Authors: Kim Stanley Robinson
Al sur, el nuevo Enchufe parecía un titánico bunker de hormigón: el nuevo cable del ascensor se levantaba hacia el cielo como una versión del truco indio de la soga, delgado, negro y recto como una plomada. La porción visible parecía un rascacielos muy alto, y dada la desolación que lo rodeaba y la inmensidad del desnudo pico rocoso del volcán, parecía muy frágil, como si fuese un único filamento de nanotubo de carbono y no un manojo de millones de ellos, la estructura más resistente jamás creada.
—Qué extraño —dijo Art, sintiéndose hueco e inestable.
Después de la visita a las ruinas, Adrienne los llevó a un café restaurante en el centro de la nueva ciudad, donde comieron. Podían haber estado en el corazón de un barrio de moda en cualquier ciudad: Houston, Tbilisi u Otawa, en un lugar donde el bullicio de la construcción revelaba una prosperidad reciente. Cuando emprendieron el regreso a sus alojamientos, el metro les pareció igualmente familiar, y cuando salieron, el vestíbulo del edificio de Praxis era el de un hotel de lujo. Todo familiar, tanto que volvió a impresionarle entrar en su habitación y ver, al asomarse a la ventana, el sobrecogedor espectáculo de la caldera: la realidad de Marte, inmenso y rocoso, que parecía atraerlo con una fuerza irresistible a través de la ventana. Y de hecho, si el cristal se rompiese, con la diferencia de presión ese espacio lo absorbería de inmediato. Una eventualidad improbable, pero aun así la imagen le provocó un escalofrío. Corrió las cortinas.
Y después de eso las mantuvo siempre corridas, y procuró mantenerse lejos de la ventana. Por la mañana se vestía, dejaba la habitación deprisa y asistía a las sesiones de orientación que dirigía Adrienne, junto a una docena de recién llegados. Después de comer con algún compañero, durante la tarde paseaba por la ciudad, trabajando con aplicación en la mejora de su técnica de marcha. Una noche se decidió a enviar un informe codificado a Fort:
En Marte, recibiendo orientación. Sheffield es una ciudad hermosa. Mi habitación tiene una vista magnifica.
No hubo respuesta.
La orientación de Adrienne incluía visitar muchos de los edificios de Praxis, tanto en Sheffield como en el borde este, para conocer a la gente que dirigía las operaciones marcianas de la transnacional. Praxis tenía una presencia más importante en Marte que en Norteamérica. Durante sus paseos de la tarde Art trataba de determinar la fuerza relativa de las transnacionales observando las pequeñas placas de los edificios. Todas estaban allí: Armscor, Subarashii, Oroco, Mitsubishi, Shellalco, Gentine, todas. Y todas ocupaban un complejo de edificios o incluso barrios enteros de la ciudad. Era evidente que su presencia se debía al ascensor, que había convertido a Sheffield nuevamente en la ciudad más importante del planeta. Estaban invirtiendo el dinero a manos llenas en la ciudad, construyendo subdivisiones submarcianas, e incluso suburbios enteros con tienda independiente. La verdadera riqueza de las transnacionales se manifestaba en todas las construcciones. Y también, pensó Art, en la manera de moverse de la gente: había muchos que andaban a saltos por las calles, tan torpes como él mismo, ejecutivos o ingenieros de minas o profesionales diversos recién llegados, con el ceño fruncido, concentrados en el simple acto de caminar. No era ninguna hazaña distinguir a los nativos, altos y jóvenes, y con una coordinación felina; pero estaban en franca minoría en Sheffield, y Art se preguntó si ocurriría lo mismo en el resto de Marte.
En cuanto a la arquitectura, el espacio bajo la tienda estaba muy solicitado, y por eso los edificios eran voluminosos, a menudo cúbicos, ocupaban las parcelas hasta la calle y se alzaban hasta casi tocar la tienda. Cuando se hubiesen concluido todas las obras, sólo la red de diez plazas triangulares, los anchos bulevares y el parque curvo a lo largo del borde evitarían que la ciudad fuese una masa continua de rascacielos revestidos de piedra pulida de todas las tonalidades del rojo. Era una ciudad concebida para los negocios.
Y Art tenía la impresión de que Praxis iba a obtener una buena tajada en esos negocios. Subarashii era el contratista general del ascensor, pero Praxis suministraba el software, como había hecho con el primer ascensor, y también algunas cabinas y parte del sistema de seguridad. Se enteró de que todas esas asignaciones las había hecho un comité, la Autoridad Transitoria de las Naciones Unidas, supuestamente parte de las Naciones Unidas, pero controlado en realidad por las transnac. Y Praxis se había mostrado tan agresiva como las demás en ese comité. William Fort podía estar interesado en la bioinfraestructura, pero obviamente las infraestructuras corrientes no estaban excluidas del campo de operaciones de Praxis. Había divisiones de Praxis construyendo sistemas de suministro de agua, pistas de trenes, ciudades en los cañones, generadores de energía eólica y plantas areotermales. Sin embargo, las fuentes de energía locales eran la especialidad de la subsidiaria de Praxis Energía Interior, y eso hacía, trabajar duro en la retaguardia.
La subsidiaria local de recuperación, el equivalente marciano de Dumpmines, se llamaba Oroboro, y al igual que Energía Interior era bastante pequeña. A decir verdad, como los empleados de Oroboro se apresuraron a informarle a Art la mañana que los visitó, no había una gran producción de basura en Marte, casi todo se reciclaba o se utilizaba para crear suelo agrícola, de modo que el vertedero de los asentamientos era más bien un depósito para guardar materiales variados en espera de ser reutilizados. Oroboro, por tanto, se ocupaba de encontrar y recoger la basura y las aguas residuales digamos recalcitrantes —tóxicas, aisladas o simplemente molestas—, y luego buscaba formas de remilgarlas.
El equipo de Oroboro en Sheffield ocupaba una planta en el edificio de Praxis en la parte baja de la ciudad. La compañía había iniciado sus actividades excavando en la vieja ciudad antes de que las ruinas fuesen arrojadas por el borde de la caldera con tan poca ceremonia. Un hombre llamado Zafir dirigía el proyecto de recuperación del cable caído. Él, Adrienne y Art fueron a la estación de trenes y tomaron un suburbano. Un corto trayecto a lo largo del borde oriental los llevó a una línea de tiendas en las afueras. Una de las tiendas era el almacén de Oroboro, y junto a ella, entre otros muchos vehículos, había una gigantesca fábrica móvil, a la que llamaban la Bestia. La Bestia dejaba el SuperRathje a la altura de un utilitario: era un edificio más que un vehículo, y casi enteramente robótico. Otra Bestia ya estaba en el exterior procesando el cable en Tharsis oeste, y le asignaron a Art una inspección sobre el terreno. Zafir y un par de técnicos le enseñaron las entrañas del vehículo de entrenamiento. Terminaron la visita en un amplio compartimiento en el piso de arriba, donde se alojaban los visitantes.
Zafir estaba entusiasmado por lo que la Bestia había encontrado en Tharsis.
—La verdad es que con sólo la recuperación del filamento de carbono y las hélices de gel de diamante ya tenemos una fuente de ingresos básica —dijo—. Y hemos encontrado algunas exóticas rocas metamórficas brechadas en el hemisferio final de la caída. Pero lo que le interesará de veras serán los
buckybalh
. —Zafir era un experto en esas diminutas esferas geodesicas de carbono llamadas
buckminsterfullerenes
, y hablaba de ellas con entusiasmo—. Las temperaturas y las presiones en la zona de caída al oeste de Tharsis resultaron ser similares a las que se emplean en los reactores de arco para la síntesis de los
fullerenes
. Así que tenemos cien kilómetros de cable en los que el carbono de la parte inferior está constituido casi enteramente por buckyballs. Casi todos de sesenta, pero hay algunos de treinta, y distintos
superbuckies
.
Algunos de los superbuckies contenían átomos de otros elementos atrapados en las redes de carbono. Esos «
fullerenes
rellenos» eran útiles en la fabricación de compuestos, pero muy costósos de obtener en laboratorio debido a la gran cantidad de energía requerida. Por tanto, era un hallazgo extraordinario.
—Ahora estamos clasificando los
superbuckies
para cuando llegue su cromatógrafo de iones.
—Comprendo —dijo Art.
Art había trabajado con cromatógrafos de iones en los análisis en Georgia, y ésa era la razón aparente para que lo enviaran allí, al fin del mundo. En los días que siguieron, Zafir y algunos técnicos instruyeron a Art en el manejo de la Bestia. Acabada la clase solían comer juntos en un pequeño restaurante en la tienda de las afueras en el borde este. Después de la puesta de sol tenían una vista magnífica de Sheffield, a unos treinta kilómetros sobre el borde curvo, resplandeciendo en el atardecer como una lámpara suspendida sobre el abismo negro.
Mientras comían y bebían, las conversaciones rara vez derivaban hacia el proyecto de Art, y considerando la cuestión Art concluyó que tal vez se trataba de una cortesía deliberada por parte de sus colegas. La Bestia funcionaba de manera autónoma y a pleno rendimiento, y aunque la clasificación de los recién descubiertos
fullerenes
rellenos planteaba algunos problemas, seguro que allí había técnicos en cromatógrafos de iones que podían solucionarlos sin necesidad de ayuda. Por tanto, no había razón para que Praxis mandase a Art desde la Tierra. Tenía que haber gato encerrado. Y por eso el grupo evitaba el tema, para que Art no se viera obligado a mentir, encogerse de hombros o apelar de manera explícita a la confidencialidad.
Art se habría sentido incómodo en cualquiera de esas actitudes, y apreció el tacto que demostraban. Pero eso imponía también una cierta distancia en las conversaciones. Fuera de las clases de orientación raras veces coincidía con los otros recién llegados de Praxis, y no conocía a nadie mas en la ciudad o en el planeta. Se sentía un poco solo y veía transcurrir los días con una creciente sensación de inquietud, de opresión incluso. Seguía ocultando el panorama de la caldera con las cortinas y comía en restaurantes alejados del borde. La situación empezó a parecerse a la vivida en el
Ganesh
, que ahora recordaba como terrible. Algunas veces tenía que rechazar la sensación de que había sido un error dejar la Tierra.
Por eso, después de la última charla de orientación, en un almuerzo informal en el edificio de Praxis, Art bebió más de lo acostumbrado e inhaló de una alta bombona un poco de óxido nitroso. Le habían dicho que la inhalación de drogas recreativas era una costumbre bastante extendida entre los obreros de la construcción marcianos, e incluso había pequeñas bombonas de diversos gases en los expendedores de algunos lavabos públicos. En verdad, el óxido nitroso incrementaba la cualidad burbujeante del champán; era una buena combinación, como los cacahuetes y la cerveza, o el helado y la tarta de manzana.
Luego paseó por las calles de Sheffield saltando erráticamente, sintiendo que el champán nitroso combinado con la gravedad marciana lo hacía sentirse demasiado ligero. Técnicamente pesaba alrededor de cuarenta kilos en Marte, pero mientras caminaba se sentía como si sólo fueran cinco. Una sensación extraña y desagradable. Como si caminase sobre vidrio encerado.
Estuvo a punto de chocar con un hombre joven, un poco más alto que él, de cabellos negros, esbelto y grácil como un pájaro, que lo esquivó y luego lo ayudó a mantener el equilibrio, todo con el mismo movimiento suave y fluido.
El joven lo miró a los ojos.
—¿Es usted Arthur Randolph?
—Sí —contestó Art sorprendido—. Yo soy. ¿Y quién es usted?
—Soy la persona que contactó con William Fort —dijo el joven.
Art se detuvo bruscamente, y se balanceó. El joven lo mantuvo derecho con una suave presión, y Art sintió el calor de la mano en su brazo. El joven sonreía amigablemente y su mirada era franca. Debía de tener unos veinticinco años, juzgó Art, o tal vez menos; un joven apuesto de piel cobriza, gruesas cejas negras y ojos ligeramente asiáticos sobre unos pómulos prominentes. Una mirada inteligente y curiosa, y un magnetismo indefinible.
A Art le cayó bien sin que pudiera decir por qué. Era sólo una sensación.
—Llámame Art —dijo.
—Yo soy Nirgal —dijo el joven—. Bajemos al Parque del Mirador.
Art lo siguió por el herboso bulevar que llevaba al parque del borde. Allí pasearon por el sendero que corría junto al muro exterior, y Nirgal lo ayudó a controlar sus movimientos de borracho.
—¿Para qué ha venido? —preguntó Nirgal, y su voz y su expresión indicaban que no se trataba de una pregunta superficial.
Art fue cauto.
—Para ayudar.
—Así pues, ¿se unirá a nosotros?
De nuevo la actitud del joven reveló que se refería a algo diferente, fundamental.
Y Art contestó:
—Sí. Cuando ustedes quieran.
Nirgal sonrió, una rápida sonrisa de deleite que dominó sólo en parte antes de decir:
—Bien. Estupendo. Pero mire, debe saber que estoy haciendo esto por mi cuenta. ¿Comprende? Hay gente que no lo aprobaría. Por eso quiero que usted se introduzca entre nosotros como si fuese por accidente. ¿Le parece bien?
—Me parece bien. —Art sacudió la cabeza, confuso.— Es como pensaba hacerlo de todas maneras.
Nirgal se detuvo junto a la burbuja de observación, tomó la mano de Art y la retuvo. Su mirada, franca e impávida, era otro tipo de contacto.
—Bien. Gracias. De momento siga con lo que ha estado haciendo. Continúe con su proyecto de recuperación; nosotros lo recogeremos. Después volveremos a encontrarnos.
Y se marchó, cruzando el parque en dirección a la estación de trenes, moviéndose con los pasos delicados y largos propios de los jóvenes nativos. Art lo observó, tratando de recordar todos los detalles del encuentro y determinar por qué había sido tan denso. La mirada del joven, decidió; no la intensidad inconsciente que uno ve a veces en los jóvenes, sino otra cosa, una especie de energía humorística. Recordó la risa súbita del muchacho cuando Art había dicho (prometido) que se uniría a ellos. Art sonrió.
Cuando regresó a la habitación fue derecho a la ventana y descorrió las cortinas. Se sentó a la mesa que había junto a la ventana, activó el atril y buscó
Nirgal
. No había ninguna persona con ese nombre en los registros. Había un Nirgal Vallis, entre la Cuenca de Argyre y Valles Marineris, uno de los mejores ejemplos de canales excavados por el agua del planeta, decía el atril, largo y sinuoso. La palabra era el nombre babilonio de Marte.