Authors: Kim Stanley Robinson
Poco mas de una década después de que las naves robot aterrizaran, el cable tenía unos treinta mil kilómetros de largo. La masa del asteroide era de ocho mil millones de toneladas aproximadamente, la masa del cable, de unos siete mil millones. La órbita elíptica del asteroide tenía una periapsis de cincuenta mil kilómetros. Todos los cohetes y conductores de masa de Nuevo Clarke y del cable se pusieron en funcionamiento, algunos de forma continua y la mayoría intermitentemente. Uno de los ordenadores más poderosos jamás creados empezó a funcionar en una de las naves para coordinar los datos de los sensores y determinar qué cohetes tenían que encenderse. El cable, que apuntaba hacia el espacio, empezó a girar hacia Marte con la precisión y delicadeza de un reloj. La órbita del asteroide se hizo más regular.
Otras naves aterrizaron en Nuevo Clarke, y los robots que transportaban iniciaron la construcción de un puerto espacial. El extremo del cable descendió hacia Marte y los cálculos del ordenador alcanzaron una complejidad casi metafísica. La danza gravitatoria del asteroide y el cable con el planeta se hizo aún más precisa, al compás de una música de ritmo cada vez más pausado; a medida que el cable se aproximaba a su posición definitiva, sus movimientos eran más lentos. Si alguien hubiese podido contemplar este espectáculo en toda su extensión, le habría parecido una espectacular demostración física de la paradoja de Zenón, según la cual el corredor se acerca a la meta dividiendo infinitamente la distancia que le queda por cubrir... Pero nadie presenció el espectáculo completo, porque no existía un testigo dotado de los sentidos necesarios para ello. A distancia, el cable podía parecer mucho más fino que un cabello humano, y por tanto sólo eran visibles algunas porciones. Tal vez el ordenador que lo guiaba tenía una visión global de la extensión del cable. Pero para los observadores en la superficie de Marte, en la ciudad de Sheffield, en el volcán Pavonis Mons (la Montaña del Pavo Real), el cable hizo su primera aparición como un pequeño cohete que descendía con un delgado cable guía sujeto a él; como si algún dios allá en el universo hubiese arrojado un delgado sedal de pesca con un anzuelo en su extremo. Desde esta perspectiva de fondo oceánico, el cable en sí siguió al cabo guía hacia el inmenso bunker de hormigón situado al este de Sheffield con una lentitud casi dolorosa, y muchos simplemente dejaron de prestar atención a ese negro trazo vertical en la atmósfera superior.
Sin embargo, llegó el día en que el extremo inferior del cable, con los cohetes encendidos para mantener la posición en medio del viento racheado, entró en el agujero del techo del bunker de hormigón y quedó anclado en el anillo. Ahora la porción de cable por debajo del punto geosincrónico, estaba atrapada por la gravedad marciana; la porción por encima del punto areosincrónico trataba de seguir a Nuevo Clarke en un vuelo centrífugo que lo alejaría del planeta, y los filamentos de carbono del cable soportaban esa tensión; todo el dispositivo rotaba a la misma velocidad que el planeta, anclado sobre el Monte Pavonis y con una ligera oscilación que le permitía esquivar a Deimos. Y todo estaba controlado por el gran ordenador de Nuevo Clarke y la inmensa batería de cohetes desplegada sobre la hebra de carbono.
El ascensor había regresado. Las cabinas subían desde Pavonis y bajaban desde Nuevo Clarke, proporcionando un contrapeso que reducía enormemente la energía necesaria para ambas operaciones. Las naves espaciales se aproximaban al puerto espacial de Nuevo Clarke, y cuando partían aprovechaban el efecto honda del asteroide. El pozo de gravedad de Marte se mitigó así de forma sustancial, y el intercambio con la Tierra y el resto del sistema solar se abarató. Era como si se hubiera vuelto a conectar un cordón umbilical.
Estaba inmerso en una vida perfectamente ordinaria cuando lo reclutaron y lo enviaron a Marte.
La citación llegó en un fax al apartamento que había alquilado un mes antes, cuando él y su mujer habían decidido separarse provisionalmente. El fax era breve:
Estimado Arthur Randolph: William Fort le invita a asistir a un seminario privado. El avión saldrá del aeropuerto de San Francisco el día 22 de febrero de 2101, a las 9 A.M.
Art miró el papel sorprendido. William Fort era el fundador de Praxis, la transnacional que había adquirido la compañía de Art unos años antes. Fort era muy anciano, y se decía que ahora su cargo en la transnacional era honorario. Sin embargo seguía organizando seminarios privados que eran toda una leyenda, aunque se sabía muy poco de ellos. Los rumores decían que Fort invitaba a personal de las compañías subsidiarias, los reunía en San Francisco y, una vez allí, un avión privado los llevaba a un lugar secreto. Nadie sabía lo que ocurría en esos seminarios. Por lo general, los asistentes eran transferidos a otros lugares, y de no ser así mantenían la boca tan cerrada que daba que pensar. Un asunto muy misterioso.
La invitación lo dejó perplejo, y a pesar de la aprensión, se sintió muy complacido. Dumpmines, la empresa de la que Art era cofundador y director técnico, y que se dedicaba a escarbar en antiguos vertederos para recuperar y procesar materiales útiles fechados en épocas más prósperas, había sido adquirida por Fort inesperadamente. Una sorpresa agradable, sin embargo, los empleados de la firma pequeña que era Dumpmines pasaron a ser miembros de una de las organizaciones más ricas del mundo; recibieron acciones, el derecho a voto en la empresa, la libertad para utilizar todos sus recursos. Era como si los hubiesen armado caballeros.
Art ciertamente se alegró, y su mujer también, pero ella mostró un talante elegiaco desde el primer momento. Mitsubishi la había contratado para su departamento de dirección, y las grandes transnacionales, dijo ella, eran como mundos separados. Trabajando los dos para diferentes transnac, era inevitable que se distanciaran aún más. Ya no se necesitaban para conseguir el tratamiento de longevidad, porque las transnac lo proporcionaban con más garantías que el gobierno. Así que era como si viajaran en barcos distintos, dijo ella, que zarpaban de San Francisco con diferentes destinos. Como barcos que se cruzaban en la noche, en realidad.
Art pensaba que habrían podido mantener el contacto entre los dos barcos sí no fuera porque su mujer estaba demasiado interesada en uno de sus compañeros de viaje, uno de los vicepresidentes de Mitsubishi, encargado de la expansión en el Pacífico este. Pero Art fue incluido en el programa de arbitraje de Praxis casi en seguida, y empezó a viajar con frecuencia para tomar clases o arbitrar en las disputas entre pequeñas subsidiarias de Praxis que se dedicaban a la recuperación de recursos, y cuando estaba en San Francisco raras veces coincidía con Sharon. Los barcos de ambos estaban cada vez más distanciados y ya no podían oír sus voces, había dicho ella, y él se encontraba demasiado desmoralizado para rebatir sus afirmaciones. Siguiendo la sugerencia de Sharon, poco después se mudó. Podía decirse que le había dado la patada.
Mientras releía el fax por cuarta vez, se restregó el mentón moreno y sin afeitar. Art era un hombre de constitución robusta y andar desgarbado. Su mujer sostenía que era «patoso», pero él prefería la definición de su secretaria en Dumpmines: «andares de oso». En verdad tenía algo del aire torpe y pesado de un oso, y también la sorprendente rapidez y fuerza de ese animal. Había jugado como defensa en la Universidad de Washington, y aunque era de carrera lenta, sus intervenciones eran decisivas y no había forma de derribarlo. Lo apodaban el Hombre Oso, y pocos se atrevían a intentar un placaje con él.
Se licenció en ingeniería y fue a trabajar a los campos petrolíferos de Irán y Georgia. Durante el tiempo que pasó allí perfeccionó varios procedimientos que permitían extraer el petróleo de esquistos bituminosos extremadamente marginales. Se doctoro en la Universidad de Teherán y luego se trasladó a California, donde se asoció con un amigo en una empresa que fabricaba el oxigeno de inmersión empleado en las plataformas petrolíferas de alta mar. Ese tipo de prospección se realizaba cada vez a mayor profundidad a medida que los depósitos más accesibles se agotaban. Durante esa etapa Art realizó una serie de mejoras tanto en sus equipos de inmersión como en las perforadoras submarinas. Pero un par de años pasados en las cámaras de descompresión sobre la plataforma continental fueron suficientes para él. Vendió las acciones a su socio y volvió a su incesante peregrinar. En rápida sucesión fundó una compañía de construcción de habitáts para climas fríos, trabajó para una firma de paneles solares y construyó torres de lanzamiento de cohetes. Disfrutaba de todos los trabajos, pero con el tiempo descubrió que le interesaban mucho más los problemas humanos que los técnicos. Se metió de lleno en la dirección de proyectos y luego se pasó al arbitraje. Le gustaba intervenir en las disputas y resolverlas a gusto de todos. Era otro tipo de ingeniería, más absorbente y gratificante que la mecánica, y mucho más complicada. Varias de las compañías para las que trabajó durante esos años pertenecían a alguna transnacional, y acabó envuelto no sólo en el arbitraje de disputas entre sus compañías sino también en otras más lejanas que requerían el arbitraje de un tercero. Ingeniería social, lo llamaba él, y le fascinaba.
Cuando fundó Dumpmines asumió la dirección técnica e introdujo importantes mejoras en el SuperRathje, el vehículo robot gigante que realizaba la extracción y selección de los materiales en los vertederos. Pero al mismo tiempo intervino más que nunca en disputas y conflictos laborales. Esa tendencia de su carrera se acentuó después de la adquisición de la compañía por Praxis. Y los días que el trabajo acababa bien, regresaba a casa sabiendo que debería haber sido juez, o diplomático. Sí, en el fondo era un diplomático.
Lo cual hacía más embarazoso aún que hubiese sido incapaz de negociar una solución satisfactoria para su matrimonio. Y no había duda de que Fort, o quienquiera que lo hubiese invitado a ese seminario, estaba al corriente de la ruptura. Era incluso posible que hubiesen puesto micrófonos ocultos en su viejo apartamento y escuchado el patético desorden de sus últimos meses de vida en común con Sharon, lo que no habría dicho mucho a favor de ninguno de los dos. Se encogió sólo de pensarlo, todavía frotándose el mentón áspero, y fue al baño y conectó el calentador agua de portátil. La cara en el espejo mostraba una expresión de ligera incredulidad. Sin afeitar, cincuentón, separado, con el empleo equivocado la mayor parte de su vida, apenas empezando a seguir su auténtica vocación... no era la clase de persona que uno imaginaba recibiendo un fax de William Fort.
Su mujer, o su ex mujer, llamó por teléfono y se mostró igualmente incrédula.
—Tiene que ser un error —afirmó cuando Art le dio la noticia.
Ella llamaba a propósito de uno de los objetivos de su cámara que no encontraba. Sospechaba que Art se lo había llevado al mudarse.
—Voy a ver si lo encuentro —dijo Art.
Fue hasta el armario para mirar en las dos maletas, aún por deshacer. Sabía que el objetivo no estaba allí, pero de todas maneras las revolvió ruidosamente. Si trataba de simular, Sharon lo descubriría. Mientras él buscaba ella continuó hablando y la voz metálica resonó en el apartamento vacío.
—Eso demuestra lo extravagante que es ese Fort. Te encontrarás en una especie de Shangri-La y él llevará cajas de kleenex en vez de zapatos y hablará en japonés, y tú le clasificarás la basura y aprenderás a levitar y no volveré a verte nunca más. ¿Lo has encontrado?
—No. No está aquí.
Cuando se separaron, habían repartido las posesiones comunes: Sharon se había quedado con el apartamento, la colección de figurillas de la mesa de despacho, el atril, las cámaras, las plantas, la cama y el resto del mobiliario. Art se había llevado la sartén de teflón. No había sido, desde luego, el mejor de sus arbitrajes. Pero eso significaba que tenía muy pocos sitios donde buscar el objetivo.
Sharon podía convertir un simple suspiro en una acusación.
—Te enseñarán japonés y nadie volverá a verte jamás. ¿Qué puede querer William Fort de ti?
—¿Asesoramiento matrimonial? —propuso él.
Para sorpresa de Art, muchos de los rumores que corrían sobre los seminarios de Fort resultaron ser ciertos. En el aeropuerto internacional de San Francisco, subió a un gran jet privado con otras seis personas. Tras el despegue, las ventanillas, al parecer con doble polarización, se oscurecieron, y la puerta que llevaba a la cabina del piloto quedó cerrada. Dos de los compañeros de Art jugaron a las adivinanzas, y después de varios virajes suaves a derecha e izquierda, afirmaron que el avión se dirigía a algún sitio entre el sudoeste y el norte. Los siete intercambiaron información; todos pertenecían a la vasta red de compañías de Praxis. Habían volado a San Francisco desde todas partes del mundo. Algunos se sentían excitados al ser invitados a conocer al ermitaño fundador de la transnacional; otros sentían una cierta aprensión.
El vuelo duró seis horas, y durante las maniobras de descenso los dos orientadores se entretuvieron en delimitar el área de su posible localización, un círculo que incluía Juneau, Hawai, Ciudad de México y Detroit, aunque podía ser aún más extenso, señaló Art, si viajaban a bordo de uno de los nuevos aviones aire-espacio, tal vez medio planeta o más. Del avión pasaron a una furgoneta con los cristales tintados y una barrera sin ventanas entre ellos y el conductor. Cerraron las puertas desde fuera.
Después de media hora de viaje, el chófer, un hombre mayor que vestía pantalones cortos y una camiseta con un anuncio de Bali, les abrió la puerta.
La luz del sol los deslumbró. Desde luego aquello no era Bali. Estaban en un pequeño aparcamiento asfaltado rodeado de eucaliptos, al pie de un estrecho valle costero. Hacia el oeste se extendía, por espacio de kilómetro y medio, el océano o un gran lago del que sólo era visible una pequeña porción triangular. Un riachuelo discurría por el valle y desaguaba en una laguna situada detrás de una playa. Los flancos del valle estaban cubiertos de vegetación seca en el sur y de cactus en el norte, y las crestas eran de roca parda y desnuda.
—¿Baja? —propuso uno de los orientadores—. ¿Ecuador, Australia?
—¿San Luis Obispo? —aventuró Art.
El chófer abrió la marcha. Caminaron por una carretera estrecha que llevaba a un pequeño recinto. Allí, acurrucados en el fondo del valle, entre pinos costeros, se levantaban siete edificios de madera de dos pisos. Se alojarían en un par de casitas junto al riachuelo. Dejaron el equipaje en las habitaciones y el chófer los guió hasta el comedor en otro edificio. Media docena de empleados, bastante mayores, les sirvieron una comida sencilla: ensalada y estofado. De vuelta a las habitaciones, los dejaron a su aire.