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Authors: John Grogan

Tags: #Romántico, Humor, Biografía

Marley y yo (7 page)

BOOK: Marley y yo
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También una noche llamó a la puerta un hombre con un aspecto bastante desesperado y me dijo que iba de visita a una casa en la manzana siguiente, pero que se había quedado sin gasolina. Me pidió si podía prestarle cinco dólares, asegurándome que me los devolvería a primera hora de la mañana siguiente.
Sí, y yo te creo a pies juntillas
, me dije. Cuando en lugar de darle el dinero le ofrecí llamar a la policía, musitó una débil excusa y desapareció.

Pero lo más inquietante fue lo que nos enteramos que había ocurrido en la casita de la esquina frente a la nuestra. Unos meses antes de que nos mudáramos, se había cometido allí un asesinato.

Y no había sido un asesinato cualquiera, sino uno terriblemente espantoso que implicaba a una viuda inválida y una sierra. El caso había aparecido en todos los medios de comunicación y, antes de mudarnos, conocíamos todos sus detalles… todos, salvo la dirección. Y ahora vivíamos justo enfrente de la escena del crimen.

La víctima era una maestra jubilada, llamada Ruth Ann Nedermier, que vivía sola y que había sido uno de los primeros habitantes del barrio. Después de una operación en la cual le sustituyeron una cadera, la mujer contrató una enfermera para que la cuidase de día, lo que resultó ser una decisión fatal puesto que la enfermera, según comprobó con posterioridad la policía, le había estado robando cheques y falsificando la firma.

La anciana estaba frágil físicamente, pero seguía teniendo la mente muy aguda, así que confrontó a la enfermera acerca de los cheques que le faltaban y los inexplicables gastos registrados en la declaración del banco. La enfermera, sobrecogida por el pánico, mató a golpes a la anciana y luego llamó a su novio, quien llegó con una sierra y ayudó a la enfermera a desmembrar el cuerpo en la bañera. Después, pusieron las partes del cuerpo en un baúl grande, echaron la sangre de la mujer por el desagüe y se marcharon.

Según nos contaron los vecinos más adelante, la muerte de la señora Nedermier siguió siendo un misterio durante varios días, un misterio que se resolvió cuando un hombre llamó a la policía para decir que de su garaje emanaba un olor espantoso. Los agentes descubrieron el baúl y su terrible contenido. Cuando preguntaron al hombre cómo había llegado el baúl a su garaje, él les dijo la verdad: su hija le había pedido permiso para guardarlo allí.

Aunque el horroroso asesinato de la señora Nedermier era el acontecimiento más comentado de la historia de nuestro barrio, nadie nos mencionó una sola palabra antes de que compráramos la casa, ni el agente inmobiliario, ni los propietarios anteriores, ni el inspector de viviendas, ni el agrimensor. Llevábamos viviendo en la casa una semana, cuando se presentaron unos vecinos con galletas y un cocido casero, para darnos la bienvenida, y nos contaron la historia. De noche, cuando estábamos acostados, nos resultaba difícil no pensar que a sólo unos treinta metros de la ventana de nuestro dormitorio habían descuartizado con una sierra a una anciana indefensa. Había sido alguien de adentro, nos dijimos, algo que nunca podría pasarnos a nosotros. Pero no podíamos pasar frente al lugar o mirar hacia allí por la ventana del frente sin pensar en lo que había ocurrido.

Tener a
Marley
en casa, y ver con qué respeto lo miraban los extraños, nos daba una sensación de tranquilidad que quizá no habríamos tenido sin él.
Marley
era un grande y amoroso perro tontorrón cuya estrategia defensiva contra los intrusos consistiría, con toda seguridad, en matarlos a lametazos. Pero los predadores y merodeadores que hubiera por allí no tenían por qué saberlo. Para ellos,
Marley
era un perro grande y fuerte e impredeciblemente loco. Y así nos gustaba que fuera.

El embarazo le sentaba muy bien a Jenny, que decidió levantarse al amanecer para hacer ejercicio y sacar a pasear a
Marley
, preparar comidas sanas a base verduras y frutas frescas, dejar de tomar café y gaseosas de dieta y, por supuesto, toda clase de bebidas alcohólicas, al extremo de que no me permitía añadir una cucharada de jerez a un guiso.

Nos habíamos comprometido a mantener el embarazo en secreto hasta que supiéramos con seguridad que el feto estaba bien y que no había riesgos de aborto, pero ninguno de los dos cumplió la promesa. Estábamos tan excitados con la noticia, que fuimos contándoselo a cada uno de nuestros amigos y conocidos, pidiéndoles que no dijeran nada, hasta que acabamos por contárselo a todo el mundo y dejó de ser un secreto. Primero se lo contamos a nuestros padres, después a nuestros hermanos, después a nuestros amigos más íntimos y a los compañeros de trabajo y, por último, a los vecinos. Jenny llevaba diez semanas de embarazo y el vientre empezaba a redondeársele, lo que corroboraba que era verdad, así que ¿por qué no compartir nuestra dicha con todo el mundo? Cuando llegó el día en que Jenny tenía que hacerse la revisión y la ecografía, podríamos haberlo puesto en la tabla de anuncios: John y Jenny esperan un hijo.

Yo no fui a trabajar la mañana que Jenny tenía que visitar al médico y, tal como me habían dicho, llevé una cinta de vídeo nueva para captar las primeras imágenes de nuestro bebé. Una parte de la visita estaba destinada a revisión y, la otra, a darnos información. Nos asignarían a una comadrona que podía responder cuantas preguntas tuviéramos, medir el contorno del estómago de Jenny, escuchar los latidos del bebé y, desde luego, mostrarnos el diminuto cuerpecito que había dentro de ella.

Llegamos a las nueve de la mañana, llenos de expectativas. La comadrona, una amable mujer de mediana edad con acento británico, nos condujo a una salita de exploración y de inmediato dijo:

—¿Les gustaría escuchar los latidos de su bebé?

—¡Y tanto! —le respondimos.

Escuchamos con atención mientras pasaba sobre el abdomen de Jenny una especie de micrófono comunicado a un altavoz. Guardamos silencio, con las sonrisas congeladas en nuestras caras, procurando escuchar los pequeños latidos, pero del altavoz sólo salían interferencias.

La mujer dijo que no había en ello nada inusual.

—Depende de cómo esté ubicada la criatura. A veces no se oye nada. Quizá sea aún un poco pronto. Luego propuso hacerle la ecografía—.

Echemos un vistazo al bebé —dijo con despreocupación.

—Ésta es la primera vez que vemos a nuestro Grogie —me dijo Jenny, radiante.

La comadrona nos llevó hasta la sala donde hacían las ecografías y pidió a Jenny que se tumbase en la camilla junto a la cual había la pantalla de un monitor.

—He traído la cinta —dije, blandiéndola frente a ella.

—Por ahora, téngala usted —dijo la mujer, mientras levantaba la camisa de Jenny y empezaba a pasarle por el estómago un instrumento del tamaño y la forma de un palo de hockey. Vimos en la pantalla del ordenador una masa gris, sin definición alguna—. Parece que así no cogemos ningún sonido —dijo la comadrona, en un tono de voz neutral—. Lo intentaremos con una ecografía vaginal. De esa manera se logran muchos más detalles.

La mujer salió de la habitación y al poco tiempo regresó con otra enfermera, una mujer alta, teñida de rubio, que tenía un monograma en una uña. Se llamaba Essie y, tras pedirle a Jenny que se quitase las bragas, le insertó en la vagina una sonda cubierta de látex. La enfermera tenía razón: la resolución era mucho mejor que la de la otra ecografía. Amplió la visión en lo que parecía un saco pequeñito en medio de un mar gris y, valiéndose del ratón, volvió a ampliar la imagen una y otra vez, pero pese al gran detalle, el saco nos parecía un pequeño calcetín vacío y sin forma. ¿Dónde estaban los bracitos y las piernecitas que según los libros debían estar ya formados a las diez semanas? ¿Dónde estaba la cabecita? ¿Dónde estaba el corazón palpitante? Jenny, con las piernas recogidas hacia un lado para poder ver la pantalla, aún estaba radiante y preguntaba a las enfermeras con una risita nerviosa:

—¿Hay algo allí?

Miré la cara de Essie y supe que la respuesta era la que no queríamos oír. De pronto me di cuenta por qué no había dicho nada mientras ampliaba la imagen. Con una voz muy controlada, Essie respondió a Jenny:

—No lo que se espera ver a la diez semanas.

Apoyé una mano sobre la rodilla de Jenny. Los dos seguimos mirando la mancha que había en la pantalla, como si quisiéramos dotarla de vida.

—Jenny, creo que tenemos un problema. Voy a llamar al doctor Sherman —dijo Essie.

Mientras esperábamos, sin mediar palabra, supe lo que la gente quiere decir cuando habla del desasosiego que lo embarga a uno justo antes de desmayarse. Sentí que tenía los oídos a punto de estallar y que la sangre me bullía en la cabeza, y pensé:
Si no me siento, me caeré al suelo
. ¿No sería humillante que mi fuerte mujer recibiera la noticia mientras su marido estaba tendido inconsciente en el suelo, rodeado de enfermeras que tratasen de reanimarlo con sales? Me senté a medias sobre la camilla, sujetando una de las manos de Jenny entre una de las mías y, con la otra, acariciándole el cuello. Ella tenía los ojos anegados de lágrimas, pero no lloró.

El doctor Sherman, un hombre alto de porte distinguido y de modales secos, aunque amables, confirmó que el feto estaba muerto y dijo:

—Habríamos percibido un latido, sin duda, pero… —Con dulzura añadió lo que ya sabíamos por haber leído libros al respecto: que de cada seis embarazos se produce un aborto, que es la manera que tiene la naturaleza de deshacerse de los débiles, los retardados y los muy deformes. El médico se acercó a Jenny como si fuera a besarla y, acariciándole la mejilla, le dijo—: Lo siento. Podréis volver a intentarlo dentro de un par de meses.

Jenny y yo no dijimos ni una sola palabra. De pronto, la cinta virgen que estaba en el banco que había junto a nosotros me pareció vergonzosa, como un punzante recuerdo de nuestro ciego y cándido optimismo. Sentí ganas de tirarla, de ocultarla. En lugar de ello, pregunté al doctor Sherman:

—¿Y ahora qué hacemos?

—Tenemos que quitarle la placenta. Hace años, ni se hubieran enterado de que había abortado y habrían esperado hasta que comenzara a sangrar.

El médico nos brindó la oportunidad de dejar pasar el fin de semana y regresar el lunes para que Jenny se sometiera a la intervención, que consistía en aspirar el feto y la placenta, sacándolos del útero. Pero Jenny optó porque se lo hicieran de inmediato, algo que también yo prefería.

—Cuanto antes, mejor —dijo al doctor Sherman.

—Vale —dijo él.

Le dio algo que la ayudaría a dilatarse y se marchó. Poco después lo oímos entrar en otra salita de examen y saludar con alegría a otra madre en ciernes.

Cuando nos quedamos solos, Jenny y yo nos abrazamos con fuerza, y así estuvimos hasta que alguien llamó a la puerta. Era una mujer mayor, que no habíamos visto hasta entonces, con una serie de papeles. Tras decirle a Jenny cuánto sentía lo ocurrido, le señaló el lugar donde tenía que firmar para autorizar el procedimiento, reconociendo los riesgos que implicaba la succión uterina.

Cuando el doctor Sherman regresó, puso manos a la obra. Dio a Jenny una primera inyección de Valium y luego otra de Demerol. El procedimiento fue rápido, aunque no indoloro, y se acabó antes de que los fármacos parecieran haberle hecho efecto del todo. Mientras se esperaba que actuaran por completo, Jenny estaba casi inconsciente. Antes de marcharse de la habitación, el doctor Sherman me dijo:

—Asegúrese de que no deje de respirar.

Yo no podía creerlo. ¿Acaso no era trabajo suyo asegurarse de que Jenny no dejara de respirar? La autorización que ella había firmado no decía: «El paciente puede dejar de respirar en cualquier momento debido a una sobredosis de barbitúricos.» Hice lo que me habían ordenado hablándole en voz alta, frotándole el brazo, dándole ligeros golpecitos en las mejillas y diciéndole cosas como: «¡Eh, Jenny! ¿Cómo me llamo?» Pero ella estaba ida.

Pasados unos minutos, Essie asomó la cabeza para ver cómo estábamos. Cuando vio la cara grisácea de Jenny, salió disparada y regresó al momento con una toallita mojada y un frasco de sales que puso junto a la nariz de Jenny, y que sostuvo allí hasta que, tras lo que me parecieron años sin fin, Jenny empezó a moverse, aunque sólo un poquito. Yo no dejaba de hablarle en voz alta, pidiéndole que respirase hondo para que yo pudiera sentirlo en mi mano, pero ella seguía con la cara de color gris. Le tomé el pulso —sesenta latidos por minuto— y, nervioso, cogí la toallita mojada y comencé a frotarle la frente, las mejillas y la nuca. Por fin despertó, aunque sin dejar de estar muy grogui. «Me tenías muy preocupado», le dije. Ella me miró como si tratase de averiguar por qué yo había estado preocupado y luego volvió a dormirse.

Media hora después, la enfermera la ayudó a vestirse y yo la ayudé a salir de la consulta con órdenes estrictas para las dos semanas siguientes: prohibidos los baños de asiento, la natación, las duchas vaginales, los tampones y el sexo.

En el coche, Jenny apoyó la cabeza en el cristal de la ventanilla y, en silencio total, se puso a mirar hacia fuera. Tenía los ojos rojos, pero se negaba a llorar. Yo busqué infructuosamente algo que decirle, pero en realidad, ¿qué podía decirle? Habíamos perdido a nuestro hijo. Sí, podía decirle que volveríamos a intentar tener otro y que eso le pasa a muchas parejas, pero ella no quería escucharlo, así como yo no quería decirlo. Algún día podríamos mirarlo todo desde otra perspectiva, pero no ese día.

Resolví regresar a casa por la ruta bonita, serpenteando por Flagler Drive, que bordea el canal de West Palm Beach desde el norte de la ciudad, donde está la consulta del doctor Sherman, hasta el Sur, donde vivíamos nosotros. El sol reverberaba en el agua y las palmeras se contoneaban ligeramente bajo un cielo despejado por completo. Era un día para sentirse dichoso, pero no para nosotros, que íbamos hacia casa en absoluto silencio.

Cuando llegamos, ayudé a Jenny a recostarse en el sofá y fui hasta el garaje donde
Marley
, como de costumbre, aguardaba nuestro regreso con frenética anticipación. En cuanto me vio cogió su gigantesco hueso y, orgulloso, desfiló con él por todo el lugar, meneando el cuerpo y golpeando la lavadora con la cola como si se tratase de un mazo dándole a un timbal. Me rogaba que intentara quitárselo.

«Hoy no, chaval», dije, dejándolo salir al jardín por la puerta de atrás. Meó con ganas contra el níspero japonés y regresó volando. Bebió agua de su bol, no sin salpicar todo el entorno, y partió raudo por el vestíbulo en busca de Jenny. Sólo me llevó unos segundos cerrar la puerta trasera, secar el agua que había desparramado y seguir sus pasos hacia el salón.

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