Marlene (5 page)

Read Marlene Online

Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

BOOK: Marlene
13.02Mb size Format: txt, pdf, ePub

A finales de noviembre de 1913, Micaela se encontraba en Viena, en un festival de música, cuando recibió un telegrama de la madre superiora del convento de París. "Emma agoniza. Te llama. Ven."

El papel le tembló en las manos, se le nubló la vista y necesitó apoyarse en la pared para no caer. Volvió a leer: "Emma agoniza". ¿Emma agoniza? Había un error. Sí, de seguro había un error.

Moreschi y ella viajaron a París esa misma noche, y dejaron los compromisos asumidos en Viena para después. Marlene estaba primero. Al empresario no le agradó la idea, pero no chistó. Micaela cumpliría más adelante; conocía el profesionalismo de la soprano y su obsesión por el trabajo. Mientras tanto, buscaría una reemplazante. ¡Una reemplazante de
la divina Four
! Sabía que no la encontraría.

Al entrar en la alcoba de Emma, Micaela ahogó un llanto al verla demacrada y delgada. No era la misma que había dejado meses atrás rebosante de vida y salud. Dormía, y una monja, sentada junto a ella, la cuidaba. Sin emitir sonido, la religiosa le indicó a Micaela que tomase su sitio.

Entró la madre superiora, acompañada por otra monja y el médico, y Micaela dio lugar para que la revisase. La superiora se inclinó sobre su oído y le contó que hacía dos días que Emma permanecía inconsciente a causa del láudano. También le explicó que todo había sido muy rápido. Un día se había sentido descompuesta, con fiebre muy alta, y, después de algunos análisis, se diagnosticó una enfermedad en la sangre muy extraña, incurable.

El médico terminó con la revisión, y Micaela se arrodilló junto a la cama y apoyó la cabeza sobre el regazo de
soeur
Emma.

—Marlene, despierta, Marlene —le dijo en castellano—. Soy yo, Micaela. Vamos, despierta. Tengo mucho que contarte. —Se detuvo, ahogada por el llanto.

La madre superiora ordenó al resto que abandonara la habitación. Según le había informado el médico, a
soeur
Emma le quedaban horas de vida.

Marlene apoyó la mano sobre la cabeza de Micaela, y la sorprendió. La joven se incorporó súbitamente, se secó las lágrimas con la manga y le sonrió.

—¿Cuándo vas a curarte, Marlene? Tienes que venir a verme al teatro. ¡No sabes lo contenta que estoy! Interpreto
Tosca
en el Teatro Burgués de Viena. ¡Todo sale de maravilla! La crítica...—Se interrumpió cuando Marlene movió los labios, y se acercó para escuchar su voz casi inaudible.

—Prométeme algo, Micaela —dijo la mujer, con esfuerzo—. Prométeme que no te olvidarás de amar. Que buscarás a un hombre a quien quieras profundamente y que te casarás con él. —Se calló unos segundos. Luego, prosiguió—: No hay otro modo de ser feliz que amando, créeme. —Le tomó la mano y se la apretó apenas—. ¡Prométemelo!

Micaela afirmó con la cabeza, sin entender cabalmente lo que Marlene intentaba decirle, pues, para ella, el canto y la música eran los únicos que contaban en la vida.

Capítulo V

Buenos Aires, enero de 1914.

Gastón María, muy atildado, subió a la victoria y ordenó a don Pascual que emprendiese la marcha.

—Y apúrate —agregó—, que no quiero llegar tarde.

—¿A qué hora llega la niña Micaela, señor?

—En media hora, más o menos —contestó el joven, sin quitar los ojos del periódico.

—El señor Gastón María se ha puesto como para recibir a una reina —comentó el cochero.

—Es que es una reina, Pascual —aseguró, muy orgulloso—. Mi hermana es una reina.

Continuaron en silencio. La calle estaba tranquila; era casi mediodía y hacía mucho calor.

—¡Qué repugnante!—exclamó Gastón María, de repente.

—¿Qué sucede, señor?

—Aquí dice en
La Nación
que ayer hubo otro asesinato. El "mocha lenguas" de nuevo.

—¡Dios bendito! —el cochero se santiguó—. ¿Qué más dice, señor?

—Lo mismo que los otros casos. Se trata de una prostituta joven, de pelo negro. Parece que la ahorcó y después le cortó la lengua.

—¿Y la lengua, señor?

—Igual que los otros casos, mi amigo. No aparece por ningún lado.

El joven cerró el diario y lo dejó a un costado, en el asiento.

—Para estar bien informado del "mocha lenguas", señor, lo mejor es comprar el diario
Crítica.
Los artículos sí que son salados, dan todos los detalles.

—No, gracias, Pascual. Cuanto menos sepa, mejor. En realidad, leía el diario para comprobar que no hubiera ningún artículo sobre Micaela. Nos ordenó no comentar acerca de su visita a Buenos Aires. Quiere estar tranquila, al menos los primeros días. Si los periodistas se enteran de que está aquí, la van a volver loca.

—¡Claro, cómo no! Ahora mi niña Micaela es una mujer famosa —afirmó Pascual, ufano como si se tratase de su hija—. Si todavía me acuerdo cuando Cheia y yo la trajimos al puerto. ¿Hace cuánto que se fue la niña, señor?

—¡Qué sé yo, Pascual! A ver, más o menos... Quince años, mi amigo. Hace quince años que Mica se fue.

—Y no volvió una sola vez —comentó Pascual, repentinamente entristecido—. Se ha hecho extrañar.

Gastón María se puso melancólico y no habló. Pero a Pascual le gustaba charlar con el patrón joven y reanudó la conversación.

—Dígame, señor, si nadie dijo nada de la llegada de la niña, ¿por qué anda husmeando en los diarios para ver que no tengan ningún anuncio sobre la llegada de... la...? ¿Cómo es que le dicen a la niña, allá, por las Europas?


La divina Four
—respondió Gastón María.

—¡Eso es! ¡
La divina Four
! ¡Quién lo hubiera dicho!

Gastón María se rió. El orgullo del cochero por su patrona, a la que no había visto en años, le daba gracia. Tal vez Micaela ni se acordaba de él, y el pobre hombre, lleno de recuerdos de su niña.

—Con respecto a que por qué estoy "husmeando", como vos decís, en los diarios, es porque no le tengo confianza a Otilia —continuó Gastón María.

—¿Cómo es eso, señor? Si puedo saber —se apresuró a agregar.

—Con tal de darse aires, Otilia es capaz de avisarle a medio mundo que su "hija", como llama a Mica desde que tiene éxito, está en Buenos Aires. Sé que se muerde los codos para no contárselo a esas urracas de amigas que tiene y a toda la familia.

Otilia Cáceres era la esposa de Rafael, el padre de Micaela. De estilo aristocrático y cultura vasta, la mujer había servido a los propósitos del senador.

Urtiaga Four: una anfitriona digna de los invitados que concurrían a su mansión y una compañera más que adecuada para las tertulias y fiestas. Desde su entrada en la política, Rafael se había rodeado de todo tipo de personalidades, entre ellos, autoridades de gobierno, embajadores y diplomáticos. Su creciente vida social lo había llevado a pensar en una esposa, y Otilia resultó la mejor. Viuda y sin hijos, pertenecía a una de las familias patricias de Buenos Aires.

Gastón María y don Pascual comentaron acerca del calor sofocante y no volvieron a hablar. Terminaron el trayecto en silencio. Desde lejos avistaron las construcciones del puerto y de la aduana. Gastón María se puso nervioso, aunque estaba feliz. Por fin, su hermana volvía a casa.

Micaela descendió por la escalerilla. El capitán caminaba a su lado mientras le rogaba que le permitiese visitarla en Buenos Aires antes de que el barco zarpara hacia otro destino. Llegaron al muelle. Se libró del capitán muy hábilmente, con modos refinados y sutiles. Desde hacía algunos años, los hombres la atosigaban con sus galanterías, le prometían el oro y el moro, y la adulaban como a una diosa. Acostumbrada a deshacerse de ellos con facilidad, les hacía creer que la habían subyugado con sus lisonjas y obsequios costosos.

La joven prosiguió con los trámites. Si su visita hubiese sido oficial, no habría tenido que llenar un solo papel. Es más, la habría recibido una comitiva del gobierno. Llegó a la zona donde suponía encontrar a su hermano y a mamá Cheia, un salón del puerto no muy espacioso, con cierto lujo, destinado a las personas que viajaban en primera clase.

Gastón María vio entrar a su hermana y se sorprendió. La encontró más hermosa que la última vez, dos años atrás. Vestía a la moda de París, con una chaqueta de seda verde Nilo, que avanzaba sobre la cadera, donde remataba en un cinto del mismo tono. La falda le sentaba muy bien, le destacaba el talle delgado. Con una abertura drapeada en el medio, no le cubría los tobillos. El sombrero, del color del traje, era discreto, sólo unas plumas de ave del paraíso.

Micaela avanzó entre la gente en busca de su hermano y de su nana, y, aunque lo hacía con naturalidad, caminaba con el porte de una reina. Los hombres volteaban a mirarla y las mujeres desaprobaban su atuendo.

—¡Mica!—llamó su hermano, después de observarla ese rato, y agitó la mano por sobre el gentío.

Micaela buscó con la mirada hasta dar con él. Hacía tiempo que no se veían. Si bien Gastón María viajaba a menudo al Viejo Continente, últimamente no les resultaba fácil coincidir en una ciudad.

—Para que
la divina Four
reciba a su hermano, el pobre tiene que hacer cola, como los otros —expresó Gastón María, con un mohín.

—¡No digas necedades! La última vez que estuviste en Europa, tus únicos tres lugares fueron: el casino de Montecarlo, el Moulin Rouge y Maxim's. Y por nada del mundo salías de allí. ¡Ah, me olvidaba! Y siempre acompañado por una
cocotte
distinta.

Gastón María hizo un gesto para indicar que se rendía. Su hermana nunca había sido fácil de engañar, menos ahora, que la vida le había enseñado tanto. Le tendió el brazo y la invitó a salir. Micaela reparó en la ausencia de Cheia, y Gastón María le explicó que se había quedado en la mansión para ultimar detalles.

—Hizo limpiar hasta los sótanos porque vos venías. ¡Como si fueras a bajar a revisarlos! ¡Pobre, mi vieja!

Los jóvenes llegaron a la victoria, y Micaela se alegró de encontrar a Pascual, látigo en mano, apostado junto al coche, tal como lo recordaba. El hombre se emocionó cuando su niña lo reconoció y lo besó en la mejilla.

—¡Qué bueno que hayan venido a buscarme en la victoria! Tenía muchos deseos de dar una vuelta por la ciudad antes de ir a la casa de papá —dijo.

—¡Yo sabía!—afirmó el cochero—. Cuando usted era pequeña, le encantaba salir a pasear en este coche con su nana.

—Ahora debes de estar cansada —repuso Gastón María—. Mejor va a ser...

—No —interrumpió su hermana—. Pascual, llévanos a la casa del Paseo de Julio. Quiero verla.

El cochero y Gastón María se miraron.

—¿Qué sucede?

—Papá le vendió la casa a un amigo suyo, Ernesto Tornquist, el dueño de la financiera, ¿te acordás?—Micaela aseguró que no, y Gastón María continuó—: Bueno, la cuestión es que Tornquist tiró la casa abajo y levantó el edificio de su compañía financiera hace años.

—Qué lástim —susurró—. Aunque tal vez sea mejor así. De todos modos, llévanos, Pascual. Quiero recorrer la zona.

El Paseo de Julio había cambiado, las otras calles, también. Tal y como le había dicho el capitán, Buenos Aires era otra. Le gustó la nueva apariencia, le recordaba a su querida París. Al llegar al lugar donde se había erigido su casa, la tristeza que pensó que la abrumaría se convirtió en alegría: La Fuente de las Nereidas se alzaba majestuosa enfrente.

—¿Ésa es La Fuente de las Nereidas, verdad?—preguntó, con la mirada en la escultura de mármol blanco.

—Sí. ¿Cómo sabes? No vivías en Buenos Aires cuando la colocaron ahí —repuso su hermano.

—Lola Mora me mostró algunos bocetos y fotografías. ¡Pascual, detente!

—¿Conoces a Lola Mora?—preguntó Gastón María, sorprendido.

—Sí. Vive en París por temporadas. Ella me dice que admira mi canto, y yo le digo que admiro sus esculturas. No te diré que somos íntimas amigas, pero cada vez que nos encontramos pasamos buenos momentos.

—¡Que se prepare tu amiga, entonces! Todas las beatas de Buenos Aires están escandalizadas por lo "inmoral" de la escultura. Le han pedido al intendente que la saque de aquí.

Micaela alzó la vista y las manos al cielo.

—¡
Mon Dieu
!—exclamó—. Mucho cambio, mucho cambio, la ciudad es otra, pero las mentes anquilosadas siguen siendo las mismas. ¡Qué gente!

Decidieron enfilar hacia la mansión Urtiaga Four. De seguro, Cheia estaría preocupándose por la demora.

—¡Ah, me olvidaba, Mica! Papá me pidió que lo disculpara contigo...

La muchacha levantó la mano para acallarlo.

—Micaela, por favor, déjame que te explique. El quería venir a buscarte, pero le surgió una reunión...

—No me importa, Gastón María, de veras. Sabes que no me importa, ¿por qué insistes? Sólo deseaba verte a ti en el puerto, y a mamá Cheia, por supuesto.

El joven meneó la cabeza, apesadumbrado. Conocía bien el resentimiento de su hermana hacia su padre y, por más que había intentado mitigarlo, Micaela no transigía.

En algunas oportunidades, Gastón María se había referido al nuevo hogar de los Urtiaga Four, pero Micaela jamás imaginó encontrarse con semejante edificación, y, a pesar de conocer mansiones de ese nivel en Europa, el palacete la dejó estupefacta.

La entrada principal daba sobre la Avenida Alvear. La victoria cruzó el portón de rejas y recorrió un camino de adoquines hasta el pórtico. Micaela no apartaba la vista del magnífico frontispicio de la fachada, mientras su hermano le relataba algunos pormenores: que era de estilo francés, copia fiel de un
hotel particulier
del siglo XVIII y que su interior no la dejaría menos anonadada.

El coche se detuvo bajo el pórtico, circundado por columnas de fuste liso. Gastón María y Micaela descendieron; Pascual azuzó a los caballos y continuó. Se abrió una puerta de roble y apareció Cheia, secundada por varias domésticas que secreteaban. Se abrazaron y besaron. Si bien la nana había viajado a Europa en dos ocasiones, hacía tiempo que no se veían y, a causa de su nueva y vertiginosa vida, Micaela no había reparado en cuánto echaba de menos a su vieja nodriza. Gastón María interrumpió el abrazo y las lágrimas con una de sus chanzas, y entraron en la mansión.

Micaela y Cheia caminaban juntas, tomadas del brazo, mientras el joven Urtiaga Four se encargaba de mostrarle las habitaciones de la planta baja. A cada paso, el asombro no tenía límites, pues continuaba aferrada al recuerdo de la sobria casona del Paseo de Julio. Cuadros bellísimos, esculturas de Rodin, jarrones de Sévres, gobelinos que cubrían paredes inmensas, muebles franceses de gusto exquisito. Había una fortuna en adornos y decoración. Las
boiseries
de techos y paredes eran espléndidas; las del salón de baile, doradas a la hoja. Columbró el parque circundante desde imponentes puertaventanas.

Other books

Bringing Elizabeth Home by Ed Smart, Lois Smart
Hart's Victory by Michele Dunaway
Combustion by Steve Worland
Her Special Charm by Marie Ferrarella
Helene Blackmailed by Elliot Mabeuse
Acoustic Shadows by Patrick Kendrick
The Countess by Catherine Coulter