Authors: Kim Stanley Robinson
—¿ICF? —preguntó Art.
—Índice de Crecimiento Futuro. Es una alternativa a la valoración según el PNB que tiene en cuenta la deuda externa, la estabilidad política, la salud medioambiental y así por el estilo. Una comprobación útil del PNB, que ayuda a los países retrasados que pueden utilizar nuestra ayuda. Los identificamos y entonces ofrecemos una inversión masiva de capital, además de asesoramiento político, seguridad y cualquier cosa que necesiten. A cambio, nos hacemos con la custodia de sus bioinfraestructuras y tenemos acceso a los obreros. Evidentemente, es una asociación, creo que ahí está el futuro.
—¿Cuál es nuestro papel en eso? —preguntó Sam, abarcando con ademán al grupo.
Fort los miró uno a uno.
—Voy a asignar a cada uno de ustedes una tarea distinta. Son confidenciales, y por tanto no deben hablar de ellas. Partirán por separado con destinos diferentes. Realizarán un trabajo diplomático como enlaces de Praxis, y bien trabajos específicos relacionados con la inversión en infraestructuras. Les daré los detalles en privado. Ahora tomemos un almuerzo temprano. Luego los entrevistaré uno a uno.
¡Trabajo diplomático!
, anotó Art en su atril.
Art pasó la tarde vagabundeando por los jardines, mirando los pequeños manzanos crucificados. Al parecer no figuraba entre los primeros en la lista de citas personales de Fort. Se encogió de hombros. Hacía un día nublado, y las flores, cargadas de humedad, temblaban. Sería duro regresar a su estudio bajo la autopista en San José. Se preguntaba qué estaría haciendo Sharon, si alguna vez pensaba en él. Estaría navegando con el vicepresidente, sin duda.
El crepúsculo avanzaba y él se disponía a regresar a la habitación y prepararse para la cena cuando Fort apareció en el sendero central.
—Ah, está aquí —dijo—. Bajemos hasta el roble.
Se sentaron junto al grueso tronco del árbol. El sol descendía entre nubes bajas, y teñía el mundo con el color de las rosas.
—Vive usted en un lugar precioso —dijo Art.
Fort no pareció oírlo. Tenía la vista alzada al cielo y contemplaba la masa de nubes iluminadas por el sol.
Después de unos minutos de silenciosa contemplación, dijo:
—Quiero que usted adquiera Marte.
—¿Que adquiera Marte?
—Sí. En el sentido en que he hablado esta mañana. Estas asociaciones nación-transnacional son el futuro. Las viejas relaciones de banderas acomodaticias eran sugerentes, pero hay que llevarlas más lejos si queremos tener mayor control sobre nuestras inversiones. Lo hicimos en Sri Lanka, y tuvimos tanto éxito que las transnacionales nos han imitado y están reclutando países en dificultades.
—Pero Marte no es un país.
—No, pero está en dificultades. Cuando el primer ascensor fue destruido, su economía se vino abajo. Ahora el nuevo ascensor ya está en posición y van a empezar a suceder cosas. Quiero que Praxis vaya por delante en la carrera. Ya sé que otros grandes inversores continúan allí, compitiendo por una posición ventajosa, y ahora que el ascensor funciona la competencia será más reñida.
—¿Quién explota el ascensor?
—Un consorcio encabezado por Subarashii.
—¿No es eso un problema?
—Bueno, les da una cierta ventaja. Pero ellos no entienden a Marte. Sólo lo ven como una nueva fuente de metales. No ven las posibilidades.
—Las posibilidades de...
—¡De desarrollo! Marte no es solamente un mundo vacío en términos económicos, Randolph, es casi un mundo inexistente. Hay que construir su bioinfraestructura, ¿comprende? Quiero decir que sí uno se limita a extraer los metales y luego a irse a otra parte, que es lo que parecen tener en mente Subarashii y los otros, está tratando a ese planeta como sí no fuera más que un asteroide grande. Y es una estupidez, porque su valor como base de operaciones, como planeta, sobrepasa en mucho el valor de los metales que contiene. Todos los metales juntos tienen un valor total aproximado de veinte billones de dólares, pero el valor de un Marte terraformado está alrededor de los doscientos billones. Un tercio del Valor Mundial Bruto, y eso ni siquiera da una idea aproximada de su valor singular. No, Marte es una inversión en bioinfraestructura como las que he definido. Exactamente lo que Praxis está buscando.
—Pero adquisición... —dijo Art—. ¿A qué se refiere concretamente?
—No a qué, sino a quién.
—¿A quién?
—A la resistencia.
—¡La resistencia!
Fort le dio tiempo para digerirlo. La televisión, los tabloides y las redes estaban llenas de cuentos sobre los sobrevivientes de 2061: se decía que vivían en refugios subterráneos en las tierras salvajes del hemisferio sur, liderados por John Boone e Hiroko Ai, que abrían túneles por todas partes, que mantenían contacto con alienígenas, celebridades muertas y dirigentes del mundo. Art miró a Fort, un auténtico dirigente mundial sorprendido por la súbita certeza de que quizás había algo de cierto en todas esas fantasías pelucidarias.
—¿Existe de verdad? —preguntó. Fort asintió.
—Existe. No estoy en contacto directo con ellos, como usted comprenderá, y no sé cuál es su alcance real. Pero estoy seguro de que algunos de los Primeros Cien viven aún. ¿Recuerda las teorías de Taneev y Tokareva de las que les hablé el primer dia? pues bien, ellos dos, Ursula Kohl y el equipo biomédico que habían formado vivían en la aleta de Acheron, al norte del Monte Olimpo. Durante la guerra, el laboratorio fue destruirlo pero no se encontraron cadáveres. Hace seis años, un equipo de Praxis se trasladó allí y reconstruyó el complejo. Cuando las obras concluyeron, lo bautizaron Instituto Acheron y lo dejaron vacío. Todo está dispuesto pero no hay ninguna actividad, excepto una discreta conferencia anual sobre la teoría eco-económica que ellos propusieron. Sin embargo, el año pasado, cuando se clausuró la conferencia, uno de los equipos de limpieza encontró unas páginas en una bandeja de fax. Comentarios sobre una de las ponencias. Sin firma, sin origen. Pero estoy seguro de que su autor es Taneev o Tokareva, o alguien muy familiarizado con el trabajo de ellos. Y creo que no me equivoco al interpretarlo como un pequeño saludo. Un saludo muy pequeño, pensó Art. Fort pareció leerle el pensamiento.
—Acabo de recibir un saludo más claro. No sé de quién es. Se muestran muy cautos. Pero están allí.
Art tragó con dificultad. Si eso era cierto, se trataba de una noticia importante.
—Y usted quiere que yo...
—Quiero que vaya a Marte. Tenemos un proyecto allí que le servirá de tapadera: recuperar una sección del cable del ascensor caído. Y mientras usted se dedica a eso, yo haré las gestiones para ponerle en contacto con la persona que se comunicó conmigo. Usted no tendrá que tomar la iniciativa. Ellos darán el primer paso. Sólo una cosa: de momento no les dirá qué es exactamente lo que usted intenta hacer. Quiero que trabaje con ellos, que averigüe quiénes son y qué pretenden, y la extensión del movimiento. Y cómo podemos tratar con ellos.
—Es decir, que seré una especie de...
—Una especie de diplomático.
—Yo iba a decir espía.
Fort se encogió de hombros.
—Depende de con quién esté. Mi proyecto ha de permanecer en secreto. Me relaciono con directivos de las otras transnacionales y tienen miedo. Las posibles amenazas al orden establecido a menudo son reprimidas brutalmente. Y algunos ya ven a Praxis como una amenaza. Por eso existe un brazo oculto de Praxis, y la investigación en Marte será una parte de él. Si usted acepta, se unirá a la Praxis oculta. ¿Cree que podrá hacerlo?
—No lo sé. Fort rió.
—Por eso lo escogí para esta misión, Randolph. Usted parece sencillo.
Soy sencillo, estuvo a punto de decir Art, pero se mordió la lengua, y luego preguntó:
—¿Por qué yo? Fort lo miró.
—Cuando adquirimos una compañía, examinamos a su personal. Leí su historial y pensé que usted tenía madera de diplomático.
—O de espía.
—A menudo son diferentes aspectos del mismo trabajo. Art frunció el ceño.
—¿Colocaron micrófonos en mi apartamento, en mi antiguo apartamento?
—No. —Fort volvió a reír.— Nosotros no hacemos esas cosas. Nos basta con el historial.
Art recordó el visionado nocturno de una de las sesiones.
—Eso y una de las sesiones de aquí —añadió Fort—. Para conocerlo mejor.
Art consideró la propuesta. Ninguno de los Dieciocho quería ese trabajo. Ni los estudiantes tampoco, seguramente. Había que ir a Marte y luego introducirse en un mundo invisible del que nadie sabía nada, y quizá para siempre. Mucha gente no consideraría la misión demasiado atractiva. Pero para alguien sin ataduras, quizás en busca de un nuevo empleo, con aptitudes para la diplomacia...
De modo que al final todo aquello sí había resultado ser un proceso de entrevistas. Jefe de Adquisición de Marte. Topo en Marte. Un espía en la casa de Ares. Embajador ante la Resistencia Marciana. Embajador en Marte. Madre mía, exclamó para sus adentros.
—Bien, ¿qué contesta?
—Iré —dijo Art.
William Fort no perdía el tiempo. En cuanto Art accedió a hacerse cargo de la misión en Marte, su vida se aceleró como un vídeo en avance rápido. Esa misma noche volvió a subir a la furgoneta sellada, y luego al avión sellado, esta vez solo, y cuando salió tambaleándose por la cinta mecánica amanecía en San Francisco.
Pasó por las oficinas de Dumpmines y se despidió de amigos y conocidos. Sí, repitió una y otra vez, he aceptado un trabajo en Marte. Recuperar una porción del cable del viejo ascensor. Es temporal. La paga es buena. Regresaré.
Esa tarde fue a su casa y empacó. Sólo tardó diez minutos. Luego se quedó de pie en medio del apartamento vacío, vacilante. Sobre el hornillo de la cocina estaba la sartén, el único vestigio de su vida anterior. Pensó en llevársela. Se detuvo frente a las maletas, atestadas y ya cerradas, y luego retrocedió y se sentó en la única silla con la sartén colgando de su mano.
Al rato llamó a Sharon, esperando encontrarse con el contestador automático; pero estaba en casa.
—Me voy a Marte —graznó.
Al principio ella no podía creérselo, pero cuando al fin lo admitió, se enfadó. Era una deserción pura y simple, huía de ella, pero si tú ya me has dado la patada, trató de decirle Art, pero Sharon ya había colgado. Dejó la sartén sobre la mesa y bajó las maletas a la acera. Al otro lado de la calle, un hospital público que administraba el tratamiento de longevidad estaba rodeado por el gentío habitual, cuyo turno de tratamiento se acercaba, y que acampaba en el aparcamiento del hospital para asegurarse de que las cosas no se torcían. La ley garantizaba el tratamiento a todos los ciudadanos de los EUA, pero las listas de espera en los centros públicos eran tan largas que la gente se preguntaba si viviría hasta que le llegase el turno. Art meneó la cabeza y detuvo a un peditaxi.
Pasó su última semana en la Tierra en un motel en Cabo Cañaveral.Fue un adiós lúgubre, pues Cabo Cañaveral era zona restringida. El lugar estaba ocupado principalmente por policía militar y personal de servicio, que mostraban una actitud bastante grosera hacia «los que se lamentaron demasiado tarde», como ellos llamaban a aquellos que esperaban para la partida. La extravagancia diaria del despegue lo dejaba a uno aprensivo o resentido, y en ambos casos bastante sordo. Por las tardes la gente andaba por ahí con los oídos zumbándoles y repitiendo ¿Qué?, ¿Qué?,
¿Qué? Para contrarrestar el problema la mayoría de los que vivían allí utilizaban tapones para los oídos: estaban sirviendo las mesas en el restaurante o hablando con los cocineros y de repente miraban el reloj, sacaban unos tapones de los bolsillos y se los colocaban, y entonces,
bum
, ahí iba otro cohete Novy Energía con dos transbordadores pegaditos a él, haciendo que el mundo entero temblase como gelatina. «Los que se lamentaron demasiado tarde» corrían a la calle tapándose las orejas para tener otra vista de lo que el futuro les deparaba, y contemplaban afligidos el bíblico pilar de humo y la cabeza de alfiler que describía un arco sobre el Atlántico. Los que vivían allí se quedaban donde estaban mascando chicle, esperando a que el estrépito se apagase. La única vez que demostraron algún interés fue una mañana en que la marea estaba alta y se supo que los asistentes a una fiesta habían nadado hasta la valla que rodeaba el pueblo y se habían colado dentro. Los de seguridad los habían perseguido hasta la zona de lanzamiento y se rumoreaba que varios habían muerto achicharrados por el despegue. Eso bastó para que unos cuantos lugareños saliesen a mirar, como si el pilar de humo y fuego fuese a tener un aspecto diferente.
Y un domingo por la mañana le llegó el turno a Art. Se levantó y se puso el mono provisto para la ocasión, que por cierto le sentaba fatal, moviéndose como en sueños. Se metió en una furgoneta con otro hombre que parecía tan aturdido como él, y le llevaron hasta la zona de lanzamiento. Le comprobaron la identidad por la retina, las huellas dactilares, la voz y la apariencia, luego, sin que hubiera logrado aún comprender el significado del proceso, lo metieron en un ascensor; bajó por un corto túnel, y fue a parar a una diminuta habitación en la que había ocho sillones que recordaban los de un dentista, todos ellos ocupados por personas con los ojos muy abiertos. Lo sentaron y lo ataron, y la puerta se cerró. Debajo de él se oyó un rugido vibrante, y se sintió primero aplastado y después ingrávido. Estaba en orbita.
Tras unos minutos, el piloto se desabrochó el cinturón y los pasajeros lo imitaron y se acercaron a las dos pequeñas ventanas para mirar afuera. Espacio negro, mundo azul, igual que en las películas, pero con la asombrosa alta definición de la realidad. Art vio debajo África Occidental y una gran oleada de náuseas inundó todas las células de su cuerpo.
Empezaba a recuperar ligeramente el apetito, después de una eternidad de mareo espacial, que en el mundo real parecía haber durado sólo tres días, cuando uno de los transbordadores continuos llegó tronando después de girar alrededor de Venus y aerofrenar hasta conseguir una órbita Tierra-Luna lo suficientemente lenta para permitir que los pequeños ferries lo alcanzaran. En algún momento de su mareo espacial, Art y los otros pasajeros habían sido transferidos a uno de esos ferries, que en el momento adecuado despegó y salió en persecución del transbordador. La aceleración del ferry era aún más pronunciada que la del despegue en Cabo Cañaveral, y cuando terminó Art volvía a ser víctima del vértigo y la náusea. Más ingravidez lo hubiese matado, y gimió sólo de pensarlo. Pero, felizmente, en el transbordador había un anillo rotando a una velocidad que generaba en algunas salas lo que ellos llamaban gravedad marciana. A Art le asignaron una cama en el centro de salud que ocupaba una de esas salas, y allí permaneció. Era incapaz de caminar en la peculiar ligereza de la g marciana: saltaba y se tambaleaba, y todavía se sentía magullado interiormente y mareado. Pero se mantenía bastante alejado de la náusea, y estaba agradecido, aunque no fuese un sentimiento apetecible.