A pesar de su buena conducta, Johann era exceptuado de las duras tareas del penal debido a su frágil estado de salud. Los largos períodos a tan bajas temperaturas y la mala alimentación habían minado sus pulmones. Los ahogos lo ponían al borde de la muerte cada vez más seguido.
A principios de 1906, Johann murió mientras Varzi trabajaba en el bosque. Al llegar esa tarde al penal, le comunicaron la noticia, y, a pesar de que el alemán lo había preparado para ese desenlace, lo golpeó muy duro. Otra vez tenía que soportar la pérdida de un ser querido. Tardó mucho en sobreponerse, aunque jamás recobró la esperanza. Presentía que la vida le sería siempre adversa y que nunca podría hallar paz y felicidad. Si bien no volvió a las andanzas, su alma se resintió, todo le parecía malo y sin sentido, sólo la idea de volver a ver a su hermana lo mantenía vivo.
La visión de Gioacchina, que para ese entonces debía de tener trece años, era lo único que le arrancaba una sonrisa. La imaginaba hermosa y tierna como su madre. La sonrisa desaparecía cuando barruntaba las penurias que, seguramente, habría soportado en el orfanato. Se atormentaba, y se culpaba además: él había faltado al pedido de su madre antes de morir, y ahora su hermana estaba sola y desprotegida.
Carlo continuó pacientemente con su vida en el penal. Callado y taciturno, no tenía más amigos que los libros de Johann. Los otros presos lo respetaban y no lo importunaban, conscientes de qué clase de hombre era. Su fuerza física, unida a la destreza en el uso del hacha y del puñal, lo convertían en el preso más temido. Una mirada aterradora denunciaba su sangre fría. Algunos incautos habían terminado mal al meterse con él.
Inició una relación epistolar bastante fluida con Frida, la esposa de Johann. La mujer mostraba una resignación y un consuelo que a Carlo lo avergonzaban. A través de sus líneas, revelaba también entereza de espíritu e inteligencia. "Digna esposa de Johann", pensaba Varzi. Frida, muy generosa, continuó enviándole paquetes con libros, papel para cartas y otros elementos, por lo que Carlo pudo seguir con sus lecturas y escritos, a pesar del cansancio con el que llegaba a la prisión después de haber hachado durante horas.
El trabajo en el bosque y los libros le hacían bastante llevadera la estancia en el penal. En ocasiones, dejaba de hachar o hacía a un lado la lectura y se perdía en gratas remembranzas. Siempre le levantaba el ánimo la imagen de Johann relatándole historias o repitiendo sus apasionados discursos sobre la libertad y el respeto a los derechos del hombre. Le provocaban una corta carcajada las melodías de Beethoven tarareadas con reverencia y seriedad, aunque de manera muy poco melodiosa.
Días antes de cumplirse un año de la muerte de Johann, el director del presidio le comunicó que, por buena conducta, le habían reducido la pena y que quedaba en libertad.
La primera palabra que le vino a la mente fue el nombre de su hermana. La venganza y el odio con los que había dejado Buenos Aires ya no existían. Sólo importaba el reencuentro con su adorada Gioacchina.
Pasó un mes desde el anuncio de su libertad hasta que dejó Ushuaia. Durante ese lapso continuó trabajando en el bosque; por la tarde, acomodaba en cajas los libros y demás cosas que se habían acumulado durante ese largo tiempo.
El día llegó. Después de diez años de reclusión, Varzi pisó suelo como hombre libre. Tenía veinticinco años y muchos planes. Los había trazado minuciosamente y pensaba llevarlos a cabo, costara lo que costase.
El viaje a Buenos Aires duró tres semanas; el clima no ayudó y debieron guardar días enteros hasta que las tormentas cesaran. Por fin, cerca del destino final, todo se facilitó. No recordaba así a Buenos Aires. Había cambiado mucho y, a su criterio, para mejor, aunque corroboró que la zona sur mantenía el aspecto miserable de diez años atrás.
Lo primero que hizo fue buscar un lugar donde vivir. Con el dinero ahorrado en el penal por su trabajo como hachero alquiló una pieza en un Conventillo de La Boca, un barrio aledaño al puerto, lleno de genoveses y marineros. Después de instalarse, salió a buscar a Marité, la vecina del conventillo El Testún en San Telmo.
Durante su estadía en el reformatorio, Marité lo había visitado con cierta frecuencia y le había llevado noticias de su hermana. Con el traslado a Ushuaia, había perdido contacto con ella, y temía que hubiese muerto o abandonado el vecindario. Al llegar a la entrada de El Testún, Carlo lo encontró más viejo y derruido que antes. Un golpe de recuerdos tristes lo entumeció en medio del patio. Salió del trance al escuchar la algarabía de unos niños, y, resuelto, buscó la habitación de Marité.
La puerta de la pieza donde había vivido, abierta de par en par, lo tentó, y miró con recelo desde el umbral, sin hallar la familiaridad que tanto había temido. Otros muebles y otra disposición de las cosas lo salvaron del tormento.
—¿Qué quiere?
Carlo volteó y se encontró con Marité que lo observaba con cara de pocos amigos.
—Marité, ¿no me reconoce?
La mujer frunció el entrecejo y se calzó mejor las gafas.
—No —dijo.
—Soy Carlo, Carlo Varzi, el hijo de Tiziana.
La mujer recibió una fuerte impresión. Después de tantos años, pensaba que Carlo había muerto. La última vez, en el reformatorio, un guardia le había informado del traslado al penal de Puerto Cook por mala conducta, agregando también que, si conseguía salir con vida de ese lugar, sería de puro milagro.
Lo invitó a pasar a su pieza y le convidó mate y pan con grasa. Lo acribilló a preguntas que Carlo, por educación, tuvo la paciencia de contestar, pese a las ansias por saber de su hermana.
—Gioacchina sigue en el orfanato de las Hermanas del Perpetuo Socorro. Ya es toda una mujercita de catorce años, y tan bonita como Tiziana. Además, es cariñosa y dulce. Parece un angelito.
Carlo sonrió con los ojos llenos de lágrimas.
—Ella piensa que su familia murió en un accidente, Carlo. Aunque presenció todo, no se acuerda de nada. Cuando fue más grandecita, me empezó a preguntar por ustedes. Yo no tuve valor para decirle que tu padre había matado a tu madre y que vos lo habías matado a él. Estoy segura de que no lo habría soportado. Es una nena muy sensible. Saber la verdad la habría destrozado.
Su hermana lo creía muerto. Eso le causó una inmensa pena, aunque comprendió que era lo mejor. No deseaba que Gioacchina se avergonzara de su familia. Que creyera que todos estaban muertos: sí, era lo más conveniente.
Carlo le pidió a Marité que se la describiera físicamente. La mujer le contó que siempre llevaba trenzas muy largas color castaño. De carita redonda, nariz, respingada y ojos color café, le aseguró que la reconocería entre miles.
—Es el fiel retrato de tu madre —agregó.
Marité le preguntó si ya había conseguido trabajo, a lo que Carlo respondió con una negativa. Recién llegado a la ciudad, aún no se preocupaba por el tema. Lo primero había sido su hermana. No obstante, sus escasos ahorros habían bajado considerablemente con el alquiler. Era hora de procurarse un empleo. Se le ocurrió volver a lo de su anterior jefe, en el taller de compostura de calzado, pero Marité le informó que ya no existía y que su dueño había fallecido años atrás.
—Te cuento, Carlo, que la mano está muy dura. No es fácil conseguir trabajo. Además, vos tenés antecedentes, lo cual complica todo. Pero yo conozco un muchacho que trabaja en el puerto que anda buscando estibadores. Vos pareces un hombre fuerte. Creo que no vas a tener problemas para que te tomen. ¿Qué me decís?
Carlo se mostró interesado. Ansiaba comenzar a ganar dinero y concretar sus planes.
El trabajo de estibador resultó un juego de niños para él. Acostumbrado a hachar durante horas, en las peores condiciones climáticas, sin la ropa apropiada y con poca comida en el estómago, cargar cosas y depositarlas en otro lugar, por más pesadas que fueran, no le costaba mucho. El clima de Buenos Aires era benigno, comía dos veces por día y le daban buenos guantes de cuero: ¿qué más podía pedir?
Lo único malo era el sueldo. Por más cálculos y ahorros que hacía, sus planes se desvanecían en el aire. Pocas cosas le importaban tanto como ser rico. ¿De qué forma lo lograría a ese ritmo? Pero no descansaría hasta conseguirlo. Sería un hombre de fortuna para convertir a su hermana en una dama de sociedad que se codearía con personas refinadas y cultas, que la tratarían como a una reina. Carlo estaba convencido de que el destino de su madre habría sido otro sí su padre hubiese tenido dinero.
Todos los días, a la salida del trabajo, tomaba el tranvía —
tramway
lo llamaban los porteños— que lo dejaba a una cuadra del orfanato donde vivía su hermana. Sabía que, entre las seis y las seis y media, las niñas tenían un recreo en el jardín. Carlo trepaba la tapia y permanecía medio agazapado, mientras la observaba jugar con sus compañeras. No le costó mucho reconocerla la primera vez con las señas de Marité y la seguridad de que se parecía a su madre. El primer impulso fue arrojarse al patio, correr hacia ella y decirle que allí estaba él, que la quería mucho y que jamás volvería a dejarla sola. Necesitó de toda su voluntad para contener el impulso, que enseguida juzgó descabellado y sin fundamento.
Pese a la aflicción que de seguro habría padecido, Gioacchina lucía como una niña alegre. Sonreía con facilidad y siempre andaba rodeada por un grupo de niñas que la miraban con reverencia y sonreían con sus comentarios. Durante la media hora del recreo, la frescura del rostro de su hermana lo solazaba y le permitía renovar las fuerzas para seguir viviendo.
La fama de Carlo como hombre fuerte y de trabajo se extendió con rapidez por La Boca y otros arrabales. De mirada seria y mal gesto, nadie osaba molestarlo. Se habían tejido las leyendas más fantásticas acerca de él, que sólo conseguían aumentar su fama de hombre brutal y sin sentimientos. Cierto que nadie podía corroborar tales historias, pero sí estaban seguros de que ninguno tenía su fuerza ni su destreza con el cuchillo. Lo de su fortaleza física lo veían a diario en las barracas del puerto, donde trabajaba con ahínco y no parecía cansarse. Lo del manejo del cuchillo sólo lo habían visto una vez, pero resultó prueba suficiente. Un grupo de compadritos intentó fastidiarlo una noche mientras cenaba en una fonda, y nadie, excepto el mismo Varzi, salió ileso.
El nombre de Carlo Varzi llegó a oídos de don Cholo, el proxeneta o
cafiolo,
según el argot de los estibadores, más rico e importante de la zona. Dueño de varios burdeles, además de dos cabarets y un restaurante, su nombre se barajaba en las altas esferas del gobierno. Conocía a la mayoría de los políticos y sus secretos, les prodigaba amantes y momentos agradables en sus establecimientos, donde jugaban y bailaban el tango sin restricciones. Don Cholo sabía de todo y de todos; por ese motivo, la policía no lo molestaba.
Sin embargo, recientemente, antiguos enemigos habían atentado contra su vida en varias oportunidades, con tanta mala suerte para don Cholo que, en el último ataque, Mario, su único hijo, había muerto. Los que lo conocían íntimamente aseguraban que no tenía consuelo, más allá de que el hombre se empeñaba en mostrar fortaleza de espíritu.
Sus matones le comentaron acerca de un tal Carlo Varzi, un estibador que, según se decía, era invencible. Don Cholo lo mandó a comparecer de inmediato.
—Aquí me dicen que sos bueno con el cuchillo y otras armas —expresó.
Varzi lo miró fijo y no le contestó.
—¿Sabes quién soy yo?—preguntó don Cholo, molesto por la reticencia del joven.
—Me trajeron hasta aquí medio a la rastra, sin demasiadas explicaciones —fue la respuesta de Carlo.
—Yo soy don Cholo, dueño de este lugar —dijo, y miró en torno—, y de muchos como éste.
Carlo se limitó a una inclinación de cabeza y continuó impertérrito. Don Cholo, por su parte, lo observó largamente y sin reparos. Pudo ver que se trataba de un hombre saludable y de contextura robusta. Llevaba la camisa arremangada, exponiendo vigorosos músculos. Tenía una mirada siniestra y no parecía vacilante. Es más, se notaba que era todo seguridad.
—¿Cuánto ganas como estibador?
—No lo suficiente.
—Y, ¿cuánto es lo suficiente?
—¿Cuál es el trabajo? —quiso saber.
—Mantener a mis enemigos bien lejos de mí y de mis negocios.
Carlo no quería líos con la ley, y, de seguro, lo que este hombre le proponía no era legal; en medio de un lugar como ése, nada podía serlo. Y él ya había tenido de sobra con los años transcurridos en el reformatorio y en el penal de Ushuaia.
En un principio, parecía decidido a rechazar la oferta, sin embargo, don Cholo no estaba dispuesto a perderlo, lo quería como su matón personal y no cejaría hasta conseguirlo. Lo tentó con lo único que podía, un sueldo diez veces mayor, y, como Carlo se había propuesto ser rico como fuera, renegó de tus convicciones y aceptó el ofrecimiento. Se preguntó qué habría dicho Johann acerca de una decisión como ésa. La idea lo desasosegó, aunque se repuso con facilidad al pensar en Gioacchina, la única que contaba.
—Así que sos de Nápoles —dijo don Cholo, después de cerrar trato—. ¡Bien! El Napolitano Varzi —remató, y le dio una palmada en la espalda.
Don Cholo llegó a querer a Carlo como a su propio hijo. Sorprendía que un hombre tan zafio pudiese engendrar sentimientos tan nobles. Lo cierto era que lo adoraba, y Varzi se había ganado ese aprecio a fuerza de protegerlo y serle fiel.
Los primeros meses habían sido duros; un grupo de malevos, enemistados con don Cholo por cuestiones territoriales, acechaba. Habían asesinado a Mario y no descansarían hasta acabar con el padre. Hubo varios enfrentamientos, y, en cada oportunidad, la sangre corrió como un río, y Carlo sumó más asesinatos al de su padre. Se encargó especialmente del responsable de la muerte del hijo de don Cholo y así terminó de granjearse su respeto y admiración.
Los malevos se dispersaron al perder al cabecilla y no volvieron a molestar. Con el "Napo" Varzi de por medio, irían a buscar gresca a otra parte.
Cuando la guerra terminó, Carlo se sintió descorazonado. Sus manos habían vuelto a mancharse y se sentía menos digno aún de su hermana. "¡Pero lo hago por ella!", intentó convencerse.
Los tiempos de paz trajeron las mejores oportunidades para Varzi. El agradecimiento de don Cholo llegó hasta el punto de asociarlo a sus negocios. Como le sobraba el tiempo, Carlo aprendió el manejo de los prostíbulos y cabarets mejor que nadie, y se sorprendió al comprobar el dinero que redituaban esos lugares con el manejo apropiado. Don Cholo, viejo y con una vida de excesos que había resentido gravemente su salud, no era el mismo de antes; le costaba concentrarse y dirigir a las prostitutas y demás empleados, como también complacer adecuadamente a clientes de las más variadas extracciones. En forma gradual, las decisiones recayeron en Carlo y casi nadie consultaba a don Cholo. Éste pasaba la mayor parte del tiempo en cama y, cuando visitaba sus locales, lo hacía más como parroquiano que como dueño.