Se armó una polémica y estuvieron de acuerdo con el cura presente en que el tango era una danza "diabólica". Rafael, que se había mantenido ajeno a la controversia, le pidió su opinión a Micaela, que se tomó unos segundos para contestar.
—Creo que ustedes detestan más al hombre de tango que al tango mismo. El tango es música y nada tiene que ver con la decencia o la moral.
Se levantó un murmullo de desaprobación. Sin hacer caso al descontento general, Rafael se interesó por saber más.
—¿No te parece, hija, que el origen
non sancto
del tango degradó desde el vamos sus líneas estéticas, si es que las tiene? Creo que el origen lo condenó para siempre.
—Si algo es bueno, es bueno, y nada tienen que ver los blasones —afirmó Micaela—. El único salvoconducto válido es el talento. ¿Acaso Shakespeare no era de origen humilde, hijo de padres analfabetos? Y nadie niega la magnificencia de sus obras a causa de las circunstancias de su nacimiento.
—Entonces, ¿pensás que el tango es bueno? —preguntó tío monseñor, y la condenó de un vistazo.
No polemizaría con personas que jamás la entenderían, personas que, en realidad, no deseaban conocer sus opiniones, sólo querían imponerle las ideas que, según sus creencias, coincidían con la clase social a la que pertenecían.
—A veces me pregunto —comenzó Micaela—, por qué será que, en vez de admirar y aplaudir lo que nos gusta, nos ensañamos con diatribas en contra de aquello que no nos place. ¡Que cada uno goce con lo que se le antoje y seamos todos felices!
Los presentes quedaron atónitos, sin posibilidad de réplica. Micaela sesgó los labios y abandonó la silla, dispuesta a marcharse. Habría deseado quedarse a conversar con su padre sobre el tango, pero decidió que el costo de escucharlo resultaba demasiado alto. No tenía intención de soportar a tío monseñor, un inquisidor desagradable, ni a Otilia, que no diría dos palabras sensatas. Pero antes, y con la intención de alborotarlos un poco más, le palmeó la mano al monseñor y le dijo:
—No se preocupe, tío monseñor. El tango me gusta en París, donde está de moda. Aquí me resulta deleznable. Buenas noches. —Y se fue.
—Igualita a la madre —afirmó Josefina al oído de Otilia, y Rafael sonrió complacido.
Micaela cruzó el jardín de invierno y, antes de llegar a la escalera, Ralikhanta apareció de la nada.
—¡Ralikhanta!
—Discúlpeme, señora, discúlpeme —rogó, al tiempo que se inclinaba una y otra vez.
—Está bien, no importa. ¿Buscas al señor Cáceres?
—No, señora, la buscaba a usted. Quería agradecerle la entrada que me envió para el teatro.
—¡Ah, sí, la entrada! ¿Pudiste ir? ¿El señor te dio permiso?
Ralikhanta bajó la vista y se estrujó las manos.
—Ni siquiera le mencioné al señor que usted, tan amablemente, me había obsequiado una entrada. Me habría obligado a devolvérsela.
—Entonces, no fuiste.
—¡Oh, no! Sí que fui. El señor sale mucho por las noches en estos días y, en una de sus salidas, me escabullí y pude verla.
—Me alegro, Ralikhanta. Espero que te haya gustado.
—Sí, mucho, señora, mucho.
Lakmé
me hizo acordar a mi patria y a sus costumbres, que no las puedo quitar de mi corazón, pero lo que más me gustó fue cómo cantó mi señora. Usted ha sido bendecida por Alá, señora mía. Usted es mitad mujer, mitad ángel.
Le tomó la mano y se la besó, y salió tan aprisa de la casa que no le dio tiempo a agradecerle los cumplidos.
Al día siguiente, Micaela leía en su dormitorio cuando Rubén le avisó que un señor la esperaba en el hall.
—Debe de ser el periodista de
El Hogar.
Se acicaló antes de bajar. En el hall no encontró a nadie y buscó en el vestíbulo. De pie, cerca de la entrada principal, Carlo Varzi la veía venir. Micaela se detuvo en seco.
—Hace seis días que te espero. Te mandé el coche, como habíamos quedado.
—Yo no... —tartamudeó, y se calló.
Un silencio sobrevino. La mirada torva de Carlo Varzi la amilanó; no sabía qué hacer; no sabía si irse, si invitarlo a pasar. ¡Invitarlo a pasar! ¿En qué cuernos estaba pensando?
—Esta noche no tenés función en el Colón. El coche te va a esperar en la esquina. Más vale que vengas.
—No, no voy —dijo, increíblemente segura.
Carlo avanzó hasta quedar a un paso de ella.
—Mira, Marlene, más vale que vengas. Si no venís, vuelvo a buscarte. Pero te aseguro que, cuando vuelva, voy a estar furioso. Ya no te voy a tener paciencia. Entonces, te tiro al piso, y aquí mismo, te tomo otra vez.
Se caló el chambergo, dio media vuelta y enfiló hacia la salida. Atontada, Micaela se concentró en su vestimenta. Llevaba pantalón bombilla a rayas, pañuelo de seda al cuello y un saco que le remarcaba la cola, pequeña y firme. Se le veían las polainas blancas. Los zapatos negros puntiagudos, con taco alto, símbolo de los compadritos, crujían sobre el piso de mármol.
—¡Carlo! —gritó, y corrió escalinatas abajo.
Varzi se detuvo en el pórtico y volteó. Micaela cubrió el trecho que los separaba y le dijo:
—Llévame ahora, Carlo. Quiero ir con vos ahora.
Varzi la examinó seriamente antes de tomarla de la mano y obligarla a caminar atrás de él. Le abrió la puerta delantera del automóvil y le indicó que subiera; luego, giró la manija y se ubicó al volante. Iba a conducir, una faceta que no le conocía. Con la vista al frente y el gesto serio, la ignoraba. Seducida por su actitud, sintió deseos de él.
El tránsito se tornó farragoso al llegar al centro: carretas, coches a caballo, buhoneros llenos de fruslerías y elementos de mimbre. Las calles eran estrechas y el
tramway
complicaba la situación. Varzi, molesto, tocaba la corneta y maniobraba.
Al llegar a San Telmo, Micaela cayó en la cuenta de que era la primera vez que lo visitaba de día. La mañana despejada, plena de luz, no conseguía redimir a ese lugar. Las casas viejas y derruidas, de las que entraban y salían personas mal vestidas, le conferían el aspecto deprimente que se adueñaba de cada rincón de ese arrabal. Un perro flaco ladraba tras la carreta del aguatero, mientras un grupo de niños descalzos intentaba atraparlo. Había señoras sentadas en los zaguanes, atentas a la calle; suficiente que pasara un carro para que cuchichearan.
—No siempre fue lo que es ahora —habló Varzi, y pareció adivinarle el pensamiento—. Hace unos años, San Telmo era el barrio de los de tu clase. En 1871, sobrevino la fiebre amarilla y, quienes no murieron, huyeron hacia el norte, para el lado de la mansión de tu padre.
Carlo detuvo el automóvil frente a su casa y, con un movimiento de cabeza, le indicó que bajara. Frida conversaba en la puerta con una joven bastante bonita.
—¡Buenos días, señor Varzi! —saludó, muy simpática—. ¿Cómo le va?
Carlo se tocó el ala del sombrero y le dirigió una sonrisa encantadora. Micaela lo habría, abofeteado: para ella, las sonrisas siempre eran sarcásticas. Pasó al lado de las mujeres sin saludar. Carlo arrancó el automóvil y dobló en la esquina. Frida se despidió de la muchachita y siguió a Micaela. La encontró en el vestíbulo un poco desorientada.
—Buenas tardes, señora.
—Por favor, Frida, no me llame señora. Dígame Micaela, y tutéeme.
—Te llamaré Marlene, como hace Carlo. Ven, querida.
La tomó del brazo y la condujo al patio. Se sentaron bajo la sombra de la parra. Micaela inspiró el aire fresco y el aroma dulzón de la uva chinche. Había macetones con plantas saludables y floridas, recientemente regadas; el olor a tierra húmeda la relajó.
Aunque Micaela declinaba todo cuanto le ofrecía, Frida continuaba con su retahíla de manjares y bebidas. Una vez que se dio por vencida, comenzó a detallarle los nombres de sus plantas y, sin que se dieran cuenta, el tema desembocó en Alemania. Frida, complacida de platicar con alguien conocedora de su país, dio rienda suelta a la nostalgia.
Micaela se sentía extraña pues no llegaba a comprender qué hacía a la sombra de un parral con el ama de llaves de Varzi hablando de plantas y comidas germanas; así y todo, debió aceptar que lo disfrutaba, y, antes de que pudiera inquirir a Frida acerca de su esposo Johann, Carlo ingresó por la parte trasera, le echó un vistazo y se evadió a su habitación.
—Ve con él, Marlene —la instó Frida—. Te esperó demasiado. Está ansioso de ti.
A Micaela se le arrebataron las mejillas y quedó sin palabras. Frida se puso de pie y abandonó el patio sigilosamente. Logró serenarse y recobrar el dominio antes de dirigirse al dormitorio de Varzi. Lo encontró apartado. Ya se quitaba el pañuelo del cuello y la camisa. Había dejado el chambergo y el saco sobre una silla. Alrededor del torso desnudo y tomado en la espalda con una hebilla, un cinto de cuero le sujetaba el puñal. Se lo quitó con destreza y lo colgó en un perchero. Luego, apoyó el pie derecho sobre el borde de la silla, levantó la botamanga del pantalón y sacó una daga pequeña de la polaina. Micaela lo contemplaba extasiada desde la puerta que no se animaba a trasponer; sin embargo, cuando él reparó en ella, no fue capaz de sostenerle la mirada. Bajó la vista y deseó que la tierra la tragara.
—Cerrá la puerta y vení aquí —lo escuchó decir.
Obedeció, sumisa. Carlo tiró al suelo el sombrero y el saco, se sentó en la silla, y la obligó a hacerlo sobre sus rodillas. Le apartó los mechones del rostro y le acarició los pómulos.
—Me tenés vergüenza, ¿no?
—Sí —respondió Micaela, y habría querido agregar "y miedo".
—¿Por qué me tenés vergüenza, eh?
—No sé por qué. Tengo vergüenza de vos.
—Eso me gusta —aseguró él—. Me gusta que seas vergonzosa e inocente.
—No sé qué estoy haciendo aquí de nuevo.
—Vamos a estar juntos otra vez, por eso estás aquí. Sé que lo disfrutaste la otra noche, te sentí vibrar debajo de mí, gozaste tanto como yo, lo sé.
—Si decís esas cosas me siento peor.
—¡Ay, pobrecita! —se burló Carlo—. ¡Tan tímida e inocente! No te enojes y cambia la cara. Bien que te gusta que te bese aquí —y le besó el cuello—, o que te muerda aquí —y le mordió el labio—, o que te toque así —y le acarició los pechos.
El cuerpo de Micaela se estremeció y abandonó la rigidez. Consintió el descaro de la boca de Varzi y la lascivia de sus manos, que le escamotearon el último vestigio de pudor. Sin embargo, y como un golpe, la azotó la idea de que estaba allí para saciarlo. Tomar conciencia de que Varzi sólo la necesitaba para satisfacer su deseo sexual la humilló, y debió ahogar el llanto. En ese momento, allí, en su dormitorio, no era mucho más que Sonia, la mujerzuela a la que ella despreciaba.
—¿Qué te pasa? —preguntó Varzi.
La acarició con suavidad y la miró dulcemente. Micaela no logró contener las lágrimas y se largó a llorar. Notó el desconcierto de Carlo y se sintió bien cuando la abrazó.
—¿Qué te pasa? ¿Por qué lloras? —insistió—. No llores, no me gusta.
Terminaron en la cama. Micaela se había tranquilizado y la opresión le había abandonado el pecho. Ahora lo veía con claridad: Carlo Varzi redefinía su concepto de hombre. Ni ser espiritual ni racional, sino uno puramente sexual. Y su sensualidad la asustaba, aunque ¡maldita sea! la atraía sin remedio. Comprendió también que luego de despertar entre sus brazos ya no sería la misma; el espejo no le devolvería la imagen de siempre, nunca más vería a Micaela Urtiaga Four, ahora reflejaría a Marlene. Marlene, la que se acostó con Varzi.
Carlo se despojó del resto del atuendo y se tendió a su lado. Sin tocarla, le estudió las facciones un buen rato.
—¡Dios mío! —murmuró de pronto—. ¡Qué hermosa sos!
Micaela le sonrió, halagada y satisfecha de gustarle tanto. Al menos le gustaba.
—Cuando te conocí aquella noche, en el Carmesí —empezó ella—, me pareció que tu rostro era el más hermoso que había visto. Fue raro, también me dio miedo. Tus ojos me atrajeron especialmente. Son lindos. Me gustan mucho tus ojos, Carlo.
—¿En serio te gustan? ¿En serio te parezco lindo?
—No finjas. Sabes que sos hermoso. ¿No es por eso que las mujeres andan como locas por vos?—remató, irónica.
—Solamente me importa lo que vos pensás, nada más —aseguró él—. Que vos me veas lindo, eso es lo único que cuenta para mí.
—¡Oh, sí, claro! —Permaneció callada unos segundos para retomar sarcásticamente—: Es usted un hombre muy vanidoso, señor Varzi. Se puede saber, ¿por qué quiere que lo vea lindo?
—¿Todavía no lo sabés? —La miró con picardía y comenzó a quitarle el vestido—. Quiero que me veas el hombre más apuesto del mundo para que solamente me desees a mí. Quiero que me desees como yo te deseo a vos. Quiero que, cuando estés lejos de mí, sientas la misma desesperación que yo siento. Y cuando me tengas cerca, no puedas evitar tocarme, como me pasa a mí. Quiero que pienses en mí día y noche, que todo te haga acordar a mí, hasta la cosa más insignificante; yo veo tu cara y tu cuerpo donde voy. Todos mis lugares están llenos de vos. ¿Entendés, Marlene? Quiero ser lo único para vos.
Sorprendida ante semejante confesión, quedó sin habla, y, mientras él continuaba desabotonándole el traje, ella le acarició los músculos de los brazos, le besó los hombros y le enredó los dedos en el jopo.
El erotismo descarado e implacable de Carlo la estremeció y, aunque un poco asustada, lo dejó actuar en libertad; se entregó a él y le permitió hacer cuanto quisiera. Tierno y manso mientras le dirigía las indicaciones del amor, suave, incluso romántico, no cesaba de preguntarle "¿Estás bien, chiquita?"; la acariciaba, la besaba. Un momento, al notarla insegura, le susurró que no se preocupara, que no le haría daño, que iría lento. Luego, se miraron intensamente, y la pasión que fluyó de los ojos de Varzi habría resultado suficiente para desvanecerla de placer, sin embargo, él le dio más al aferrarse a su cuerpo y besarla con ardor, al estudiarla ávidamente con las manos, al revelarle partes íntimas y secretas que, supo, siempre reclamaría como propias. Micaela inspiró profundamente y se abrió a él. Más consciente esta vez, percibió sensaciones que la colmaron, que la desbordaron. Se le aceleraron las pulsaciones, energías extrañas la recorrieron, y nació en ella el anhelo de no volver a separarse de ese hombre.
El ruido de un aleteo en la ventana lo despertó. Se estiró entre las sábanas y encontró con la mano el cuerpo tibio de Micaela. Se alegró al verla allí, tan tranquila. Habían gozado juntos, y, en el momento de mayor placer, ella había pronunciado su nombre.