—¿Por qué me trajo aquí?—insistió.
—Los compré hace poco —comentó Cario, y señaló los discos—. El fonógrafo también es nuevo. Lo compré para vos.
Micaela se movió con la clara intención de salir de allí. Carlo la tomó por los hombros, la dio vuelta, obligándola a apoyarse en el bargueño, y le reclinó el pecho contra la espalda. Un instante después, su mano le oprimía el vientre. La volvió un poco hacia él con delicadeza. Su mirada la despojó de voluntad y el roce de sus dedos le aceleró el corazón. Apretó los párpados e imaginó su cara de malo, de cruel, y se estremeció con repulsión, convencida de que jamás se entregaría a un hombre sin honor, a un orillero asesino.
—¿Tanto me odias, Marlene? —lo escuchó decir, y fue brusco al ponerla de nuevo frente a él. Micaela lo arrostró en contra de sus convicciones, pues sabía que no debía mirarlo.
—No —dijo.
—No, ¿qué? —preguntó Carlo.
—Que no lo odio —musitó apenas.
Un calor que le ascendía desde la parte inferior se apoderó incluso de sus mejillas; intentó bajar el rostro, pero Carlo se lo impidió.
—No, tontita, que te estoy mirando.
Atormentada, inerme frente a él, le dio la espalda.
—Basta —ordenó.
Las manos de Cario la liberaron, y oyó que se alejaba.
—Pasemos al comedor a cenar.
"¿A cenar?". La situación se tornaba confusa segundo a segundo. Había que marcharse, pronto, tenía que salir de ahí. En un instante, su mirada se cruzó con la de Varzi, y, aunque intentó llamar a Frida para pedirle el abrigo, avanzó en dirección a él y, con un movimiento de cabeza, le dio a entender que aceptaba la invitación.
Entraron en la sala. Varzi encendió las luces y Micaela se dedicó a inspeccionar el comedor. La única ventana daba a la calle, con una reja colonial similar a la de la cancela. Una araña iluminaba la mesa, muy bien puesta. El mobiliario clásico la sorprendió, no tenía nada que envidiarle al que Otilia había traído de París.
—Espero que le guste la decoración,
froilan
—deseó Frida, mientras acomodaba una fuente sobre la mesa. Micaela la miró confundida, e intentó descifrar sin éxito el comentario.
—Con la fortuna que gastaste, debe de ser el mejor mobiliario del mundo —se quejó Carlo.
La mujer le lanzó un vistazo, murmuró en alemán y salió. Micaela hubiera preferido que se quedara, no quería estar sola con Varzi. Entonces, ¿para qué había aceptado cenar con él? Simuló abstraerse en un cuadro. A poco, y como si la estuviese aferrando por la cintura, lo sintió a sus espaldas.
—¿Te gusta mi casa?
La pregunta le dio risa y se tapó la boca.
—Lo poco que conozco, sí, me gusta. Me hace acordar a la casa de mi infancia.
Le volvieron las ganas de reír, esta vez a carcajadas, ya no por la pregunta sino por lo cómico de la absurda situación. Se contuvo; Varzi parecía tomárselo con mucha seriedad.
—¿Por qué me trajo a su casa, señor Varzi? ¿Es por el asunto de mi hermano?
Entró Frida con una fuente.
—¿Todavía no invitaste a la señorita a tomar asiento? —lo reprendió.
Varzi le enseñó su sitio, a la derecha de la cabecera. Se aproximó, indecisa. "¿Qué estoy haciendo? Nada me retiene, sólo mi voluntad. ¿Qué me pasa? ¿Adonde quiero llegar?", y mientras las preguntas se precipitaban, tomó asiento. Miró a Varzi, aún de pie, y se dio cuenta de que estaba inquieto. Luego, descubrió al costado de su plato una cajita blanca con un moño verde esmeralda. Varzi le indicó que la abriera. Le temblaron las manos: la misma orquídea blanca. Había sido Carlo Varzi, todo el tiempo había sido él. "Y yo que pensaba en Eloy." Se rió.
—¿De qué te reís? —quiso saber, ofendido.
—Cada vez que estoy con usted, señor Varzi, lo único que hago es preguntarme: ¿Qué hago aquí? ¿Acaso me volví loca? ¿Por qué no me voy? ¿Por qué no me alejo de este hombre tan malo? Es lo único que me pasa por la mente.
—En cambio, cada vez que estoy con vos, yo me pregunto: ¿Por qué es tan linda? ¿De qué color son sus ojos? ¿Cómo será el perfume de su pelo? ¿Cómo será besarle los labios? ¿Por qué no me la llevo a la cama?
Micaela soltó la orquídea e hizo el intento de levantarse, pero Carlo le apoyó una mano sobre el hombro y la obligó a permanecer en la silla. Frida entró con otra bandeja. Micaela, alterada y sin fuerza en las manos, no atinó a nada, y Varzi le sirvió.
—Espero que le guste la comida alemana,
froilan
—dijo la mujer.
—No creo que le guste —replicó Carlo, y Frida puso cara de desconsuelo.
—Sí —musitó apenas—, me gusta.
—¿Ah, sí? —se interesó Frida—. ¿Comió alguna vez comida alemana?
—Sí, muchas veces —respondió Micaela, con más ánimo.
—No me diga. ¿Y donde?
—Bueno... En varios lugares... La primera vez fue en Munich, en un festival de música.
—¡Oh, sí! El festival de Munich. Mi esposo Johann y yo íbamos casi todos los años. También íbamos al de Bayreuth. Cósima Wagner era conocida de mi esposo y siempre nos invitaba. Yo lo disfrutaba especialmente, porque soy oriunda de Offenbach, que si bien no pertenece al estado de Baviera, está a la orilla del Main, el mismo río que divide a Bayreuth. Yo solía pensar: "Las mismas aguas que riegan mi tierra, riegan las de Bayreuth". Me sentía realmente como en casa cada vez que iba a ese festival.
—Sí, claro, el festival anual de Bayreuth. Yo participé algunas veces.
—¿En serio? —se asombró Frida—. ¿Conoció a Ernest van Dick, ese tenor tan famoso? Recuerdo que era el preferido de Cósima.
—Sí, claro, Ernest y yo cantamos una vez en
Tannhauser.
Junto a Caruso, es uno de los mejores que conozco.
—Aunque supongo que usted preferirá las óperas de Rossini y de Puccini a las de Wagner ya que...
—¡Bueno, basta de ópera! —interrumpió Varzi, harto de un tema del que no tenía mayor conocimiento.
Frida tomó la fuente, dispuesta a marcharse.
—¿No cena con nosotros, Frida?—preguntó la joven.
Varzi, con una mueca significativa, le dio a entender que desapareciera.
—No, querida. Esta noche como en la cocina. —Y se fue.
—Preferís compartir la mesa con ella que es más de tu clase, ¿no? Que sabe más de tus óperas y esas cosas.
—¡Ay, señor Varzi! Déjese de estupideces y dígame, de una vez y por todas, para qué me trajo aquí. —Tomó la orquídea y la sacudió un poco—. Y qué significa esto también, si es tan amable.
—Es tu flor preferida.
—¡Quiere sacarme de las casillas! ¡Está claro!
Otra vez amenazó levantarse. Carlo la aferró de la mano y, con gesto suplicante, le dijo:
—No te vayas, Marlene. Quédate a cenar conmigo. —Y enseguida, rectificó el tono—: ¡Pero cómo! ¿No compartirías una comida con un viejo socio?
Volvió a sentarse, completamente vencida. Varzi aún le tomaba la mano y ya no le importaba. La mano de Carlo Varzi: suave, morena, sin vello; recordó cómo la había impresionado aquella noche. Lindas uñas. Cuadradas, bien cuidadas. Sin pensar, se la acarició. Carlo respondió al contacto y la apretó un poco más.
—Señor Varzi, no entiendo nada.
—¿Qué no entendés?
—Y ahora, ¿qué quiere?
—Cenar con vos.
Micaela negó con la cabeza, se deshizo de su mano y lo miró fijamente. Los ojos negros de Carlo, impenetrables e insondables en otro tiempo, se mostraban generosos y le permitían ver que anhelaba su compañía.
—Cenaré con usted. Espero no arrepentirme.
Carlo sonrió y sus facciones se revelaron más hermosas que nunca. Micaela dio un respiro profundo para disimular el placer que le había provocado esa sonrisa.
—Tengo tantas preguntas que no sé por dónde empezar.
—Antes que nada, quiero felicitarte. Aunque no sé nada de ópera, por cómo te aplaudían, me di cuenta de que habías estado más que bien.
—Gracias, pero al verlo ahí, sentado en el palco, tan cerca, casi me hace pasar un papelón. Por un momento pensé que la voz no me saldría.
Carlo se divirtió con la confesión. Micaela tomó la orquídea, admiró su exquisita belleza y volvió a mirarlo a él.
—¿Cómo sabe que la orquídea blanca es mi flor preferida? Muy pocos lo saben.
—Era la flor preferida de tu madre. —Micaela se sobresaltó—. Tu hermano se lo comentó a mi hermana; me lo dijo la señora Bennet.
—¿Mi hermano? ¿Dónde está? ¿Lo ha visto? ¿Le hizo algo? ¿Le hizo daño?
—¡No! —prorrumpió Cario, herido—. No le hice nada. Parece haber rectificado su conducta. —Micaela hizo un ceño—. Así parece. Después de la muerte de Miguens, vino a verme y me preguntó dónde estaba Gioacchina. Me pidió perdón por su comportamiento y me dijo que quería casarse con ella.
—¿En serio? ¡Oh, señor Varzi, qué felicidad! ¡Qué alegría!
—No tan rápido, Marlene. Gioacchina lo rechazó, le dijo que no quería volver a verlo. Está muy resentida. La señora Bennet me comentó por carta que Gastón María va todos los días a verla. Al principio, ni lo recibía; ahora, gracias a la intervención de la señora Bennet y al amor que siente por tu hermano, Gioacchina está aflojando. Creo que, tarde o temprano, se van a casar. Me gustaría que fuera antes de que naciera el bebé, pero falta muy poco.
—¿Dónde están?
—No puedo decírtelo. Gastón María me pidió que no se lo dijera a nadie. Quiere estar solo y tranquilo por un tiempo —concluyó Carlo.
Micaela asintió y cambió de tema. Le preguntó por Tuli, Cacciaguida, los músicos, incluso por algunas de las muchachas; se había encariñado con Polaquita y Edelmira. Varzi le comentó que la echaban de menos, en especial Tuli y Cacciaguida. Lo habían vuelto loco a preguntas acerca del motivo de su repentina desaparición.
—Si querés, un día de éstos, los traigo aquí para que charles con ellos.
Ya le resultaba difícil continuar a la mesa de ese hombre sin poner en duda su cordura. "Si querés, un día de éstos, los traigo aquí para que charles con ellos". ¿Acaso pensaba que volvería a su casa? ¿Qué le pasaba por la mente? Agotada de conjeturar, decidió adoptar una actitud más pasiva.
Frida sirvió el último plato y se retiró.
—¿Frida es su ama de llaves, señor Varzi?
—¿Así le dicen ustedes? ¿Ama de llaves? Suena bien: ama de llaves. —Rió, y Micaela lo miró enojada—. En realidad, Frida era la esposa de mi gran amigo Johann. Después de quedar viuda, se hizo cargo de mi casa. Es como una madre para mí.
Micaela contempló los detalles de la decoración, cómo relucía el piso de madera y la platería, lo bien puesta que estaba la mesa, el ramo de rosas blancas como centro, el mantel de hilo, la vajilla de porcelana, y ratificó lo que había pensado de esa mujer la noche de la muerte de Miguens: se trataba de una persona decente, culta, con la educación y las maneras de una señora. ¿Qué hacía con un hombre como Carlo Varzi? "Es como una madre para mí". Y de seguro Frida también lo quería; lo había dejado entrever aquella misma noche cuando lo defendió a capa y espada. Que Carlo no tiene culpa de nada, que es hijo de las circunstancias, que esto, que aquello. ¿Sabría Frida quién era realmente Carlo Varzi y de qué vivía? ¿Y quién había sido el tal Johann? ¿Dónde se habrían hecho amigos? Conocido de Cósima Wagner,
habitué
del festival de Munich y de Bayreuth. Un misterio.
—Me dijiste que esta casa te hacía acordar a la de tu infancia.
—Sí, esta casa es de estilo colonial. La casa de mi familia, que nos perteneció por muchísimos años, era muy parecida a ésta. Un patio central donde convergían todas las salas y los dormitorios. Mi padre la vendió. Luego, la demolieron y se construyó una financiera.
—No creo que estés en contra del cambio. Estoy seguro de que el palacete de tu padre es diez veces mejor —comentó, no sin cierto sarcasmo.
—No estoy a favor ni en contra. La casa de mi padre no me pertenece; no es mi hogar. Yo soy una invitada. Mi hogar está en París. Ahí tengo mi casa, mis amigos, mi mundo. Si no existiera esta guerra, ya habría regresado.
Carlo se puso serio y desvió la mirada. Micaela pensó que le diría algo; en cambio, bebió un poco de vino y continuó comiendo lentamente.
—Cuando era chico —dijo Varzi, al cabo—, y volvía de trabajar, siempre pasaba por la puerta de esta casa. En aquella época era un conventillo de lo peor. El conventillo donde yo vivía era un paraíso comparado con éste. Me paraba en la vereda de enfrente y la miraba un buen rato. Me gustaba mucho. Y más me gustaba porque había pertenecido a un virrey, creo que al Virrey del Pino. La Casa de la Virreina Vieja, así la llamaban. Fue construida en 1788. Se la compré a un gallego, el dueño del inquilinato, y la remocé por completo. Le hice poner agua corriente y luz eléctrica. Quedó muy bien. ¿Qué opinas?
—Ya le dije que lo poco que conozco, me gusta.
Aunque le costaba creer lo que conversaban, se sentía extrañamente cómoda, además de halagada; tenía el certero presentimiento de que Varzi no le contaba a cualquiera la historia de la Casa de la Virreina Vieja.
¡Qué hombre hermoso! Le fascinaba su mandíbula cuando masticaba porque se le remarcaba el hueso y se le tensaban los músculos. Le gustaba su boca, brillante a causa del aceite de la ensalada, su piel, oscura y suave, bien afeitada, el sombreado natural de sus párpados que le confería esa veta tenebrosa, y el cuello, ancho y fuerte. Micaela le recorrió con la vista el contorno de la espalda y bajó por los brazos; la camisa se le había subido un poco y le permitió ver la muñeca, gruesa y fibrosa; y la mano que tantas veces la había tocado.
Un ruido en la otra sala atrajo su atención. Parecían los movimientos de varias personas, que corrían muebles o acomodaban cosas, pero la penumbra mantenía velado el misterio. Inquirió a Varzi con el gesto, aunque no hizo falta una explicación. Oyó dos o más violines, un bandoneón, una guitarra: en la otra sala, una orquesta había empezado a tocar un tango. Varzi se puso de pie, dejó la servilleta sobre la mesa, se quitó el saco y le extendió la mano.
—Baila conmigo, Marlene.
Dudó un instante, luego aceptó. Carlo la guió hasta el patio de la parra con lentitud, el cuerpo erecto y la cabeza firme; resultaba evidente que se preparaba para la danza. En medio del solado, la tomó por la cintura con rudeza y le hizo doler, pero ella no protestó, y, como en el Carmesí, se dejó envolver por la cadencia lasciva y embriagadora del tango, que, entre los brazos de Varzi, se potenciaba y, por momentos, la hacía desfallecer, aunque trataba de mantenerse atenta a sus pasos y giros, lo seguía con precisión y parecía anticiparse al próximo corte o quebrada.