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Authors: John Grogan

Tags: #Romántico, Humor, Biografía

Marley y yo (3 page)

BOOK: Marley y yo
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2. Corriendo con los de sangre azul

Nuestro primer acto oficial como flamantes propietarios de un perro fue una pelea. Se inició cuando regresábamos a casa de la granja de la criadora y continuó, con ataques y pullas, durante toda la semana siguiente. No podíamos ponernos de acuerdo con el nombre de nuestro Perro en Liquidación. Jenny rechazaba todas mis sugerencias y yo, las de ella. La batalla se acabó una mañana, antes de marcharnos a trabajar.

—¿
Chelsea
? —Dije— Ése es un nombre tan refinado… Ningún perro toleraría nunca que lo llamasen
Chelsea
.

—Sí, como si supieran la diferencia… —dijo Jenny.


Hunter
—dije—.
Hunter
es perfecto.

—¿
Hunter
? Estás de broma ¿no? ¿O acaso te haces el macho deportista? El nombre es demasiado masculino. Además, tú no has cazado ni un solo día en tu vida.

—El perro es un macho —dije, sublevándome—. Así que se
supone que es masculino
. No conviertas esto en una de tus peroratas feministas.

La cosa iba mal. Yo acababa de quitarme los guantes. Cuando vi que Jenny se disponía a contraatacarme, traté rápidamente de volver a enfocar las deliberaciones en nuestro principal candidato.

—¿Y qué pasa con
Louie
?

—Nada, si se trata de un empleado de la gasolinera —replicó como un rayo.

—¡Eh, no te pases, que así se llamaba mi padre…! Supongo que deberíamos llamarlo como a tu abuelo, ¿no? ¡Buen perro,
Bill
!

En un momento de la pelea, Jenny, sin siquiera darse cuenta de lo que hacía, fue hasta la cadena musical y presionó el botón del casete. Ésa era una de sus estrategias de combate: cuando tienes dudas, ensordece a tu oponente. Los melodiosos compases de
reggae
de Bob Marley empezaron a sonar por los altavoces y tuvieron sobre los dos un efecto apaciguante casi inmediato.

Habíamos descubierto al finado cantante jamaicano cuando nos trasladamos al sur de Florida desde Michigan, donde nuestra dieta permanente consistía en la música de Bob Seger y John Cougar Mellencamp. Pero aquí, en el crisol étnico que era el sur de Florida, la música de Bob Marley se oía por todas partes, incluso cuando hacía una década que el hombre había muerto. La oíamos en la radio cuando íbamos por el bulevar Biscayne, cuando tomábamos cafés cubanos en Little Havana y cuando comíamos cecina de pollo a la jamaicana en restaurancitos de morondanga, en los insulsos barrios de inmigrantes que había al oeste de Fort Lauderdale. También la oímos cuando probamos por primera vez los buñuelos de caracoles marinos en el Festival Goombay de Bahamas celebrado en el barrio de Coconut Grove, de Miami, y cuando anduvimos por Key West en busca de arte haitiano.

Cuanto más explorábamos, más nos enamorábamos, tanto del sur de Florida como uno del otro. Y siempre parecía que, como fondo, teníamos a Bob Marley, pues estaba presente cuando nos asábamos tumbados sobre la arena, cuando pintamos las paredes verdes que tenía nuestra casita, cuando nos despertábamos de madrugada por los berridos de las cotorras salvajes y hacíamos el amor con la primera luz que se filtraba entre las ramas del árbol de pimienta brasileño que estaba junto a la ventana de nuestro dormitorio. Nos enamoramos de la música de Marley por lo que era en sí, pero también por lo que definía, que era ese momento de nuestras vidas en que dejamos de ser dos para convertirnos en uno solo. Bob Marley era la banda sonora de nuestra nueva vida conjunta que iniciamos en este exótico y agitado lugar que no se parecía a ninguno de aquellos en los que habíamos vivido antes.

Y ahora, a través de los altavoces surgió nuestra canción predilecta porque era sobrecogedoramente hermosa y porque nos hablaba con tanta claridad. La voz de Marley llenó la habitación, repitiendo las palabras una y otra vez: «¿Será amor esto que siento?»

Y en ese preciso momento, en perfecta comunión, como si lo hubiésemos ensayado durante semanas, ambos gritamos: «¡Marley!»

—¡Eso es! —exclamé—. ¡Ése es el nombre!

Jenny sonreía, lo cual era una buena señal. Yo traté de probar el nombre diciendo:

—¡Ven,
Marley
! ¡Siéntate,
Marley
! ¡Buen chico,
Marley
!

Jenny se unió con su propia frase:

—¡Eres una ricurita,
Marley
!

—¡Vaya…! Creo que funciona —dije.

Jenny fue de la misma opinión. La pelea se había acabado. Habíamos encontrado el nombre para nuestro cachorro.

A la noche siguiente, entré en el dormitorio donde Jenny leía y dije:

—Me parece que tendríamos que añadirle algo al nombre.

—¿Qué dices? —Preguntó ella—, si a los dos nos gusta.

Yo había estado leyendo los documentos de registro del AKC. Como labrador retriever de pura raza, con sus dos padres debidamente registrados,
Marley
también tenía derecho a estar registrado. Esto sólo era necesario si uno planeaba presentarlo en exposiciones o usarlo como semental, en cuyo caso no había un papel más importante que ése, pero para un simple animal doméstico el registro era algo superfluo. Pese a todo, yo tenía grandes planes para nuestro
Marley
. Ésta era la primera vez que yo me codeaba, incluida mi familia, con algo similar a un ente de alta alcurnia. Tal como
San Shaun
, el perro de mi infancia, yo era un chucho de ancestros corrientes y comunes. En mi linaje había más países que en la Unión Europea.
Marley
era lo más próximo a la sangre azul que yo me encontraría, y no estaba dispuesto a dejar pasar las oportunidades que eso pudiera ofrecer. Debo reconocer que estaba un poco alucinado.

—Digamos que queremos presentarlo en exposiciones —dije—. ¿Alguna vez has visto a un campeón con un sólo nombre? Siempre tienen nombres importantes, como sir
Dartworth de Cheltenham
.

—Y su amo, sir Dorkshire de West Palm Beach —dijo Jenny.

—Hablo en serio —dije—. Podríamos ganar dinero ofreciéndolo como semental. ¿Sabes tú cuánto paga la gente para tener un perro semental de la mejor categoría? Todos esos perros tienen nombres elegantes.

—Haz lo que te venga en gana, cariño —dijo Jenny, y siguió leyendo su libro.

Al día siguiente, después de pasar la noche rompiéndome la cabeza en busca de nombres, acorralé a Jenny junto al lavamanos del baño y le dije:

—He encontrado el nombre perfecto.

Ella me miró con escepticismo y dijo:

—¡Escúpelo!

—Vale. ¿Estás preparada? Aquí va —respondí y, dejando caer lentamente cada nombre, dije—:
Grogan’s

Majestic… Marley… of… Churchill
.

Y por dentro pensé: ¡Vaya si suena a nobleza!

—¡Qué tonto suena eso, tío! —dijo Jenny.

Pero a mí no me importó. Era yo quien tramitaba los documentos, y ya había escrito el nombre en ellos. Y en tinta. Jenny podía hacer todas las muecas que quisiera. Ya veríamos quién reiría más cuando
Grogan’s Majestic Marley of Churchill
fuera objeto de los más grandes honores en la Exposición Canina del Westminster Kennel Club y yo trotase por el ruedo junto a él, delante de una entregada audiencia televisiva internacional.

—Vamos a desayunar, tonto duque mío —dijo Jenny.

3. A casa

Mientras contábamos los días que faltaban para traer a
Marley
a casa, me puse a leer tardíamente cosas sobre los labradores retrievers. Y digo tardíamente porque casi todo lo que leí contenía el mismo decidido consejo: antes de comprar un perro, asegúrese de que ha investigado la raza en detalle, para saber en qué se mete. ¡Vaya!

Era probable, por ejemplo, que a quien viviera en un piso no le conviniera tener un San Bernardo y que una familia que tuviese niños prefiriese evitar los impredecibles chow-chow, así como le resultaría inconveniente a una persona sedentaria, aficionada a pasar interminables horas frente al televisor en compañía de un perro faldero, optar por un collie, que necesita correr y trabajar para estar contento.

Me avergüenza reconocer que ni Jenny ni yo habíamos investigado el asunto antes de decidirnos por un labrador retriever. De hecho, escogimos esa raza basándonos en un único criterio: su aspecto. En el sendero de bicicletas del Intracoastal Waterway habíamos visto retozar junto a sus amos a algunos de esos perros grandes, tontorrones y juguetones que parecen amar la vida con una pasión que rara vez se ve en este mundo. Y más vergüenza me da admitir que lo que influyó en nuestra decisión no fue
El libro de los perros
, la Biblia sobre las razas de perros que publicaba el AKC, ni ninguna otra guía de buena reputación, sino otro peso pesado de la literatura canina,
The Far Side
(El más allá), de Gary Larson. Nos encantaba esa viñeta que Larson llenaba de labradores urbanos que hacían y decían las cosas más estrambóticas posibles. Sí, ¡hablaban! ¿Y qué hay de malo en ello? Los labradores eran animales inmensamente divertidos…, al menos, en las manos de Larson. ¿Y quién podía rechazar un poco de diversión en esta vida? Nosotros quedamos prendados de esos perros.

Ahora, mientras leía artículos más serios sobre los labrador retrievers, me alegré al saber que nuestra elección, por mal informados que estuviésemos, no era demasiado disparatada. Los artículos estaban llenos de brillantes testimonios sobre la personalidad cariñosa y equilibrada que tenían, lo bondadosos que eran con los niños, el carácter pacífico y el deseo de complacer que los caracterizaba. Gracias a su inteligencia y su maleabilidad, se contaban entre los predilectos en el adiestramiento para búsquedas y capturas y como perros guía para ciegos e incapacitados. Todo eso parecía muy conveniente para el perro de una casa en la que, tarde o temprano, habría niños.

En una guía decía: «El labrador retriever es famoso por su inteligencia, su cálido afecto hacia los hombres, su destreza en el campo y su inagotable devoción al trabajo.» En otra se expresaba el asombro ante la inmensa lealtad de los perros de esa raza. Debido a esas cualidades, el labrador retriever había pasado de ser un perro especialmente deportivo, preferido por los cazadores de aves por su habilidad para recoger faisanes y patos abatidos de las aguas gélidas, a ser el perro predilecto de los hogares estadounidenses. Hacía justo un año, en 1990, el labrador retriever había desbancado al cocker spaniel del primer puesto de la lista del AKC como la raza más popular del país. Y desde entonces, ninguna raza ha estado siquiera cerca de quitarle la corona al labrador. En 2004, con 146.692 labradores registrados en el AKC, la raza seguía en ese lugar, que venía ocupando desde hacía quince años de forma ininterrumpida. En segundo lugar, pero a bastante distancia, se contaban los golden retrievers, con 52.550 ejemplares registrados, y, en tercer lugar, los pastores alemanes, con 46.046.

Es decir que, casi de manera accidental, nos habíamos topado con una raza de perro de la que el país entero parecía no hartarse nunca. Y todos esos propietarios no podían estar equivocados, ¿no es cierto? Sin quererlo, habíamos escogido un comprobado triunfador. Y pese a todo, lo que había escrito sobre ellos estaba lleno de inquietantes advertencias.

Los labradores se criaban como perros de trabajo y solían tener una energía ilimitada. Eran muy sociables y no les iba bien que los dejaran solos durante mucho tiempo. Podían ser tozudos y difíciles de entrenar. Necesitaban un riguroso ejercicio diario y podían tornarse destructivos. Algunos se excitaban de forma salvaje y resultaban difíciles de controlar, incluso para los entrenadores de perros. Tenían una infancia que parecía extenderse para siempre, ya que solía durar tres o más años. La larga y exuberante adolescencia requería de una paciencia adicional por parte de sus dueños.

Eran musculosos y, gracias a la crianza a lo largo de los siglos, resistentes al dolor, cualidades que les servían cuando tenían que lanzarse a las heladas aguas de la zona norte del Atlántico para ayudar a los pescadores. Pero en un ambiente hogareño, esas mismas cualidades también significaban que podían ser como el proverbial elefante en una tienda de artículos de porcelana. Eran animales grandes, fuertes y de pecho protuberante, que no siempre eran conscientes de su fuerza. La dueña de uno de ellos me contó con posterioridad que un día que había atado a su labrador macho a la puerta del garaje, mientras ella lavaba el coche justo delante, el perro había visto una ardilla y se había lanzado tras ella, arrancando de cuajo el gran marco de acero de la puerta.

Y después encontré una frase que me llenó de temor. «Los padres pueden ser uno de los mejores indicadores del futuro temperamento de un cachorrito. Una sorprendente parte del comportamiento es hereditario.» Mi mente recordó de inmediato el hado maligno que, cubierto de lodo y echando espumarajos por la boca, salió despavorido del bosque la noche que escogimos a nuestro cachorro. ¡
Dios
!, pensé. En el libro se repetía con insistencia el consejo de que, en lo posible, se viera tanto a la madre como al padre. Y un nuevo recuerdo se apoderó de mi mente: el ligero titubeo de la criadora, cuando pregunté dónde estaba el padre, antes de decir…
Debe de estar por allí
, y la rapidez con que cambió de tema. Todo empezaba a tener sentido. Un comprador de perro con conocimientos habría exigido ver al padre. ¿Y qué habría encontrado? Un derviche enloquecido corriendo a ciegas en medio de la noche, como si lo persiguieran de cerca los demonios. Para mis adentros, rogué que
Marley
hubiera heredado la disposición de su madre.

Dejando a un lado la genética individual, los labradores de pura raza tienen todos ciertas características predecibles. El AKC establece estándares para las cualidades que deben tener los labradores retrievers. Físicamente son robustos y musculosos, con pelo corto, tupido y resistente al clima. La piel puede ser de color negro, marrón chocolate o una gama de amarillos que van desde el crema pálido hasta el rojizo similar al de los lobos. Una de las principales características de estos perros es su cola gruesa y fuerte, que se parece a la de la nutria, con la que pueden barrer todo lo que haya sobre una mesa camilla. Tienen la cabeza grande y un poco cuadrangular, coronada de orejas caídas, y dotada de mandíbulas poderosas. La mayoría de ellos tiene unos 60 centímetros de altura, medida desde los hombros, y el macho típico suele pesar entre 30 y 46 kilos, aunque algunos pueden ser bastante más pesados.

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