—¿Sí, señor?
—Por favor, Rubén, dígale a Ralikhanta que ya nos vamos.
Micaela se decepcionó, pensó que conversarían un rato más; de todas formas, no se atrevió a contradecirlo. Salieron del
fumoir.
Las luces apagadas y el silencio reinante sumían a la mansión en una tranquilidad inusual. Micaela acompañó a Eloy hasta el vestíbulo. Iban callados y podían escuchar sus propios pasos sobre el piso de madera. Al llegar al recibo, de entre las sombras del cortinado emergió un hombrecillo tan oscuro que si hubiese estado desnudo, nunca lo habrían distinguido. Un poco sobresaltada, Micaela aguzó la mirada y se dio cuenta de que no era africano; árabe, indio, quizá. Vestía de manera extraña: un pantalón y una chaqueta blancos, más parecidos a los que se usarían en un safari que en una ciudad como Buenos Aires. Tenía los dedos abarrotados de anillos plateados, y una cadena gruesa con un dije muy extraño le colgaba del cuello.
—El es Ralikhanta —explicó Eloy—. Mi secretario privado.
—Buenas noches —saludó Micaela, incapaz de repetir el nombre.
El sirviente se cuadró y, con solemnidad, inclinó la mitad del cuerpo para saludarla. No emitió sonido ni movió un músculo de la cara. Eloy se dirigió a él en una lengua que ella nunca había escuchado. Ralikhanta asintió. Acto seguido, le entregó a su jefe los guantes, el bastón y el sombrero, y salió de la mansión.
Micaela le hubiese preguntado muchas cosas acerca de ese hombrecillo extraño, pero Eloy mantenía una actitud distante que la forzó a permanecer callada, con la curiosidad carcomiéndola. Se despidieron cuando divisaron en el pórtico el automóvil de Eloy con Ralikhanta al volante.
Mamá Cheia entró en el dormitorio de Micaela para despertarla. La joven ya se había levantado y se arreglaba frente al tocador. Cheia tomó el cepillo y comenzó a peinarla.
—Hoy viene el cura Miguel a cenar —le recordó Cheia.
—¡Ah, el padrecito! ¡Qué bien! La última vez que vino había mucha gente y no pudimos conversar. Además, Otilia lo sentó en la otra punta de la mesa. Arregla que me sienten cerca de él esta noche, mamá.
—¿Que te sienten cerca del padrecito Miguel o del doctorcito Cáceres?—preguntó Cheia, con picardía, y Micaela fingió no entender—. No te hagas la tonta conmigo. Me di cuenta de cómo lo mirabas anoche durante la cena.
—Es cierto, me impactó. Es apuesto y elegante.
—Parece un buen hombre. La señora Otilia lo adora, es el hijo que nunca pudo tener. Tu padre también lo quiere mucho. Me parece que el doctor Cáceres es muy importante en su trabajo. No sé mucho al respecto, pero me lo imagino porque se pasa la vida viajando.
—Viaja mucho porque es diplomático, creo —acotó Micaela.
—La verdad es que hace poco que lo conozco. Cuando tu padre se casó con Otilia, el doctor Cáceres no vivía en Buenos Aires. Hace más o menos un año que volvió.
—¿Tenés idea adonde vivía?
—Creo que en la India.
—¡En la India! Por supuesto: el tal Ralikhanta o como sea que se llame debe de ser indio, entonces.
—No sé lo que sea ese hombre, mi reina, pero que me da mala espina, me la da. Mira de una forma que... ¡Ay, tiene ojos de diablo!
Micaela no dijo nada, concentrada en recordar al sirviente de Cáceres. La noche anterior lo había visto sólo unos segundos y con poca luz. Pero sí, mamá Cheia tenía razón: sus ojos daban miedo, tan grandes y negros eran.
—¿De quién hablan? —Gastón María entró en la habitación sin llamar, con ese desparpajo tan característico en él.
—Podrías llamar antes de entrar —lo reprendió Micaela.
—Las escuché cotorrear y entré —fue la explicación—. ¿De quién hablaban?
—Del doctor Cáceres y de su sirviente —respondió Cheia.
—¡Ja! ¡Buen par de idiotas!
—¿Por qué lo decís, Gastón María? —preguntó Micaela, un poco molesta—. El doctor Cáceres me resultó una persona educada y agradable.
—Sí, sí, muy agradable —repitió con sorna—. Ese tipo es un idiota y un alcahuete. Lo único que quiere es congraciarse con papá para sacarle un puesto mejor en la Cancillería. Como conoce las relaciones y la influencia del "senador Urtiaga Four" se la pasa adulándolo. Es falso.
Micaela pensó que si la verdadera intención del doctor Cáceres era ésa, ya lo había conseguido, porque su padre se mostraba más que atento con él y lo trataba como a un hijo. Se negó a dejarse influenciar por la opinión de su hermano que, a leguas se notaba, tenía celos, envidia quizá. No, el sobrino de Otilia le había dado una buena impresión.
—Insisto, el doctor Cáceres me pareció una buena persona.
—Ya te convenció a vos también —se resignó Gastón María—. Parece que ese estúpido sabe manejarse. El único que no lo soporta en esta casa soy yo. Hasta vos —dijo, y señaló a mamá Cheia— pareces encantada cuando viene.
—Bueno, querido, conmigo es muy respetuoso y atento. No tengo quejas. Más allá de eso, no puedo hablar, no lo conozco.
—¿Es cierto que vivió en la India?—preguntó Micaela.
—Sí. Trabajaba para una compañía inglesa de ferrocarriles. Vivió muchos años allá. Creo que estaba a cargo de las relaciones públicas. No estoy muy seguro. Después se enfermó. Estuvo muy grave, casi a la muerte. Se pescó una de esas pestes que hay en esos lugares. Cuando se repuso, decidió volver a la Argentina. Papá le consiguió el puesto en la Cancillería. Es todo lo que sé.
Micaela se ufanó de su propia percepción. Después de todo, lo que acababa de contarle su hermano se condecía con lo que había advertido la noche anterior: que se trataba de una persona compleja, con una vida fuera de lo común, que por momentos la había hecho sentir muy a gusto y que por otros la había intimidado sobremanera.
Micaela había recordado a Marlene el día entero. La extrañaba. En ocasiones, tenía la fantasía de que, cuando regresara a París, la encontraría como siempre, en el convento de la
rué Copernic.
Tal vez la carta de Moreschi, recibida esa mañana, la había llevado a ese estado de zozobra. Alessandro le repetía que la echaba de menos y que París no era lo mismo sin ella y sin Marlene. Le pedía que regresara pronto.
Pero Micaela no estaba lista para regresar, y así se lo hizo saber cuando le escribió. No soportaba la idea de volver a Europa y no tener a Marlene junto a ella. Luchaba por vencer ese sentimiento, pues detenía su vida y sus proyectos inútilmente. A veces, una fuerza inusitada la embargaba y se creía capaz de enfrentar al mundo. Momentos después, la euforia se desmoronaba y el temor volvía.
¿Era sólo la muerte de Marlene o existía algo más? Marlene había sido el eje de su vida: madre, hermana y amiga. Su muerte, repentina e inesperada, la había conmovido. Como nunca, se había sentido sola, aun con Moreschi a su lado todo el tiempo. De cualquier modo, insistía: ¿era sólo por Marlene?
La reunión de la noche ayudó a animarla. Durante la cena, se sentó junto al padre Miguel que la distrajo con sus anécdotas parroquiales. No muy lejos, se ubicó Eloy, que había llegado acompañado de un amigo, un hombre joven, no más de treinta años. Un rato después, se enteró de que era inglés y que se llamaba Nathaniel Harvey.
—¿Hace mucho que vive en Buenos Aires, señor Harvey?—preguntó Micaela.
—No, señorita. Hace sólo unos meses —respondió, en un castellano fluido y bien pronunciado.
—Me asombra que hable tan bien nuestro idioma, señor Harvey —comentó.
—Eloy me enseñó español mientras vivíamos en la India.
—¿En la India? —simuló no saber.
—Así es. Eloy y yo trabajábamos en la misma compañía de ferrocarriles. Yo soy ingeniero y aún trabajo para esa compañía. Hace unos meses me trasladaron aquí. Estamos construyendo la estación terminal más grande de América Latina.
Raúl Miguens, el esposo de tía Luisa, inquirió a Nathaniel sobre cuestiones técnicas de la obra que a Micaela no le interesaban en absoluto. Ella continuaba carcomiéndose de la intriga por el entorno que rodeaba a Cáceres y quería saber más. Su tío Raúl intentó proseguir con el interrogatorio, pero Micaela se apresuró y lo interrumpió con otra pregunta.
—¿Cómo es que usted, doctor Cáceres, trabajó para una compañía extranjera y en un lugar tan alejado como la India?
—Es una larga y aburrida historia, señorita. La dejo para otra oportunidad.
Otilia indicó a los comensales el jardín de invierno y los invitó a tomar café y a jugar a los naipes. En el momento en que Micaela trasponía la puerta, su tío Raúl la tomó por el brazo.
—Vamos, sobrinita, toca el piano para nosotros, o canta algo con esa voz magnífica que tenés.
De un tirón, Micaela se deshizo de la mano de Miguens y se apartó con asco.
—No estoy de ánimos —arguyó, y se unió al padre Miguel y a Cheia.
La velada continuó amena. Micaela conversó con su prima Guillita y el doctor Valverde, invitado obligado, desde hacía algún tiempo, a las tertulias familiares. Enterados de la mentira de Micaela, al principio se habían asustado, en especial Guillita, pero al comprender que ésa era la única manera de estar juntos, se dejaron llevar por la situación. Tan agradecidos estaban con Micaela que le profesaban una devoción que ya comenzaba a molestarle. De todas formas, tanto su prima como el médico eran buenas personas y se alegraba cada vez que la visitaban.
Se decepcionó cuando Eloy y Nathaniel anunciaron su partida. No había podido volver a cruzar palabra con ellos.
—Espero que nos visiten pronto —dijo Micaela.
—Con mucho gusto, señorita —respondió Nathaniel.
Eloy, en cambio, se limitó a contemplarla de manera inquietante. La joven le sostuvo la mirada y trató, sin éxito, de no sentirse intimidada.
Dormía profundamente cuando mamá Cheia irrumpió en su habitación con el gesto alterado.
—¿Qué sucede? —preguntó, y abandonó la cama—. ¿Qué hora es?
Mamá Cheia le indicó que no hiciera ruido, le alcanzó la bata y le pidió que la acompañara. Caminaron por los pasillos de la planta alta con sigilo. Llegaron al dormitorio de Gastón María, entraron y cerraron la puerta. La penumbra de la habitación le impidió ver en un primer momento; segundos después, cuando sus ojos se acostumbraron a la poca luz, Micaela se tapó la boca para no gritar: su hermano yacía en la cama y una mancha de sangre le empapaba la camisa blanca a la altura del estómago. Pascualito, hijo de don Pascual y chofer de Gastón María, se encontraba apostado en un rincón del dormitorio. Micaela se acercó con lentitud y miró a su hermano espantada, creyéndolo muerto. Tenía los labios azulados, que contrastaban horriblemente con la palidez de su semblante. Las manos ensangrentadas le caían sin vida a los costados del cuerpo. Se dio cuenta de que gritaba cuando Cheia la tomó por los hombros y la sacudió para acallarla.
—¡No está muerto!—le aseguró—. ¡No está muerto!
Se dejó caer en una silla. Temblaba y lloriqueaba sin poder controlarse. Mamá Cheia la acurrucó contra su vientre y la acarició.
—No llores, mi reina, está malherido, pero no está muerto.
Micaela advirtió que perdía un tiempo valioso y rápidamente se aprestó a atender a su hermano. Le pidió a Cheia que trajera vendas y agua oxigenada; debían restañar la herida. Al abrir la camisa, se dieron cuenta de que el corte necesitaba sutura.
—Pero si llamamos al doctor Bartoli, lo primero que va a hacer es contarle a tu padre y no es conveniente que don Rafael se entere —aseguró Cheia, que intuía el origen de semejante herida.
Micaela regresó a su dormitorio, donde buscó la tarjeta de Joaquín Valverde. Regresó casi corriendo y apartó a Pascualito del lado de la orna.
—Quiero que vayas a esta dirección y le digas al doctor Valverde que Micaela Urtiaga Four lo necesita. Decile que tiene que hacer una sutura. ¡No te olvides de decírselo! ¡Y apúrate! —lo acució.
Al llegar el doctor Valverde, se aprestó a coser la herida. Aunque muy mareado y débil por la pérdida de sangre, Gastón María había vuelto en sí. Joaquín le inyectó una dosis de morfina y dejó pasar unos minutos en los que el joven se adormiló. En el ínterin, se dedicó a estudiar la cortadura, producto de una cuchillada, ni profunda, ni de cuidado. O Gastón María había sido ágil para escapar al filo del arma o el atacante, sin intención de asestarle una puñalada mortal, apenas le había rasgado la carne.
El doctor Valverde comenzó a suturar. Gastón María, en medio de su inconsciencia, se quejaba y se movía apenas. Mamá Cheia, sentada junto a él, intentaba mantenerlo quieto.
Micaela se encontró con los ojos de Pascualito y le hizo una seña para que la acompañara afuera.
—Ahora decime qué significa esto —lo increpó.
—No puedo abrir la boca, señorita, discúlpeme.
—¡Qué discúlpeme ni ocho cuartos! Decime qué pasó —Lo tomó por el brazo y le clavó las uñas—. ¡Vamos, habla!
Pascualito se quedó atónito. La patrona, usualmente tranquila y mesurada, parecía una fiera.
—Señorita, entiéndame, su hermano me va a matar —balbuceó.
—Yo te voy a matar primero si no me decís. —Y lo sacudió otro poco.
—Fue un aviso —dijo el chofer, al cabo.
—¿Un aviso?
—Sí. El joven anda metido en problemas muy graves con un malevo más malo que la peste. Él fue el que lo hirió. Le dijo que era un aviso, pero que la próxima lo mataba. Le aseguro, señorita Micaela, ese hombre lo va a cumplir La próxima, lo mata.
—¿Qué fue lo que hizo Gastón María para enfurecerlo así?
—¡Ah, yo no sé! —aseveró Pascualito con un sacudón de hombros—. Seguro que le debe plata.
—¿Plata? ¿Por qué le debe plata?
—Es que el joven siempre anda metido en los burdeles y garitos de Vargi y...
Joaquín Valverde salió del dormitorio y pidió unas palabras a Micaela. Pascualito vio la posibilidad de desembarazarse del interrogatorio e intentó fugarse por el pasillo.
—¡Ni se te ocurra, Pascualito! —ordenó Micaela—. Todavía no terminé con vos.
El joven, con cara de desconsuelo, se mantuvo aparte el tiempo que su patrona habló con el médico. Valverde le dijo que la herida no era de cuidado mientras no se infectara. Se ofreció para curarla diariamente y aconsejó reposo absoluto por varios días.
—Estimo que no querrá que su padre se entere de este "incidente"-especuló Joaquín, y Micaela asintió—. No se preocupe. Diremos que Gastón María sufre un problema al hígado y que no puede ser molestado.
—Gracias, doctor. Muchas gracias. Y disculpe que lo haya hecho venir a esta hora y que lo comprometa con este asunto.