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Authors: John Grogan

Tags: #Romántico, Humor, Biografía

Marley y yo (10 page)

BOOK: Marley y yo
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—Bien, señoras y señores, a la de tres…

Cuando la clase acabó, me pidió que me quedase unos minutos más. Esperé con
Marley
a que la instructora respondiese a preguntas que le hacían otros estudiantes de su clase. Cuando se hubo ido el último, se volvió hacia mí y en un tono casi conciliatorio, me dijo:

—Creo que su perro es aún un poquito joven para un curso de obediencia estructurado.

—Es muy travieso, ¿no es cierto? —dije, sintiendo que nacía una especie de camaradería entre los dos, gracias a la humillación que había compartido conmigo.

De pronto empecé a darme cuenta de adónde quería ir a parar.

—¿Está usted…

—Distrae a los demás perros.

—… tratando de decirme…

—El animalito es demasiado excitable.

—…que nos echa de la clase?

—Pero puede volver a traerlo dentro de unos seis u ocho meses.

—¿Así que nos echa?

—Puedo devolverle todo el dinero.

—Nos echa usted.

—Sí. Los echo —dijo finalmente.

Marley
, como si se hubiera enterado, levantó la pata y largó un río de orina que no fue a parar a los pies de su amada instructora por una cuestión de centímetros.

A veces, un hombre debe enfadarse para ponerse serio. Doña Mandona me había hecho enfadar. Yo tenía un labrador retriever hermoso, de pura raza, un orgulloso miembro de la raza más famosa por su capacidad para guiar a los ciegos, rescatar víctimas de desastres, ayudar a los cazadores y coger peces en aguas borrascosas, todo con una tranquila inteligencia. ¿Cómo se atrevía esa mujer a excluirlo de sus clases tras sólo dos lecciones? Es cierto que era un animal muy animado, pero no tenía más que buenas intenciones. Yo iba a demostrarle a esa insufrible engreída que
Grogan’s Majestic
Marley
of Churchill
no se daba por vencido así como así. ¡Ya volveríamos a vernos las caras con esa mujer!

Lo primero que hice a la mañana siguiente fue salir al jardín de atrás con
Marley
. «Nadie echa a los chicos Grogan de la escuela de obediencia», le dije. «Conque no puede ser adiestrado, ¿no? Pues ya veremos si es adiestrable o no. ¿No es cierto?»
Marley
pegó unos cuantos saltos. «Podemos lograrlo, ¿no,
Marley
?» Él se contoneó. «¡No te oigo! ¿Podemos lograrlo?»
Marley
aulló. «Eso está mejor. Ahora, manos a la obra.»

Empezamos con la orden de sentarse que veníamos practicando desde que
Marley
era pequeñito y a la que respondía bastante bien. Me puse encima suyo y, con mi mejor aspecto de líder, le ordené que se sentara con voz calma pero firme.
Marley
se sentó y yo lo alabé. Repetimos el ejercicio varias veces. Después comenzamos con la orden de tumbarse, otro que veníamos practicando.
Marley
, estirando el cuello, me miraba a los ojos con atención y esperaba mi orden. Levanté una mano lentamente hacia arriba y allí la sostuve mientras él esperaba la orden. Bajándola de repente, hice chasquear los dedos, apunté hacia abajo y dije: «¡Abajo!»
Marley
se dejó caer sobre el suelo con estruendo. Si le hubiese estallado un mortero detrás, no se habría echado con más gusto. Jenny, que estaba sentada en el porche con su café, también lo notó y le gritó: «¡Ojo que viene otro!»

Después de dejarse caer varias veces sobre el patio, decidí probar la orden de acercarse cuando se lo llama. Mientras
Marley
y yo nos mirábamos, extendí la mano mostrándole la palma y la mantuve así delante de mí, como un agente de policía deteniendo el tráfico. «¡Quieto!», dije, y di un paso hacia atrás. Él estaba inmóvil, mirando con ansiedad, esperando la más mínima señal de que podía venir hacia mí. Cuando di el cuarto paso hacia atrás,
Marley
no aguantó más y vino hacia mí a toda velocidad, estrellándose contra mis piernas. Lo regañé y volví a intentarlo otra vez, y otra, y otra. Cada vez me permitía alejarme más antes de lanzarse hacia donde yo estaba. Pasado un rato logré llegar a unos quince metros de distancia con la palma extendida aún hacia él. Allí me detuve y esperé. Él estaba sentado y temblaba todo de pura anticipación. Se notaba cómo aumentaba la energía de su cuerpo; era como un volcán listo para erupcionar. Pero se aguantó. Conté hasta diez, pero
Marley
no se movió. Tenía los ojos clavados en mí y los músculos tensos.
Vale, es suficiente tortura
, pensé. Dejé caer la mano y grité: «¡
Marley
, ven!»

Cuando salió disparado, me puse en cuclillas y lo aplaudí para animarlo. Pensé que se lanzaría a correr por todo el jardín, pero enfiló directamente hacia mí.
¡Perfecto!
, pensé. «¡Venga chaval, venga!», dije. ¡Y vaya si vino…! Cuando vi que se dirigía hacia mí, le grité: «¡Más despacio, chico!», pero él siguió su camino. «¡Más despacio!» Pero se aproximaba a mí con esa mirada vacía, enloquecida, y un instante antes de que me embistiera supe que el piloto había abandonado el timón. Fue como la desbandada de un solo perro. Tuve el tiempo justo para gritarle una última e inútil orden, «¡PARA!», antes de que me embistiese y me tumbase boca arriba con fuerza sobre el suelo. Unos segundos después, cuando abrí los ojos, vi que, tras apoyar las cuatro patas sobre mi cuerpo, se había echado sobre mi pecho y me lamía la cara con desesperación.
¿Qué tal, jefe, cómo lo hice?
Desde el punto de vista técnico,
Marley
había seguido las órdenes con exactitud. Después de todo, yo no le había dicho nada de detenerse cuando llegara junto a mí.

«Misión cumplida», dije con un gruñido.

Jenny se asomó por la ventana de la cocina y nos gritó:

—Me voy a trabajar. Cuando acabéis de haceros mimos, no os olvidéis de cerrar las ventanas. Dicen que lloverá esta tarde.

Le di una galleta al
linebacker
[6]
canino, después me duché y también me fui a trabajar.

Por la noche, cuando llegué a casa encontré a Jenny esperándome en la puerta principal, y supe que estaba molesta por algo.

—Ve a mirar en el garaje —dijo.

Abrí la puerta del garaje y lo primero que vi fue a
Marley
desanimado, echado sobre su alfombra. En esa imagen instantánea alcancé a ver que no tenía bien las patas delanteras ni el hocico. En lugar del color amarillo claro de siempre, las patas y el hocico eran de color marrón oscuro: estaban cubiertos de sangre seca. Aparté la mirada de él y cuando vi el garaje, contuve el aliento. Nuestro búnker indestructible estaba en ruinas. Las alfombritas que le habíamos puesto allí para que no se echara directamente sobre el suelo estaban hechas trizas, la pintura había sido arrancada de las paredes con las uñas y la tabla de planchar estaba tirada en el suelo, con la cubierta de tela hecha jirones. Lo peor de todo era la puerta en la cual yo estaba de pie: parecía haber sido atacada con una máquina trituradora. Había trocitos de madera esparcidos en un semicírculo de unos tres metros de ancho en torno a la puerta, que había sido perforada casi hasta el otro lado. De la parte inferior de la jamba de la puerta faltaba casi un metro y no se la veía por ninguna parte. Donde
Marley
se había lastimado las patas y el hocico había manchas de sangre. «¡Qué barbaridad!», dije, movido más por el asombro que por la ira. Mi mente evocó a la pobre señora Nedermier y el crimen de la sierra en la casa de la acera de enfrente. Tuve la sensación de encontrarme en la escena de un crimen.

De pronto oí la voz de Jenny que venía de atrás.

—Cuando vine a almorzar, todo estaba bien —dijo—. Pero me di cuenta de que iba a llover.

Después, cuando llegó a su despacho, se desató una tormenta muy fuerte, con una cortina de agua, unos rayos potentes y abundantes y unos truenos tan poderosos que casi podían sentirse sobre el pecho.

Cuando Jenny llegó por la tarde,
Marley
, en medio de los restos de su desesperado intento de escaparse, estaba totalmente cubierto de sudor producido por el pánico. Su aspecto era tan patético, que Jenny no había podido regañarlo. Además, el incidente ya había pasado, y él no tendría la más mínima idea de por qué lo regañaban. Pero Jenny estaba tan apenada por el desenfrenado ataque que había sufrido nuestra casa nueva, la casa en la que habíamos trabajado tanto, que no tuvo el coraje de lidiar ni con ello ni con el perro. «¡Ya verás lo que te ocurrirá cuando llegue tu padre!», le había dicho de forma amenazadora, antes de cerrarle la puerta en las narices.

Mientras cenábamos, tratamos de poner en perspectiva lo que decidimos llamar «la salvajada». Todo lo que pudimos imaginarnos fue que cuando se desató la tormenta,
Marley
, solo y aterrorizado, decidió que lo mejor que podía hacer para salvar su vida era empezar a cavar un pasadizo hacia el interior de la casa. Es probable que respondiera a algún antiguo instinto de reclusión ante el peligro de su ancestro, el lobo. Y acometió su objetivo con una eficiencia tan entusiasta que yo habría considerado imposible lograr sin la ayuda de una maquinaria pesada.

Cuando acabamos de lavar y secar los platos, Jenny y yo fuimos al garaje donde
Marley
, que ya se había recuperado, cogió uno de sus juguetes de goma y empezó a moverse en torno a nosotros, procurando que jugásemos un poco con él. Yo lo sostuve, mientras Jenny le quitaba la sangre del cuerpo con una esponja. Luego se quedó mirándonos, sin dejar de mover la cola, mientras limpiamos todo los destrozos. Tiramos a la basura las alfombritas y la cubierta de la tabla de planchar, barrimos los restos de la puerta, limpiamos la sangre que
Marley
había dejado en las paredes e hicimos una lista del material que tendríamos que comprar en la ferretería para reparar todos los daños, los primeros de los muchos que habría de reparar a lo largo de su vida.
Marley
parecía estar encantado con nosotros allí, echándole una mano en sus intentos de remodelación. «No hace falta que te muestres tan contento», le dije, y lo metí en la casa para pasar la noche.

9. De lo que están hechos los machos

Todo perro necesita un buen veterinario, un profesional preparado que pueda mantenerlo sano, fuerte e inmunizado contra las enfermedades. Y también lo necesita todo dueño de un perro, básicamente por los consejos, la seguridad y la enorme cantidad de recomendaciones gratuitas que brindan los veterinarios durante la consulta. Cuando empezamos a buscar uno para
Marley
, tuvimos algunos tropezones. Uno era tan esquivo que al único que vimos fue a su ayudante adolescente; otro era tan viejo, que yo estaba convencido de que no podía diferenciar a un chihuahua de un gato y el tercero no cabía duda de que se inclinaba por atender a los perros de adorno, que caben en la palma de una mano, de las ricas herederas de Palm Beach. Pero un día dimos por fin con el veterinario con que soñábamos. Se llamaba Jay Butan —doctor Jay, para quienes lo tratábamos con confianza— y era joven, listo, concienzudo y extraordinariamente bondadoso. El doctor Jay comprendía a los perros al igual que los mejores mecánicos comprenden a los coches, de forma intuitiva. Era evidente que adoraba a los animales, pero no por eso dejaba de tener una sana conciencia del papel que éstos desempeñan en el mundo de los humanos. Durante los primeros meses lo abrumamos, consultándole hasta las más tontas nimiedades. Cuando a
Marley
le aparecieron unas manchas rugosas en los codos, temí que tuviera una enfermedad cutánea rara y que, a nuestro juicio, podía ser contagiosa. Tranquilos, dijo el doctor Jay, ésos son callos que se producen por estar echado sobre el suelo. Un día,
Marley
bostezó y le vi una mancha de color púrpura en la base de la lengua.
¡Dios mío, tiene cáncer!
, pensé. Un sarcoma de Kaposi en la boca. Pero el doctor Jay nos tranquilizó, diciendo que era una marca de nacimiento.

Una tarde estábamos Jenny y yo en la consulta del doctor Jay para hablar de la neurosis cada vez más profunda de
Marley
respecto de las tormentas. Habíamos tenido la esperanza de que el episodio de la trituradora en el garaje fuera una aberración aislada, pero había sido el comienzo de lo que llegaría a convertirse en una conducta fóbica e irracional que le duraría toda la vida. Pese a la reputación de los labradores como excelentes perros de caza, a nosotros nos había tocado uno que se aterrorizaba ante el estallido de cualquier cosa que superase el descorche de una botella de champán. A
Marley
lo aterrorizaban por igual los fuegos artificiales, los tubos de escape de los coches y los tiros de las armas de fuego. Los truenos eran, en sí mismos, un terror añadido. Incluso una tormenta en ciernes ponía a
Marley
fuera de sí. Si Jenny y yo estábamos en casa, se pegaba a nosotros, temblando y babeando de forma incontrolada, con la mirada intranquila, las orejas bajas y la cola entre las patas, pero si estaba solo se volvía destructivo, destruyendo todo lo que se interpusiera entre él y un supuesto lugar que le diera seguridad. Una vez, Jenny llegó a casa cuando se aproximaba una tormenta y encontró a
Marley
trepando a la lavadora, contoneándose desesperado al tiempo que rascaba las uñas sobre la tapa esmaltada. Nunca llegamos a saber cómo llegó allí ni, en primer lugar, el porqué. Por tanto, sacamos en conclusión que, si las personas pueden cometer locuras, también pueden cometerlas los perros.

El doctor Jay puso un frasco de píldoras en mi mano y me dijo: «No dude en utilizarlas.» Eran sedantes que, a fin de parafrasearlo, «reducirán la ansiedad de
Marley
», a lo que añadió que esperaba que, con la ayuda de ellas,
Marley
pudiera lidiar de manera más racional con las tormentas, hasta llegar a darse cuenta de que no eran más que un montón de ruido inocente. El doctor Jay nos dijo que la ansiedad producida por los truenos no era inusual en los perros, especialmente en Florida, donde grandes tormentas atraviesan la península casi todas las tardes en los calurosos meses del verano.
Marley
olió el frasco que yo tenía en la mano, al parecer anhelante por iniciar una vida marcada por la dependencia de los fármacos.

El doctor Jay empezó a acariciarle el cuello a
Marley
, frunciendo los labios como quien tiene algo que decir y no sabe cómo hacerlo. Por fin dijo:

—Supongo que querrán sopesar con seriedad la posibilidad de neutralizarlo.

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