gesto severo. El cabello rubio, con algunos rizos en el jopo, contrastaba con un bigote poblado y bien recortado que le confería más edad de la que tenía.

—Pasemos al
fumoir
—invitó Rafael—. Me tenés que dar la revancha en el ajedrez. La última vez me dejaste mal parado frente a mis amigos —dijo Urtiaga Four a Eloy, y lo palmeó en la espalda.

Las mujeres los acompañaron. Cheia, más que incómoda, se disculpó y se fue a dormir. Otilia se alegró, pues, por un instante, pensó que el ama de llaves tendría el tupé de acompañarlos a beber licor y a jugar ajedrez.

En el
fumoir,
Rubén le sirvió su tradicional Hesperidina al patrón y ofreció toda clase de licores y coñacs al resto. Rafael encendió su pipa y convidó a Eloy con un puro. Antes de salir, el mayordomo desplegó la mesita de juego y acomodó las piezas del ajedrez. Micaela se sentó cerca de su padre, en un intento por alejarse de su madrastra, que ya comenzaba a hastiarla con comentarios de modas y eventos sociales que extractaba de una revista.

—Esa no, papá, mueva el alfil —indicó Micaela.

Rafael se dio vuelta, sorprendido. Había imaginado a su hija perdida en la lectura de algún libro y no cerca de él, concentrada en el juego. Le sonrió, pero Micaela mantuvo el gesto adusto, impeliéndolo a cumplir la sugerencia.

—Tienes razón, hija. Es una jugada perfecta —aceptó, y movió el alfil—. Nunca me habría dado cuenta.

Urtiaga Four ganó el juego gracias a las intervenciones de Micaela. Eloy se quejó arguyendo que él no había recibido ayuda alguna, y pidió una nueva oportunidad para demostrar su destreza.

—Cuando gustes, Eloy —respondió Rafael, con soberbia fingida.

—Con todo respeto, don Rafael, pero la revancha estoy pidiéndosela a su hija, no a usted.

Urtiaga Four rió con ganas.

—Cuando guste, señor Cáceres —parafraseó Micaela a su padre.

—¿Quién te enseñó a jugar así?


Soeur
Emma —respondió, muy suelta.

Rafael la miró entristecido al recordar a esa monja tan peculiar, joven y hermosa, que había amado a su hija quizá más que él. Micaela se turbó con el repentino desconsuelo de su padre, y terminó por apenarse ella también.

—Tengo que felicitarlo, don Rafael —intervino Eloy—. Su hija, además de ser una excelente soprano, es una mujer muy inteligente.

Era la primera vez que Eloy mencionaba la profesión de Micaela. Harta ya de que los invitados de su padre o las amigas de su madrastra la acribillaran a preguntas sobre el tema, la actitud de Cáceres la había hecho sentirse muy a gusto. Por lo menos, no parecía querer someterla a una disección como el resto. Además, hubo cierta intimidad en la forma en que Eloy se refirió a ella, y tuvo la impresión de que eran viejos amigos, que se entendían desde hacía tiempo. ¡Qué paradójico, pensó, que justamente el sobrino de su madrastra fuera el primer argentino que la hacía sentir bien!

—Tengo que admitirlo, señorita —continuó Eloy—, usted me ha impresionado una vez más.

—¿Una vez más?—repitió Micaela.

Rafael también lo inquirió con la mirada y Otilia, que ya había abandonado la revista, se acercó al grupo interesada en la respuesta de su sobrino.

—El año pasado tuve la suerte de encontrarme en París cuando usted protagonizaba
Faust.
Con toda sinceridad, admito que nunca había escuchado una
Margarita
igual.

—¡Ay, querida! —intervino Otilia—. Si te lo dice mi sobrino así debe de ser. Nadie sabe más de ópera que él, te lo aseguro. ¡Bueno, claro! Excepto vos, que sabes más que nadie y...

—Nosotros nos retiramos a descansar —la paró en seco Urtiaga Four—. Ya es muy tarde, Otilia. Vamos.

La mujer, más sumisa que de costumbre, se despidió de su sobrino y de su hijastra, y abandonó el
fumoir
detrás de su esposo. La puerta se cerró e, inmediatamente, Micaela y Eloy se miraron.

—¿Quiere tomar algo?

Eloy aceptó gustoso.

—Debe perdonar a mi tía —prosiguió—. Es muy vehemente; a veces, hasta exagerada. Pero no es mala persona. A usted la aprecia mucho.

Micaela lo miró sobre la copa de coñac y no comentó nada.

—¿Por qué no fue a mi camerino a saludarme? Después de
Faust,
me refiero.

—Le confieso que lo intenté. Me acuerdo que había tanta gente que casi no se podía caminar por los pasillos. Después, llegué a un punto en el que me detuvo un empleado del teatro y me indicó que no podía avanzar. Yo le dije que deseaba saludarla, pero me respondió que usted no recibiría a nadie esa noche.

—Tendría que haberle dado su tarjeta a ese hombre. Yo lo habría recibido encantada —afirmó.

—Lo pensé, pero después medité unos instantes y decidí que era mejor no hacerlo. De hecho, usted no me conocía. Mi tía nunca nos había presentado y yo no tenía idea si le había hablado de mí.

—¡Oh, sí que me habló de usted! —exclamó Micaela—. ¡Muchas veces!

Ambos prorrumpieron en una carcajada.

—Me imagino. Debe de haberla aburrido con mi historia.

—¿Quiere que sea sincera? Cuando su tía habla por más de cinco minutos, automáticamente mis oídos dejan de escuchar y mi cerebro de entender. La verdad es que sé poco acerca de usted.

—Pobre tía —dijo Eloy—. Su verbosidad ha sido siempre su gran defecto.

—Perdóneme, señor Cáceres, fui una impertinente —se disculpó Micaela—. No debí referirme a Otilia en esa forma.

—No se disculpe. Usted tiene razón. Mi tía es insufrible cuando empieza a hablar. Parece que ni un terremoto la detendrá. Además, estoy encantado de que no la haya escuchado, así yo mismo podré contarle todo acerca de mí. Y usted me contará sobre su vida, ¿no?

Rubén llamó a la puerta y entró. Le preguntó a Micaela si deseaba algo más; la joven respondió que no, y lo envió a descansar. Antes de que el mayordomo abandonara la sala, Eloy lo detuvo.

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