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Authors: John Grogan

Tags: #Romántico, Humor, Biografía

Marley y yo (8 page)

BOOK: Marley y yo
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Cuando giré tuve que detenerme, pues me quedé de piedra. Hubiera apostado una semana de mi sueldo a que lo que estaba viendo no podía suceder jamás.
Marley
, nuestro perro escandaloso y puro nervio, tenía los hombros entre las rodillas de Jenny y la cabezota apoyada sobre su falda, y, con la mirada dirigida hacia Jenny, gimoteaba dulcemente. La cola le colgaba inerte entre las patas; era la primera vez que no la veía menearse enloquecida cuando nos tocaba a alguno de los dos. Jenny le acarició la cabeza varias veces y luego, sin preámbulo alguno, hundió la cara en la espesa piel del cuello de
Marley
y empezó a sollozar. Eran unos sollozos fuertes, sin cortapisas, que le salían del alma.

Así permanecieron los dos largo rato:
Marley
quieto como una estatua y ella abrazada a él, como si fuera un muñeco gigantesco. Yo me hice a un lado, porque me sentí como un intruso que presencia un acto íntimo y porque no sabía qué hacer. Y entonces vi que Jenny, sin levantar la cabeza, extendía una mano hacia mí, así que me senté junto a ella y la rodeé con mis brazos. Allí nos quedamos los tres, compartiendo nuestra pena en un prolongado abrazo.

7. El amo y la bestia

Al día siguiente, sábado, me desperté al amanecer y encontré a Jenny de espaldas a mí, llorando quedamente.
Marley
también estaba despierto, con el mentón apoyado sobre el colchón, lamentándose otra vez por su ama. Me levanté y preparé café, exprimí unas naranjas, entré el diario e hice tostadas. Varios minutos después, cuando Jenny vino a desayunar con su bata de cama puesta, tenía los ojos secos y lucía una sonrisa valiente, como para decirme que todo estaba bien.

Después del desayuno, decidimos ir con
Marley
hasta el agua, donde se daría un chapuzón. A la altura de nuestro barrio, la costa estaba bordeada de largos malecones de cemento y pilas de cantos rodados, por lo que era imposible acceder al agua. Sin embargo, a unas doce manzanas al Sur, el malecón dibujaba una curva hacia la tierra, con lo cual dejaba a la vista una playuela de arena blanca llena de restos de madera flotante, es decir, un lugar perfecto para los juegos de un perro. Cuando llegamos a la playa, blandí un trozo de madera frente a los ojos de
Marley
y le quité la correa. Se quedó mirando la madera como lo haría un hombre hambriento frente a un trozo de pan, sin perder de vista el trofeo. «¡Búscalo!», grité, mientras lo lanzaba al agua, a la mayor distancia posible. Dando un salto espectacular, salvó el primer obstáculo, la pared de cemento, y atravesando la playa al galope, se metió en el agua poco profunda, salpicándolo todo a su alrededor. Eso es para lo que han nacido los labrador retrievers, lo que llevan estampado en sus genes y en la descripción de sus tareas laborales.

Nadie sabe con seguridad dónde se originaron los labrador retrievers, pero lo que sí sé es que no fue en Labrador. Estos perros acuáticos, de músculos fuertes y pelo corto, aparecieron en el siglo XVII a unos cientos de kilómetros al sur de Labrador, concretamente en Terranova. Allí, según observaron antiguos cronistas, los pescadores locales llevaban consigo a los perros al mar en sus barcas y los utilizaban para ayudar a recoger los sedales y las redes y a repescar los peces que se escapaban de los anzuelos. La piel cubierta de una densa y grasosa pelambre les permitía ser insensibles al agua helada, lo que sumado a su destreza para nadar, su inagotable energía y su habilidad para coger un pez con la boca sin dañarle la piel, los convirtió en perros de trabajo ideales para las duras condiciones de la zona norte del Atlántico.

Tampoco sabe nadie a ciencia cierta cómo es que aparecieron en Terranova. No son oriundos de esa isla y no hay evidencias de que los llevasen los esquimales, que fueron los primeros en establecerse allí. La mejor teoría es la que propone que los hayan llevado pescadores del continente europeo y de Gran Bretaña, muchos de los cuales abandonaron sus barcos y establecieron comunidades en la costa. A partir de allí, lo que ahora se conoce como labrador retriever puede haber surgido de un cruce libre, no intencionado, de razas, y es probable que comparta ancestros con la raza de los terranova, perros más grandes y peludos.

Sea cual sea su origen, pronto fueron los cazadores de la isla los que pusieron a estos increíbles retrievers a trabajar persiguiendo pájaros terrestres y acuáticos. En 1662, W. E. Cormack, oriundo de Saint John’s, Terranova, viajó a pie por la isla y reparó en la abundancia de perros acuáticos locales que, según descubrió, estaban «admirablemente adiestrados para perseguir presas acuáticas y… [para ser] útiles en general». Los miembros de la alta burguesía británica tomaron nota de ello y hacia comienzos del siglo XIX empezaron a importarlos a Inglaterra a fin de que los cazadores los usaran para perseguir faisanes, urogallos y perdices.

Según el Labrador Retriever Club, un grupo de interesados en el tema que se formó, a escala nacional, en 1931 y que está dedicado a la preservación de la integridad de la raza, el nombre labrador retriever apareció de forma fortuita en la década de 1830 cuando el tercer conde de Malmesbury, en un aparente desafío geográfico, escribió largo y tendido al sexto duque de Buccleuch acerca de su impecable raza de retrievers. «A los míos los he llamado siempre perros labrador», escribió. Y a partir de entonces, el nombre cogió vuelo. El buen conde señaló que hacía cuanto podía para mantener «la raza lo más pura desde el comienzo». Sin embargo, hubo otros menos escrupulosos en cuanto a la genética y permitieron que los labradores se cruzaran con otros retrievers con la esperanza de que transfirieran sus excelentes cualidades. Pero los genes de los labradores se mostraron indómitos y la raza del labrador retriever siguió siendo única, y el 7 de julio de 1903 fue reconocida como tal por el Kennel Club of England.

B. W. Ziessow, un entusiasta y antiguo criador, escribió lo siguiente para el Labrador Retriever Club: «Los cazadores estadounidenses adoptaron la raza de Inglaterra y posteriormente desarrollaron y adiestraron al perro para que cumpliera las necesidades de caza de este país. Hoy, al igual que en el pasado, el labrador se adentrará ansioso en el agua helada de Minnesota para recoger un ave abatida y, en medio del calor del sudoeste del país, trabajará todo el día persiguiendo palomas. Y todo por una única recompensa: una palmadita por el buen trabajo hecho.»

Ésa era la orgullosa herencia de
Marley
y, al parecer, había heredado al menos la mitad del instinto. Era un maestro cuando se trataba de perseguir a su presa, pero lo que no parecía comprender bien era que tenía de devolverla. Su actitud general parecía ser la de
si tú quieres el palo de vuelta, métete TÚ en el agua a buscarlo
.

Marley
regresó a la playa zumbando, con la presa en la boca. «¡Tráela!», le grité, palmeando las manos. «¡Vamos, tío, dámela!» Se tumbó panza arriba y, excitado, contoneó todo el cuerpo, tras lo cual me obsequió con el agua y la arena que se sacudió. Después, para sorpresa mía, dejó caer el palo a mis pies.
¡Vaya servicio…!
, pensé para mis adentros. Me giré para mirar a Jenny, que estaba sentada en un banco bajo un pino australiano, y levanté los pulgares en señal de triunfo. Pero cuando me agaché para coger el palo,
Marley
, que estaba esperándome, se lanzó hacia delante, lo cogió y salió disparado por toda la playa, haciendo cabriolas. De pronto regresó enloquecido y casi chocó contra mí en su afán de provocarme para que lo persiguiera. Hice uno o dos intentos de quitárselo, pero era evidente que la velocidad y la agilidad estaban de su lado. «¡Se supone que eres un labrador que cobra piezas, no que las escamotea!», le grité.

Pero lo que yo tenía, y mi perro no, era un cerebro desarrollado que al menos superaba mis fuerzas. Cogí un segundo palo y, con gran aspaviento, lo pasé de una mano a la otra y lo blandí de un lado al otro. Mientras tanto, vi que la firmeza de
Marley
iba ablandándose. De pronto, el primer palo que aún tenía entre los dientes y que momentos antes había sido su más preciada posesión en este mundo, había perdido su atractivo. El palo nuevo lo atrajo como una irresistible tentación. Se acercó poco a poco, hasta que lo tuve delante de mí. «Ah, todos los días nace un tonto, ¿no,
Marley
?», cacareé, frotándole el palo en el hocico y viendo cómo se ponía bizco en el intento de no perderlo de vista.

Yo casi podía ver cómo se movía el engranaje de su cabezota mientras él trataba de imaginarse la forma de coger el palo nuevo sin renunciar al anterior. Le tembló el labio superior cuando pensó en hacer un único y rápido ataque para quedarse con ambos palos. Con mi mano libre cogí un extremo del palo que
Marley
tenía en la boca y empecé a tirar de él.
Marley
, por supuesto, tiró hacia sí, con fuerza, mientras gruñía. Le puse el segundo palo en la nariz y, acercándome, le susurré: «Si sabes que lo quieres…» ¡Y vaya si lo quería! La tentación era demasiado fuerte, y yo sentía que él aflojaba la presión sobre el palo. Y de pronto se decidió y abrió las fauces para tratar de coger el segundo palo sin perder el primero. Yo, en un segundo, cogí ambos palos y me los puse por encima de la cabeza. Él saltó en el aire, ladrando y dando tumbos, obviamente sin comprender cómo la estrategia militar que tan bien había estudiado podía haber salido tan mal. «Por eso yo soy el amo y tú eres la bestia», le dije, lo que me valió que me sacudiera más agua y arena en la cara.

Arrojé uno de los dos palos al agua y
Marley
salió disparado tras él, aullando como loco. Cuando regresó era un oponente nuevo, más sabio. Se quedó a unos diez metros de distancia, con el palo en la boca, mirando su nuevo objeto de deseo que, por casualidad, era su antiguo objeto de deseo, el primer palo, que yo sostenía por encima de mi cabeza. Su engranaje mental se puso otra vez en marcha:
Esta vez me quedaré aquí hasta que lo arroje y entonces él no tendrá ninguno y yo tendré los dos
. «Tú crees que soy tonto, ¿no es cierto, perro?», le dije. Me eché hacia atrás y lanzando un gruñido exagerado arrojé el palo que tenía en la mano. Por supuesto,
Marley
corrió desesperado hacia el agua con su palo aún en la boca. Pero yo no había soltado el mío. ¿Y creéis que él lo notó? Pues no. Nadó casi hasta Palm Beach antes de darse cuenta de que yo todavía lo tenía en la mano.

—¡Eres cruel! —gritó Jenny desde el banco.

Yo me giré y vi que se reía.

Cuando
Marley
regresó a la playa, se echó sobre la arena, exhausto, pero no dispuesto a entregar su palo. Le mostré el mío, recordándole cuánto mejor que el suyo era y le di una orden: «¡Tíralo!» Volví a hacer el gesto de arrojar el mío, y el muy tonto se puso otra vez en marcha en dirección al agua. «¡Tíralo!», repetí cuando regresó. Nos tocó ensayarlo varias veces, pero finalmente hizo lo que le dije. Y en el momento preciso en que su palo cayó sobre la arena, le arrojé el que tenía en la mano. Hicimos repetidamente el ejercicio y cada vez parecía comprender el concepto con un poquito más de claridad. Poco a poco la lección se le iba grabando en esa cabezota suya. Si él me devolvía un palo, yo le tiraría el otro. «Es como el intercambio de regalos en la oficina —le dije—. Tienes que dar para poder recibir.»
Marley
se irguió sobre las patas traseras y plantó su boca llena de arena sobre la mía, gesto que interpreté como un reconocimiento por la lección aprendida.

Jenny yo regresamos a casa andando tranquilos, pues por primera vez
Marley
, que estaba agotado, no tiró ni una vez de la correa. Me sentía orgulloso por lo que habíamos conseguido. Jenny y yo llevábamos semanas trabajando con él para que aprendiera ciertos modales, pero progresaba con una lentitud penosa. Era como vivir con un semental salvaje al que intentásemos enseñarle a tomar té en una taza de porcelana. Algunos días yo tenía la sensación de ser Anne Sullivan y de que
Marley
era Hellen Keller. Pensé en San Shaun y la rapidez con que yo, un crío de diez años, había podido enseñarle todo lo que tenía que aprender para ser un gran perro, y me pregunté qué estaría haciendo mal esta vez.

Pero nuestro pequeño ejercicio de recoger palos ofrecía un rayito de esperanza.

—¿Sabes qué? —dije a Jenny—. Me parece que esta vez está empezando a comprenderlo.

Jenny miró a
Marley
, que, caminando junto a nosotros, estaba empapado y cubierto de arena, los labios llenos de saliva espumosa y con el palo que tanto le había costado ganarse aún entre los dientes.

—Yo no estaría tan segura… —comentó Jenny.

A la mañana siguiente, nuevamente me desperté al amanecer por los quedos gemidos de Jenny.

—Vamos… —le dije, rodeándola con mis brazos. Ella apoyó la cara sobre mi pecho y pude sentir cómo sus lágrimas mojaban mi camiseta.

—Estoy bien —dijo—. De veras. Sólo estoy…, bueno, ya sabes.

Y lo sabía. Yo trataba de mostrarme como un soldado valiente, pero yo también tenía esa misma sorda sensación de pérdida y fracaso. Era algo extraño. Menos de cuarenta y ocho horas antes habíamos estado radiantes ante la idea de nuestro nuevo bebé, y ahora era como si el embarazo nunca hubiese existido, como si todo el episodio no hubiese sido más que un sueño del cual nos costaba despertar.

Avanzada la mañana, fui con
Marley
en el coche a comprar alimentos y unas cosas que Jenny necesitaba de la farmacia. Cuando volvíamos, me detuve en la floristería y compré un gran ramo de flores primaverales puestas en un jarrón, con la esperanza de animar un poco a Jenny. Sujeté el jarrón con el cinturón de seguridad del asiento de atrás, junto a
Marley
, para que no se derramase el agua. Cuando pasamos frente al veterinario, decidí que también
Marley
merecía un regalito. Después de todo, él consolaba mucho mejor que yo a la mujer de nuestras vidas. «¡Pórtate bien! Vuelvo enseguida», dije. Estuve en la tienda el tiempo necesario para comprarle un gigantesco hueso para roer.

Minutos después llegamos a casa y Jenny salió a recibirnos.
Marley
bajó del coche dispuesto a saludarla. «Tenemos una sorpresa para ti», dije. Pero cuando llegué al asiento de atrás encontré que la sorpresa era para mí, pues descubrí que en el ramo compuesto originalmente por margaritas blancas, crisantemos amarillos, azucenas de diversas clases y claveles rojos, estos últimos brillaban ahora por su ausencia. Busqué con detenimiento y encontré los tallos decapitados que pocos minutos antes estaban coronados de flores rojas. Las demás flores del ramo estaban intactas. Miré a
Marley
, que bailaba con frenesí, como si estuviera en plena audición para ser contratado para una película musical. «¡Ven aquí!», le grité. Cuando por fin logré abrirle las fauces, encontré allí la irrevocable evidencia de su culpabilidad. En lo más profundo de su garganta, convertido en lo que podía haber sido un trozo de tabaco masticado, había un clavel rojo, y era de suponer que ya se había zampado los demás. Sentí ganas de estrangularlo.

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