Authors: Kim Stanley Robinson
Mucho tiempo atrás Ann había dicho que la hidratación de la atmósfera aceleraría mucho la erosión, y en el acantilado que rodeaba el Espolón había signos que confirmaban esa predicción. La ensenada entre el Espolón de Ginebra y Cabo Solis siempre había sido profunda, pero unos aludes recientes revelaban que su profundidad crecía deprisa. Sin embargo, incluso las cicatrices más frescas, igual que el resto de los barrancos y estratos del acantilado, estaban cubiertas de escarcha. La gran pared tenía la coloración de Sión o Bryce después de una nevada: montículos rojos rayados de blanco.
En el suelo del cañón, a uno o dos kilómetros al oeste del Espolón de Ginebra y paralela a él, había una cresta negra muy baja. Intrigada, Ann caminó hasta ella. Al examinar de cerca la cresta, que no le llegaba más allá del pecho, descubrió que parecía estar constituida del mismo basalto que el Espolón. Sacó el martillo y arrancó una muestra.
Advirtió un movimiento por el rabillo del ojo y se incorporó para mirar. El Cabo Solis estaba perdiendo la nariz. Una nube roja se hinchaba en la base de la pared.
¡Un corrimiento de tierras! Activó el cronómetro, bajó los binoculares sobre el visor y graduó el objetivo hasta que tuvo el promontorio distante bien enfocado. La nueva roca dejada al descubierto por la ruptura era negruzca y parecía casi vertical: una falla de enfriamiento en el dique, quizá... si es que se trataba de un dique. La roca parecía basalto. Y parecía también que la fisura se había extendido por los cuatro mil metros de altura del acantilado.
El frente del acantilado desapareció en la nube de polvo, que se hinchaba como si hubiese estallado una gigantesca bomba. Una explosión, casi subsónica, fue seguida por un débil bramido, como el de trueno lejano. Miró su muñeca: poco menos de cuatro minutos. La velocidad del sonido en Marte era de 252 metros por segundo: la distancia de sesenta kilómetros quedó pues confirmada. Había presenciado el desprendimiento casi desde el principio.
En el interior de la ensenada, una porción más pequeña del acantilado se desplomó también, sin duda a causa de las ondas de choque. Pero parecía una piedrecita que caía en comparación con el promontorio colapsado, que tenía que estar compuesto de millones de metros cúbicos de roca. Era fantástico contemplar uno de los grandes desprendimientos de tierra: la mayoría de areólogos y geólogos tenían que conformarse con simulaciones por ordenador. Unas pocas semanas en Valles Marineris les solucionaría el problema.
Y allí venía, deslizándose sobre el suelo por el borde del glaciar, una masa negra de poca altura coronada por una nube de polvo encrespada,
como en un film ralentizado de un cumulonimbo aproximándose con efectos de sonido incluidos. La masa estaba a bastante distancia del cabo, y con un sobresalto Ann se dio cuenta de que estaba presenciando un desprendimiento de tierra con deslizamiento largo. Se trataba de un fenómeno extraño, uno de los enigmas no resueltos de la geología. La gran mayoría de los deslizamientos avanzaban horizontalmente menos del doble de la altura de caída. Pero algunos de los más grandes parecían desafiar las leyes de la fricción, y recorrían horizontalmente diez veces su caída vertical, y a veces incluso veinte o treinta veces. Recibían el nombre de deslizamientos largos, y nadie había descubierto por qué ocurrían. El Cabo Solis había caído cuatro kilómetros, y por tanto tendría que haber recorrido no más de ocho. Pero ahí estaba, avanzando cañón abajo por el suelo de Melas, directamente hacia Ann. Si recorría sólo quince veces su caída vertical, pasaría por encima de ella y se estrellaría contra el Espolón de Ginebra.
Ajustó el objetivo de los binoculares para enfocar el frente del desprendimiento, visible sólo como una masa agitada bajo la nube de polvo ondulante. Advirtió que su mano temblaba contra el visor, pero no sentía miedo, ni pesar... sólo una sensación de liberación. Todo terminaba ya, y no era culpa de ella. Nadie podría culparla por eso. Ella siempre había dicho que la terraformación la mataría. Rió brevemente y luego entrecerró los ojos, tratando de enfocar mejor el frente de roca. Las primeras hipótesis para explicar los deslizamientos largos confirmaban que la roca se deslizaba sobre una capa de aire atrapada bajo el muro; pero antiguos deslizamientos largos descubiertos en Marte y la Luna habían puesto en duda esa explicación, y Ann coincidía con quienes argumentaban que el aire atrapado bajo la roca se difundía rápidamente hacia la superficie. No obstante, tenía que haber alguna clase de lubricante, y otras teorías proponían una capa de roca fundida originada por la fricción del deslizamiento, ondas acústicas causadas por la caída, o la fricción altamente energética de las partículas atrapadas en la base del deslizamiento. Ninguna de estas hipótesis era del todo satisfactoria, y no había certezas. Lo que se estaba acercando a ella era un misterio fenomenológico.
No había indicios en la masa que se aproximaba bajo la nube de polvo que favoreciera una de esas teorías. Desde luego, no tenía el brillo incandescente de la lava fundida, no había manera de juzgar si era lo suficientemente intenso como para cabalgar sobre su propio estampido sónico. Avanzaba, en cualquier caso, y al parecer Ann iba a tener la ocasión de investigar el fenómeno in situ: su última contribución a la geología, perdida en el momento de realizarla.
Comprobó el cronómetro, y le sorprendió descubrir que ya habían transcurrido veinte minutos. Los deslizamientos largos eran conocidos por su velocidad; el deslizamiento de Blackhawk en el Mojave había avanzado a una velocidad estimada de 120 kilómetros por hora, y eso que bajaba por una pendiente de sólo dos grados. Melas era un poco más empinada. Y el frente del deslizamiento se acercaba deprisa. El sonido estaba subiendo, como el de un trueno cercano. La nube de polvo se elevó y ocultó el sol del atardecer.
Ann se volvió y contempló el gran glaciar de Marineris. Había estado a punto de morir allí en más de una ocasión, cuando era un acuífero reventado fluyendo por las grandes cañones. Y Frank Chalmers había muerto allí, y yacía sepultado en algún lugar bajo el hielo, muy lejos corriente abajo. Muerto a causa de un error de ella, y el remordimiento nunca la había abandonado. Sólo había sido un momento de distracción, pero un error al fin y al cabo. Y algunos errores son irreparables.
Y luego también había muerto Simón, sepultado por una avalancha de sus propios glóbulos blancos. Ahora le tocaba a ella. La sensación de alivio era tan aguda que le dolía.
Se encaró con la avalancha. La roca visible en la base parecía rebotar, parecía, pero no se deslizaba sobre sí misma como una ola desigual. Entonces era cierto que lo hacía sobre algún tipo de lubricante. Los geólogos habían descubierto praderas casi intactas en la superficie de desprendimientos de tierra que se habían desplazado muchos kilómetros, así que esto confirmaba lo que ya se sabía; pero seguía pareciendo muy extraño, incluso irreal: una muralla baja que avanzaba sobre el suelo sin rodamientos, como por arte de magia. El suelo temblaba bajo sus pies, y descubrió que apretaba los puños. Pensó en Simón, luchando con la muerte y siseó. Le parecía injustificable pararse allí esperando el fin; Ann sabía que él no lo aprobaría. Y como homenaje a su espíritu, Ann bajó de la cresta de lava y se apoyó en la rodilla detrás de ella. El grano grueso del basalto se veía mate. Sintió las vibraciones y levantó la vista al cielo. Había hecho lo que había podido, nadie podía culparla. De todas maneras era estúpido que pensara en esas cosas: nadie sabría nunca lo que ella hacía allí, ni siquiera Simón. Él se había ido. Y el Simón que habitaba en su interior nunca dejaría de atormentarla, sin importar la que hiciese. Era hora de descansar y dar las gracias. La nube de polvo rodó sobre la cresta, se levantó un viento súbito...
¡Boom! El impacto acústico la derribó, y luego la levantó y la arrastró por el suelo, y las rocas la aporrearon. La envolvió la oscuridad, estaba a cuatro patas, rodeada de polvo, el fragor de las rocas que lo llenaba todo, el suelo se sacudía bajo sus pies como un animal salvaje...
Las sacudidas disminuyeron. Aún estaba a cuatro patas, y sentía la roca fría a través de los guantes y las rodilleras. Ráfagas de viento despejaron poco a poco el aire. Ann estaba cubierta de polvo y pequeños fragmentos de roca.
Temblorosa, se puso de pie. Le dolían las palmas de las manos y las rodillas, y una de las rótulas estaba entumecida por el frío. Se había torcido la muñeca izquierda, y sintió una punzada de dolor. Se encaramó a la cresta y miró alrededor. El deslizamiento se había detenido a unos treinta metros. El terreno que había en medio estaba cubierto de cascotes, pero el borde del desprendimiento era una pared negra de basalto pulverizado, inclinada hacia atrás en un ángulo de cuarenta y cinco grados, y de veinte o veinticinco metros de altura. Si se hubiese quedado de pie sobre la cresta, el impacto del aire la habría matado.
—Maldito seas —le dijo a Simón.
El borde norte había corrido hasta el glaciar de Melas derritiendo el hielo y mezclándose con él en una humeante artesa de rocas y barro. La nube de polvo impedía ver con claridad. Ann se acercó al pie del desprendimiento. La roca de la base todavía estaba caliente y no parecía más fracturada que la de arriba. Ann contempló el nuevo muro negro; le zumbaban los oídos. No es justo, pensó. No es justo.
Regresó al Espolón de Ginebra, mareada y aturdida. El rover seguía en la carretera sin salida, cubierto de polvo pero intacto. Durante unos minutos se negó a tocarlo. Volvió la vista hacia la larga masa humeante del desprendimiento: un glaciar negro junto a uno blanco. Al fin, abrió la puerta de la antecámara y se metió dentro. No tenía elección.
Ann conducía un poco cada día, salía y paseaba por el planeta, y continuaba con su trabajo obstinadamente, como un autómata.
A ambos lados de la protuberancia de Tharsis se abría una depresión. Al oeste, Amazonis Planitia, una llanura baja que se internaba profundamente en las zonas altas del sur. Al este, la Artesa de Chryse, una depresión que nacía en la Cuenca de Argyre y atravesaba Margaritifer Sinus y Chryse Planitia, su punto más bajo. La media de altura de la artesa era dos mil metros más baja que sus alrededores, y el terreno caótico marciano y buena parte de los antiguos canales de inundación se encontraban en ella.
Ann condujo en dirección este siguiendo el borde meridional de Marineris hasta que se encontró entre Nirgal Vallis y el Aureum Chaos. Se detuvo para reabastecerse en el refugio Dolmen Tor, el lugar a donde Michel y Kasei los habían llevado en la parte final de su escapada por Marineris, en 2061. Ver de nuevo el pequeño refugio no la afectó; apenas lo recordaba. Todos los recuerdos estaban desvaneciéndose, y eso la confortaba. En verdad, ella lo fomentaba concentrándose en el presente con tal intensidad que incluso los instantes se desvanecían, fogonazos que rasgaban la niebla, como los recuerdos en su mente.
Con toda seguridad, la artesa era anterior al caos y los canales de inundación. La protuberancia de Tharsis había sido una tremenda fuente de desgasificación: las fracturas radiales y concéntricas que la rodeaban habían arrojado a la atmósfera los elementos volátiles emanados por el núcleo caliente del planeta. El agua del regolito se había escurrido por las pendientes hacia las depresiones a ambos lados de la protuberancia. Era posible que las drepesiones fueran el resultado directo del levantamiento de la protuberancia, que la litosfera se hubiese curvado hacia abajo en las cercanías de los puntos donde había sido empujada hacia arriba. O podía ser que el manto se hubiese hundido bajo las depresiones, del mismo modo que se había levantado bajo la protuberancia. Los modelos de convección estándar avalaban esa hipótesis, el flujo ascendente tenía que retroceder en algún punto, después de todo, plegándose a los lados y arrastrando la litosfera hacia abajo en el retroceso.
Mientras tanto, en el regolito el agua se había escurrido por las pendientes según su costumbre, y se había acumulado en las artesas, hasta que los acuíferos reventaron y la corteza que los cubría se colapso: de ahí los canales de inundación y el caos. Era un buen modelo de trabajo, plausible y sólido, y explicaba muchos accidentes areológicos.
Ann pasaba los días conduciendo y caminando, buscando una confirmación de la hipótesis de la convección del manto para la artesa de Chryse, vagando por la superficie del planeta, comprobando viejos sismógrafos y recogiendo muestras de roca. Era difícil abrirse camino en la parte norte de la artesa; los acuíferos reventados en 2061 casi bloquearon el camino, y dejaron sólo una estrecha franja entre el extremo oriental del gran glaciar de Marineris y la vertiente occidental de un glaciar menor que ocupaba todo el Ares Vallis. Esa franja era la única manera de cruzar el ecuador al este de Noctis Labyrinthus sin meterse en el hielo, y Noctis estaba a seis mil kilómetros de distancia. Por eso habían construido una pista y una carretera sobre la franja, y se había levantado una ciudad tienda bastante grande en el borde del cráter Galileo. Al sur de Galileo la porción más estrecha de la franja sólo tenía cuarenta kilómetros de ancho, una zona de llanura navegable localizada entre la estribación oriental de Hydaspis Chaos y la parte occidental de Aram Chaos. Conducir por esa zona era complicado, y Ann avanzaba por el borde de Aram Chaos mirando el terreno destrozado.
Al norte de Galilei el camino mejoró. Y casi sin darse cuenta ya había dejado atrás la franja, y estaba en Chryse Planitia. Ése era el corazón de la artesa: tenía un potencial gravitatorio de –0.65; el punto más ligero del planeta, más aún que Hellas o Isidis.
Pero un día condujo hasta lo alto de una colina solitaria y descubrió que había un mar de hielo en medio de Chryse. Un glaciar había bajado desde Simud Vallis acumulándose en el punto bajo de Chryse, y se había extendido hasta convertirse en un mar de hielo que se perdía en los horizontes al norte, nordeste y noroeste. Ann rodeó lentamente la orilla occidental y luego la orilla norte. El mar tenía unos doscientos kilómetros de ancho.
Cierto día, al caer la tarde, detuvo el rover en el borde de un cráter fantasmal y contempló la extensión de hielo quebrado: había habido tantos reventones en 2061... Buenos areólogos estaban trabajando con los rebeldes en aquellos días: localizaban los acuíferos y preparaban explosiones o fusiones de reactor en el punto preciso donde las presiones hidrostáticas eran mayores. Era evidente que habían utilizado muchos de los descubrimientos de Ann.