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Authors: C. S. Lewis

Tags: #Ciencia Ficción, Relato, otros

Más allá del planeta silencioso (2 page)

BOOK: Más allá del planeta silencioso
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—Déjenme ir. Déjenme ir. —Y luego, un segundo más tarde—: No voy a entrar ahí. Déjenme ir a casa.

Ransom se quitó la mochila, bajó los escalones del porche de un salto y corrió hacia la parte posterior del edificio tan de prisa como le permitían las piernas rígidas y los pies doloridos. Las huellas y los charcos del sendero lo llevaron a lo que parecía ser un patio, pero un patio rodeado por una cantidad inusual de dependencias. Tuvo la visión fugaz de una alta chimenea, de una puerta baja ocupada por el rojo resplandor del fuego y de una enorme forma redonda que se alzaba negra contra las estrellas, a la que tomó por la cúpula de un pequeño observatorio. Luego todo eso fue borrado de su mente por las figuras de tres hombres trabados en una lucha, tan cerca de él que casi irrumpió entre ellos. Desde el primer instante, Ransom estuvo seguro de que la figura central, a la que los otros dos parecían haber controlado a pesar de sus esfuerzos, era el Harry de la anciana. Le hubiera gustado decir con voz tronante «¿Qué le están haciendo al chico?», pero las palabras que le salieron en realidad, en tono muy poco impresionante, fueron:

—¡Eh!, ¡oigan…!

Los tres luchadores se apartaron de golpe, el muchacho berreando.

—¿Puedo preguntarle quién demonios es usted y qué está haciendo aquí? —dijo el más robusto y alto de los dos hombres. Su voz tenía todas las cualidades que le habían faltado tan lamentablemente a Ransom.

—Estoy haciendo una excursión a pie —dijo él— y le prometí a una pobre mujer…

—Maldita sea esa pobre mujer —repuso el otro—. ¿Cómo entró?

—Atravesando el seto —dijo Ransom, que sentía que un poco de humor venía en su ayuda—. No sé qué le están haciendo a ese pobre chico, pero…

—Tendríamos que tener un perro —dijo el hombre robusto a su compañero, ignorando a Ransom.

—Deberías decir que tendríamos un perro si no hubieras insistido en utilizar a Tártaro en un experimento —dijo el hombre que no había hablado hasta entonces. Era casi tan alto como el otro, pero más delgado y, según parecía, más joven. Su voz le sonó vagamente familiar a Ransom, que hizo un nuevo intento de explicarse.

—Miren —dijo—, no sé qué le están haciendo a ese muchacho, pero ya es muy tarde y es hora de que lo manden a casa. No tengo el menor deseo de meterme en sus asuntos privados, pero…

—¿Quién es usted? —aulló el hombre robusto.

—Me llamo Ransom, si eso es lo que quiere saber. Y…

—Por Júpiter, ¿no será el Ransom que iba a Wedenshaw? —dijo el hombre delgado.

—Hice mis estudios en Wedenshaw— repuso Ransom.

—Me pareció reconocerte nada más hablar —dijo el hombre delgado—. Yo soy Devine. ¿No te acuerdas de mí?

—Por supuesto. ¡Tendría que haberme dado cuenta! —dijo Ransom mientras los dos se daban la mano con la pesada cortesía tradicional de semejantes ocasiones. A decir verdad, Devine era una de las personas que más le habían disgustado a Ransom en el colegio.

—Conmovedor, ¿no es cierto? —dijo Devine—. La vieja guardia se encuentra hasta en los páramos salvajes de Sterk y Nadderby. Entonces se nos hace un nudo en la garganta y recordamos las noches de domingo en la capilla del D.O.P. ¿No conoces a Weston? —Devine señaló a su compañero gritón y macizo—. Weston —agregó—. Ya sabes. El gran físico. Unta las tostadas con Einstein y bebe medio litro de sangre de Schrödinger en el desayuno. Weston, te presento a Ransom, mi viejo compañero de estudios. El doctor Elwin Ransom. Ransom, sabes. El gran filólogo. Unta las tostadas con Jespersen y bebe medio litro…

—No sé nada sobre él —dijo Weston, que seguía sosteniendo al desgraciado Harry por el cuello—. Y si esperas que te diga que me encanta conocer a esta persona que acaba de entrar por la fuerza en mi jardín, siento desilusionarte. Me importa un rábano a qué colegio fue o en qué estupidez está desperdiciando actualmente el dinero que habría que destinar a la investigación científica. Quiero saber qué está haciendo aquí y después no quiero volver a verlo.

—No seas burro, Weston —dijo Devine en tono más serio—. Su inesperada presencia no podría ser más oportuna. No te preocupes por los modales de Weston, Ransom. Bajo su fachada agresiva oculta un corazón de oro, ¿sabes? Supongo que te quedarás a tomar una copa y comer algo, ¿verdad?

—Te lo agradezco mucho —dijo Ransom—. Pero en cuanto al muchacho…

Devine se apartó un poco con Ransom.

—Es tonto —dijo en voz baja—. Por lo general trabaja como un castor pero le dan estos ataques. Sólo estábamos tratando de llevarlo al lavadero y dejarlo tranquilo una hora o algo así hasta que se calmara. No podemos dejarlo ir a su casa en ese estado. Lo hacemos con la mejor intención. Si quieres puedes llevarlo tú mismo… y volver y dormir aquí.

Ransom estaba perplejo. Toda la escena había sido lo suficientemente sospechosa y desagradable para convencerlo de que había caído en medio de algo criminal, aunque por otro lado tenía la convicción profunda, irracional, característica de la gente de su edad y clase, de que cosas como ésas no podían cruzarse jamás en el camino de una persona común, salvo en las novelas, y mucho menos estar relacionadas con profesores o antiguos compañeros de estudio. Aunque hubieran estado maltratando al muchacho, Ransom no veía muchas posibilidades de librarlo de ellos por la fuerza.

Mientras esas ideas cruzaban su mente, Devine había estado hablando con Weston en voz baja, aunque no más baja de lo que podía esperarse en alguien que discute los preparativos necesarios ante un huésped inesperado. La conversación terminó con un gruñido de asentimiento por parte de Weston. Ransom, para quien una sensación embarazosa meramente social se había agregado a sus otras dificultades, se dio la vuelta con la intención de hacer una observación. Pero Weston estaba hablando con el chico.

—Ya nos has dado suficientes problemas por esta noche, Harry —dijo—. Y en un país con un gobierno mejor yo sabría cómo tratarte. Ahora cállate y deja de lloriquear. No necesitas entrar al lavadero si no quieres.

—No era el lavadero, usted sabe que no era eso —sollozó el joven retrasado—. No quiero entrar en esa cosa otra vez.

—Quiere decir el laboratorio —interrumpió Devine—. Una vez entró y se quedó encerrado por accidente durante unas horas. Por alguna razón eso lo enloqueció. Como un pobre indio, ¿sabes? —Se volvió hacia el muchacho—. Escucha, Harry —dijo—. Este buen caballero va a llevarte a casa en cuanto descanse un poco. Si entras y te sientas tranquilamente en la sala te daré algo que te va a gustar.

Imitó el sonido de descorchar una botella (Ransom recordó que era uno de los trucos de Devine en el colegio), y una risotada de reconocimiento infantil brotó de los labios de Harry.

—Traedlo adentro —dijo Weston mientras se apartaba y desaparecía dentro de la casa.

Ransom dudó en seguirlo, pero Devine le aseguró que a Weston le encantaría. Era una mentira descarada, pero la ansiedad que tenía Ransom por descansar y tomar una copa sobrepasaba sus escrúpulos sociales. Precedido por Devine y Harry, entró a la casa y se encontró un momento más tarde sentado en un sillón esperando el regreso de Devine, que había ido a buscar bebida.

2

La habitación adonde lo habían conducido exhibía una extraña mezcla de lujo y suciedad. Las ventanas estaban cerradas con postigos y no tenían cortinas, el piso carecía de alfombra y estaba sembrado de cajas de embalajes, virutas, periódicos y botas, y el empapelado de la pared mostraba las manchas dejadas por los cuadros y los muebles de los ocupantes anteriores. Por otro lado, los dos únicos sillones eran del tipo más costoso, y en el caos que cubría las mesas se mezclaban los puros, conchas de ostras y botellas de champán vacías con latas de leche condensada y de sardina abiertas, vajilla barata, trozos de pan, tazas con restos de té y colillas de cigarrillos.

Sus anfitriones parecían tardar y Ransom se puso a pensar en Devine. Sentía por él ese disgusto que experimentamos por alguien a quien hemos admirado durante un período muy breve de nuestra adolescencia y que superamos al crecer. Devine había aprendido exactamente medio semestre antes que los demás ese tipo de humor que consiste en una parodia de los clisés sentimentales o idealistas de los mayores. Durante unas semanas sus referencias al «viejo y querido lugar» y a «ser decentes», a la «misión del hombre blanco»
[1]
y al «rígido garrote» habían magnetizado a todos, incluido Ransom. Pero, ya antes de salir de Wedenshaw, Ransom había empezado a considerarlo una persona molesta, y en Cambridge lo había evitado, preguntándose de lejos cómo alguien tan superficial y previsible podía tener tanto éxito. Luego se presentó el misterio de que eligieran a Devine para la beca Leicester y el misterio mayor de su creciente riqueza. Para entonces hacía tiempo que había dejado Cambridge por Londres y se suponía que era alguien «en la ciudad». A veces se oían comentarios sobre él, y por lo común el informante terminaba diciendo: «Un maldito tipo inteligente ese Devine», o si no observaba en tono quejumbroso: «No me explico cómo ha podido llegar tan lejos». Según lo que Ransom pudo advertir en la breve conversación que mantuvieron en el patio, su antiguo compañero de estudios había cambiado muy poco.

Lo interrumpió el ruido de una puerta al abrirse. Devine entró solo, llevando una bandeja con una botella de whisky, vasos y un sifón.

—Weston está buscando algo de comer —dijo mientras colocaba la bandeja en el suelo, junto al sillón de Ransom, y se disponía a abrir la botella.

Ransom, que ya tenía realmente mucha sed, notó que su anfitrión era una de esas personas irritantes que se olvidan de usar las manos en cuanto empiezan a hablar. Devine comenzó a levantar el papel plateado que recubría el corcho con la punta del abrebotellas y entonces se detuvo para preguntar:

—¿Qué es lo que te ha traído a estas incultas regiones del país?

—Estoy haciendo una excursión a pie —dijo Ransom—. Anoche dormí en Stoke Underwood y hoy pensaba parar en Nadderby. No me recibieron, así que seguí hacia Sterk.

—¡Por Dios! —exclamó Devine, con el sacacorchos aún inmóvil—. ¿Lo haces por dinero o por simple masoquismo?

—Por placer, desde luego —dijo Ransom con la mirada fija en la botella aún cerrada.

—¿Puedes explicar el atractivo de semejante actividad a un neófito? —preguntó Devine, acordándose lo suficiente de lo que estaba haciendo para arrancar un pedacito de papel plateado.

—Es difícil. En primer lugar, me gustan las auténticas caminatas…

—¡Por Dios! Lo debes de haber pasado bien en el ejército. Al trote firme hasta Thingummy, ¿eh?

—No, no. Es exactamente lo contrario. En el ejército lo principal es que nunca estás solo ni un momento y que nunca puedes elegir adonde ir o al menos por dónde ir. En una excursión a pie eres absolutamente libre. Mientras dura no necesitas pensar en nadie ni consultar a nadie que no seas tú mismo.

—Hasta que una noche encuentras un telegrama esperándote en el hotel, que dice «Vuelve en seguida» —replicó Devine, quitando por fin el papel plateado.

—¡Sólo si has cometido la tontería de dejar una lista de direcciones y luego pasar por ellas! En mi caso, lo peor que puede ocurrir es que digan por la radio: «Se ruega al doctor Elwin Ransom, que según se cree recorre a pie algún lugar de las Midlands…».

—Empiezo a entender —dijo Devine, haciendo una pausa en el momento mismo en que tiraba del corcho—. No funcionaría si fueras un hombre de negocios. ¡Eres un tipo con suerte! Pero incluso en tu caso, ¿puedes desaparecer de ese modo? ¿No hay ninguna mujer, ningún hijo, ningún padre anciano pero honesto o algo por el estilo?

—Sólo una hermana casada en la India. Y además soy catedrático, ¿sabes? Y un catedrático de vacaciones es un ser casi inexistente, como deberías recordar. La universidad no sabe dónde estoy ni le importa, y, por cierto, a otras personas tampoco.

El corcho salió finalmente con un ruido que alegraba el corazón.

—Dime cuánto quieres —dijo Devine mientras Ransom le tendía el vaso—. Sin embargo, estoy seguro de que hay alguna trampa. ¿Quieres decir realmente que nadie sabe dónde estás o cuándo regresas, y que nadie puede localizarte?

Ransom estaba asintiendo cuando Devine, que había cogido el sifón, lanzó una maldición.

—Lo siento pero está vacío —dijo—. ¿Te importaría que fuera a por agua? Tengo que ir a buscarla al fregadero. ¿Cuánta quieres?

—Hasta el borde, por favor —dijo Ransom.

Minutos más tarde, Devine regresó y le tendió a Ransom el tan demorado trago. Mientras bajaba el vaso medio vacío con un suspiro de satisfacción, Ransom observó que el lugar elegido por Devine como residencia era al menos tan extraño como la forma elegida por él para pasar las vacaciones.

—Así es —dijo Devine—. Pero si conocieras a Weston te darías cuenta de que es mucho mejor ir a donde quiere él que discutir el asunto. Es lo que llamaríamos un socio de carácter.

—¿Socio? —preguntó Ransom.

—En cierto sentido. —Devine miró hacia la puerta, acercó su sillón al de Ransom y continuó en tono más confidencial—: Es una buena persona a pesar de todo. Que quede entre nosotros: Estoy invirtiendo dinero en algunos experimentos suyos. Es un asunto serio: el progreso, el bien de la humanidad y cosas por el estilo, pero tiene su faceta industrial.

Mientras Devine hablaba Ransom empezó a sentir algo extraño. Al principio simplemente tuvo la impresión de que las palabras de Devine ya no tenían sentido. Parecía estar diciendo que él era industrial por los cuatro costados pero que nunca podía lograr un experimento que le sirviera en Londres. Luego advirtió que Devine no era tan ininteligible como inaudible, lo cual no era sorprendente si se tenía en cuenta que estaba tan lejos: a casi un kilómetro de distancia, aunque perfectamente nítido, como algo visto por el extremo equivocado de un telescopio. Desde aquella distancia fulgurante, sentado en su pequeña silla, Devine contemplaba a Ransom con una nueva expresión en el rostro. La mirada se volvió desconcertante. Ransom trató de moverse en el sillón pero descubrió que había perdido todo control sobre su cuerpo. Se sentía bastante cómodo, pero era como si tuviera los brazos y las piernas asegurados con vendas al sillón y la cabeza apretada en un torno de carpintero, un hermoso torno acolchado, pero completamente inamovible. No sentía miedo, aunque sabía que debía sentir miedo y pronto lo sentiría. Luego, muy lentamente, el cuarto se fue desvaneciendo.

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