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Authors: John Grogan

Tags: #Romántico, Humor, Biografía

Marley y yo (4 page)

BOOK: Marley y yo
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Pero, según el AKC, el aspecto no es todo lo que hace que un labrador sea un labrador. Las pautas de crianza del club establecen que: «El temperamento de un verdadero labrador retriever es tan característico de la raza como la cola de “nutria”. Cuando tiene el carácter ideal, es bondadoso, espontáneo y dócil, está ansioso por complacer y no es agresivo ni con los hombres ni con los animales. El labrador tiene muchas cosas que atraen a la gente. Su buenos modales, su inteligencia y su adaptabilidad lo convierten en un perro ideal.»

¡Un perro ideal! Era imposible encontrar encomios más espléndidos que ésos. Cuanto más leía yo, mejor me sentía con la decisión que habíamos tomado. Incluso las advertencias dejaron de asustarme. Y di por descontado que Jenny y yo nos dedicaríamos de pleno a nuestro cachorro, colmándolo de atención y afecto, y dispondríamos del tiempo necesario, por mucho que fuera, para adiestrarlo adecuadamente en lo tocante a la obediencia y al comportamiento. A los dos nos gustaba mucho dar largas caminatas, por lo que recorríamos el sendero junto al canal casi todas las tardes, después de volver del trabajo, y también muchas mañanas. Por tanto, sería lógico que lleváramos al perro en nuestros paseos, dejando agotado al diablillo. El despacho de Jenny estaba situado a sólo un kilómetro y medio de distancia, por lo cual ella almorzaba todos los días en casa y podría jugar con él para que quemara incluso más energía de la ilimitada cantidad que nos habían advertido que tendría.

Una semana antes de ir a buscar a
Marley
, llamó Susy, la hermana de Jenny que vivía en Boston, anunciándole que ella, su marido y los dos niños, pensaban visitar Disney World la semana siguiente y proponiéndole a Jenny que se les uniera durante unos días. Jenny, tierna tía que siempre buscaba la oportunidad de ver a sus sobrinos —una chica y un chico— se moría de ganas de ir, pero se debatía entre irse o quedarse porque, como decía, «no estaré aquí para traer a nuestro pequeño
Marley
a casa».

—Ve —le dije—. Yo iré a buscar al perro, lo instalaré y lo tendré esperando a que regreses.

Traté de parecer indiferente, pero en mi fuero interno me moría de alegría ante la posibilidad de pasar con el nuevo cachorrito unos días dedicados a establecer el vínculo masculino. Aunque se suponía que
Marley
iba a ser un proyecto conjunto, en pie de igualdad, nunca creí que un perro pudiera tener dos amos. Así, de haber sólo un líder en la casa, quería que ése fuese yo, y esos tres días me darían una ventaja.

Una semana después, Jenny se marchó a Orlando, situada a tres horas y media de coche de nuestra casa. Ese viernes por la noche, después de regresar del trabajo, volví a la granja de la criadora a buscar el nuevo miembro de nuestra familia. Cuando Lori trajo al perro desde la parte de atrás de la casa, me quedé boquiabierto. El animado cachorrito que habíamos escogido hacía tres semanas tenía más del doble de tamaño.
Marley
se lanzó raudo hacia mí y acabó dándose contra mis tobillos, después hizo una pirueta y quedó boca arriba, con las patas en el aire, una postura que deseé que fuera sólo una señal de súplica. Lori debió de haber notado mi extrañeza, porque dijo en viva voz:

—Ya es un niño crecidito, ¿no es cierto? ¡Si viera cómo traga su comida…!

Me incliné sobre el perro, le acaricié la barriga y le dije:


Marley
, ¿Listo para irnos a casa?

Era la primera vez que lo llamaba por su verdadero nombre y me pareció que le iba muy bien.

Cuando llegamos al coche, lo puse sobre el nido que le había hecho en el asiento del copiloto con viejas toallas de playa, pero apenas salimos de la granja empezó a moverse y agitarse para librarse de las toallas. Arrastrándose, se dirigió hacia mí sin dejar de gañir. En la consola que hay entre los dos asientos,
Marley
encontró el primero de los muchos obstáculos que había de encontrar en su vida y quedó atascado con la barriga sobre el freno de mano, las patas traseras colgando junto al asiento del copiloto y las delanteras, junto al asiento del conductor.
Marley
movía las patitas en todas las direcciones, pero siempre en el aire. Se contoneaba y se balanceaba, pero estaba tan encallado como un barco de carga en un banco de arena. Para calmarlo, le acaricié la espalda con la mano y sólo logré que se excitase más y tuviera otro ataque de movimientos frenéticos. Con las patitas traseras intentaba desesperadamente posarse sobre la parte de la consola cubierta de moqueta que había entre los dos asientos. Poco a poco empezó a mover casi rítmicamente las patas traseras en el aire, elevando cada vez más el cuadrante trasero, sin dejar de sacudir furiosamente la cola, hasta que intervino la ley de la gravedad. Cayó resbalándose al otro lado de la consola y, con una cabriola, quedó tendido a mis pies boca arriba. De allí a mi regazo todo lo que tuvo que hacer fue trepar con rapidez.

¡Y qué contento se puso! ¡Desesperadamente contento! Estremeciéndose de placer, enterró la cabeza en mi estómago y empezó a mordisquearme los botones de la camisa. Mientras la cola golpeaba el volante como si fuese la aguja de un metrónomo.

Pronto descubrí que podía modificar el tiempo de sus coletazos con sólo tocarlo. Mientras yo tenía las dos manos al volante, el ritmo que marcaba era de tres golpes por segundo. Pum. Pum. Pum. Pero sólo había que ponerle un dedo sobre la parte superior de la cabeza para que el ritmo cambiase de un vals a una bossa nova. ¡
Pum-pum-pum-pum-pumpum
! Con dos dedos pasaba a marcar el de un mambo. ¡Pum-pumpa-pum-pum-pumpa-pum! Y cuando le ponía la mano entera sobre la cabeza y le masajeaba el cuero cabelludo con los dedos, el ritmo se disparaba como una ametralladora y se convertía en el de una rapidísima samba. ¡
Pumpumpumpumpumpumpum
!

«¡Vaya si tienes ritmo! Estás hecho para el reggae», le dije

Cuando llegamos a casa, lo conduje al interior y le quité el bozal.
Marley
empezó entonces a olerlo todo y no se detuvo hasta que hubo olido hasta el último centímetro cuadrado. Al acabar, se sentó y me miró con la cara ladeada, como si dijera:
Un alojamiento espléndido, pero ¿dónde están mis hermanos y hermanas?

La realidad de su nueva vida no se le hizo patente hasta que llegó la hora de acostarse. Antes de ir a buscarlo, yo había preparado como dormitorio de
Marley
un lugar, en el garaje para un solo automóvil, que había adosado a la casa. Nunca aparcábamos el coche allí, sino que lo usábamos como almacén y lavandería, puesto que habíamos puesto allí la lavadora, la secadora y la tabla de planchar. El lugar era seco y cómodo, y tenía una puerta trasera que daba al jardín cercado, y gracias a que tenía el suelo y las paredes de cemento, era virtualmente indestructible. Llevé el perro al garaje y, con un tono alegre, le dije:

«
Marley
, ésta es tu habitación.»

Yo había dispuesto juguetes para masticar por distintos lugares, había distribuido diarios en el suelo por el centro de la habitación, había puesto un bol con agua a un lado y, en un rincón, una caja de cartón revestida de una vieja colcha. «Y aquí es donde dormirás», le dije, al tiempo que lo ponía en la caja. Aunque él estaba acostumbrado a ese tipo de alojamiento, siempre lo había compartido con sus hermanos. Vi que recorría el perímetro de la caja y que, levantando los ojos, me miraba con tristeza. A modo de prueba, salí del garaje, cerré la puerta y me quedé escuchando. Al principio no se oyó nada, pero después hubo un tímido gemido, apenas audible, al que de inmediato siguió un incontrolable llanto. Sonaba como si alguien estuviese torturándolo.

Abrí la puerta y, en cuanto me vio, dejó de llorar. Me agaché y le hice unos mimos. Después volví a irme y a cerrar la puerta. De pie al otro lado, empecé a contar. Uno, dos, tres… Aguantó siete segundos antes de empezar a berrear otra vez. Repetimos el ejercicio varias veces, pero el resultado fue siempre el mismo. Cansado, decidí que era hora de dejarlo que llorase hasta quedarse dormido. Le dejé la luz del garaje encendida, cerré la puerta, fui hasta el lado opuesto de la casa y me acosté. De poco valieron las paredes de cemento, pues se oían sus lastimosos gemidos. Echado en la cama, traté de ignorarlos, haciéndome la ilusión de que en cualquier momento dejaría de llorar y se dormiría, pero el llanto continuó. Incluso podía oírlo después de envolverme la cabeza con una almohada. Después me puse a pensar que el pobre estaba allí solo, por primera vez en su vida, en un ambiente extraño en el que no había ni el más mínimo olor a perro. Su madre brillaba por su ausencia, y también sus hermanos. ¡Pobrecito! ¿Me gustaría que me hicieran lo mismo a mí?

Aguanté una media hora más antes de levantarme para ir a buscarlo. En cuanto me vio se le iluminó la cara y la cola empezó a golpear contra un lado de la caja. Era como si me dijera:
Ven, entra. Hay lugar de sobra
. En lugar de hacerle caso, cogí la caja con él dentro. Me la llevé al dormitorio y la puse en el suelo, junto a mi cama. Me acosté casi sobre el borde del colchón y dejé que mi brazo colgase dentro de la caja de
Marley
. Así, con mi mano junto a él, sintiendo cómo se elevaba y descendía su caja torácica con cada respiración, fuimos finalmente quedándonos dormidos los dos.

4. Don Meneo

Pasé los tres días siguientes entregado a nuestro nuevo cachorrito. Echado sobre el suelo, lo dejé que campara a sus anchas sobre mí, practicamos la lucha libre —con y sin una vieja toalla— con lo que comprobé, sorprendido, lo fuerte que ya era.
Marley
me seguía a todas partes y trataba de morder todo aquello en lo que pudiera hincar los dientes. Me llevó sólo un día descubrir lo que más le gustó de su casa nueva: el papel higiénico. En un momento dado se metió en el cuarto de baño y, cinco segundo después, apareció con el papel cogido por la boca y empezó a correr por toda la casa, dejando tras de sí una interminable tira de papel higiénico. Ni que decir tiene que la casa parecía decorada para Halloween.

Más o menos cada cuatro horas, lo sacaba al jardín de atrás para que hiciera sus necesidades. Cuando hacía alguna de ellas dentro de la casa, lo regañaba. Cuando hacía pis en el jardín, yo ponía mi cara junto a la suya y lo encomiaba con mi más dulce tono de voz, y cuando hacía caca me comportaba como si acabase de regalarme un billete premiado de la lotería de Florida.

Cuando Jenny regresó de Disney World, prodigó a
Marley
la misma atención que le había dedicado yo, y fue algo sorprendente. A medida que pasaban los días vi en mi mujer un lado de tranquilidad, de bondad y de atención que no sabía que tuviera. Cogía a
Marley
en brazos, lo acariciaba, jugaba con él y le hacía mimos, lo peinaba con esmero, buscándole piojos y pulgas, y se levantaba cada dos horas todas las noches para sacarlo a que hiciera sus necesidades en el jardín. A eso se debió, más que a nada, el hecho de que a las pocas semanas
Marley
no hiciese ninguna de sus necesidades dentro de la casa.

Y casi siempre le daba de comer.

Siguiendo las instrucciones que había en la bolsa, diariamente dábamos a
Marley
tres cuencos grandes de comida para cachorros, que se zampaba en cuestión de segundos. Como lo que entra, debe salir, al poco tiempo el jardín de atrás era tan atractivo como un campo de minas. Ni Jenny ni yo nos aventurábamos a salir sin tener los ojos bien abiertos para ver dónde pisábamos. Si el apetito de
Marley
era enorme, más enormes eran sus deposiciones, unos montículos gigantescos que parecían no haber cambiado de aspecto tras haber ingresado por el otro extremo. ¿Acaso no digería la comida?

Al parecer, sí la digería, porque crecía a pasos de gigante. Al igual que una de esas increíbles plantas trepadoras tropicales que pueden cubrir una casa en cuestión de horas, él se agrandaba de forma exponencial en todas las direcciones. Cada día era un poco más largo, más ancho, más alto y más pesado. Cuando lo traje a casa pesaba diez kilos y a las pocas semanas pesaba en torno a los veinticinco. La deliciosa cabecita que yo podía cubrir tiernamente con una mano mientras lo conducía del criadero a casa se había convertido en algo parecido al yunque de un herrero en cuanto a forma y peso. Sus garras eran enormes, tenía los flancos torneados por los músculos y el pecho casi tan ancho como el de una excavadora. Y tal como prometían los libros, la colita de cachorro se convertía poco a poco en una cola tan gruesa y fuerte como la de una nutria.

¡Y qué cola!
Marley
repartía por todas partes los objetos de la casa que estuvieran colocados por debajo de la altura de nuestras rodillas cuando, excitado, meneaba la cola junto a ellos. Barría con ella lo que hubiera sobre la mesa camilla, tiraba revistas, tumbaba las fotografías que había en los estantes bajos del librero y hacía volar botellas y vasos de vino. Incluso partió uno de los paneles de una puerta acristalada. Poco a poco, cuanto objeto se salvaba de la cólera de su cola acababa en algún lugar alto, fuera del alcance de su arrasador mazo. Cuando nos visitaban amigos que tenían hijos solían decir que ya ¡teníamos la casa preparada para que la habitaran niños!

En realidad,
Marley
no meneaba la cola, sino que meneaba todo el cuerpo, empezando por los hombros delanteros y acabando por la parte de atrás. Nuestro perro era como la versión canina de un Slinky
[4]
. Los dos jurábamos que, por dentro,
Marley
no tenía ni un solo hueso, sino un enorme músculo elástico. Jenny comenzó a llamarlo «Don Meneo».

Y nunca se meneaba más que cuando tenía algo en la boca. Su reacción era la misma en todas las situaciones: coger el zapato, el cojín o el lápiz más próximo —de hecho, se conformaba con cualquier cosa— y empezar a correr con ello en la boca. Al parecer tenía una vocecita en la cabeza que le susurraba: «¡Anda, cógelo! ¡Babéalo todo! ¡Corre!»

Algunos de los objetos que cogía con la boca eran lo bastante pequeños como para que pudiera esconderlos, algo que le complacía sobremanera pues le daba la impresión de que se había salido con la suya. Pero
Marley
nunca habría triunfado como jugador de póquer, porque cuando tenía algo que ocultar no podía dejar de manifestar su regocijo. Aunque la agitación era la característica permanente de su actitud, en determinados momentos se agudizaba y se pegaba unas carreras enloquecidas, como si lo persiguiera un demonio. Era entonces cuando tras un temblor de su cuerpo, sacudía la cabeza de un lado al otro y movía el trasero como si siguiera el ritmo de una danza espástica. Jenny y yo pusimos a esa demostración el nombre de «el Mambo de
Marley
».

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