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Authors: C. S. Lewis

Tags: #Ciencia Ficción, Relato, otros

Más allá del planeta silencioso (4 page)

BOOK: Más allá del planeta silencioso
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—¿Quiere decir una estrella llamada Malacandra?

—Es difícil que incluso una persona como usted suponga que vamos a salir del sistema solar. Malacandra está mucho más cerca; llegaremos en unos veintiocho días.

—No existe un planeta llamado Malacandra —objetó Ransom.

—Le estoy dando su verdadero nombre, no el que le pusieron los astrónomos terrestres —dijo Weston.

—Pero eso no tiene el menor sentido —repuso Ransom—. ¿Cómo demonios averiguaron su verdadero nombre, como usted dice?

—Por sus habitantes.

A Ransom le llevó cierto tiempo digerir esa información.

—¿Quiere decirme que afirma haber estado antes en esa estrella o planeta o lo que sea?

—Sí.

—No puede pretender en serio que le crea —dijo Ransom—. ¡No es cosa de todos los días! ¿Por qué no se ha enterado nadie? ¿Por qué no está en los periódicos?

—Porque no somos unos idiotas redomados —dijo Weston de mal humor.

Después de unos minutos de silencio Ransom comenzó otra vez.

—¿Cómo se llama el planeta en nuestra terminología? —preguntó.

—Por primera y última vez: No se lo voy a decir —dijo Weston—. Si puede descubrirlo cuando estemos allí, bien por usted, pero no creo que tengamos mucho que temer de sus dotes científicas. Mientras tanto, no hay ninguna razón para que lo sepa.

—¿Y dice que ese lugar está habitado? —preguntó Ransom.

Weston le dirigió una mirada especial y luego asintió. La intranquilidad que eso produjo en Ransom se vio sobrepasada rápidamente por una furia que casi había perdido de vista en medio de las emociones contradictorias que lo habían acosado.

—¿Y qué tiene que ver todo esto conmigo? —estalló—. Me han atacado, me han drogado y según parece me llevan prisionero en este aparato infernal. ¿Qué les he hecho? ¿Cómo se explica usted?

—Podría contestarle preguntando por qué se metió como un ladrón en mi patio. Si se hubiera ocupado de sus propios asuntos, no estaría aquí. Tal como están las cosas, debo admitir que hemos tenido que violar sus derechos. Mi única defensa es que los pequeños derechos deben dejar paso a los importantes. Según lo que sabemos, estamos haciendo algo que nunca se ha hecho en la historia del hombre, quizás nunca en la historia del universo. Hemos aprendido a saltar fuera de la partícula de materia sobre la que comenzó nuestra especie. El infinito y luego quizás la eternidad están al alcance de las manos de la raza humana. Usted no puede ser tan mezquino para pensar que los derechos o la vida de un individuo o de un millón de individuos tiene alguna importancia comparada con eso.

—Lo que pasa es que no estoy de acuerdo —dijo Ransom— y nunca lo estuve, ni siquiera respecto a la vivisección. Pero usted no ha contestado mi pregunta. ¿Para qué me quieren? ¿De qué puedo servirles en ese… en Malacandra?

—No lo sé —dijo Weston—. No fue idea nuestra. Sólo obedecemos órdenes.

—¿De quién?

Hubo otra pausa.

—Venga —dijo Weston finalmente—, en realidad es inútil continuar con este interrogatorio. Usted sigue haciendo preguntas que no puedo contestar: en algunos casos porque no conozco la respuesta, en otros porque usted no lo comprendería. Las cosas marcharán mejor durante el viaje si se limita a resignarse a su destino y deja de molestarse y molestarnos. Sería más simple si no tuviera una visión de la vida tan estrecha e individualista. Pensé que nadie dejaría de sentirse inspirado por el papel que le ha tocado a usted, que hasta un gusano, si pudiera entender, se ofrecería gozoso, para el sacrificio. Desde luego me refiero al sacrificio del tiempo y la libertad, y a algún pequeño riesgo más. No me interprete mal.

—Bueno, usted tiene todas las cartas en la mano y yo debo arreglármelas lo mejor que pueda —dijo Ransom—. Considero que su visión de la vida es una locura delirante. Supongo que toda esa monserga sobre el infinito y la eternidad significa que usted se cree justificado para hacer cualquier cosa, absolutamente cualquier cosa, aquí y ahora, ante la remota posibilidad de que una u otra criatura descendiente del hombre tal como lo conocemos pueda arrastrarse unos pocos siglos más en alguna parte del universo.

—Sí, cualquier cosa, sea lo que sea —replicó con firmeza el científico— y cualquier opinión culta, porque yo no llamo tener cultura a estudiar los clásicos y la historia y cualquier otra basura por el estilo, está completamente a mi favor. Me alegro de que haya traído el tema a colación, y le aconsejo que recuerde mi respuesta. Entretanto, si tiene a bien seguirme al otro cuarto, desayunaremos. Tenga cuidado al levantarse; aquí su peso es apenas perceptible comparado con el que tenía en la Tierra.

Ransom se puso de pie y Weston abrió la puerta. El cuarto fue inundado de inmediato por una destellante luz dorada que eclipsó por completo el pálido resplandor terrestre a sus espaldas.

—Le daré unas gafas dentro de un momento —dijo Weston mientras le precedía hacia la cámara desde la que se derramaba el resplandor.

A Ransom le pareció que Weston subía por una colina hacia la puerta y desaparecía de pronto hacia abajo al pasar por ella. Cuando lo siguió, con cautela, tuvo la curiosa sensación de que subía hasta el borde de un precipicio: más allá del umbral la nueva habitación parecía estar construida de lado, de modo que la pared más alejada caía casi en el mismo plano que el suelo del cuarto que estaba abandonando. Sin embargo, cuando se atrevió a adelantar un pie, descubrió que el suelo continuaba de forma pareja, y, mientras entraba en la segunda habitación, las paredes se enderezaron de repente y el techo redondeado quedó sobre su cabeza. Al mirar hacia atrás, percibió que, a su vez, el dormitorio se estaba inclinando: el techo pasaba a ser una pared y una de sus paredes el techo.

—Ya se acostumbrará —dijo Weston, siguiendo la dirección de su mirada—. La nave es más o menos esférica y ahora que hemos salido del campo gravitatorio de la Tierra, «abajo» está, y se siente, en dirección al centro de nuestro pequeño mundo metálico. Por supuesto, lo previmos y construimos la nave teniéndolo en cuenta. El núcleo es una esfera hueca (en su interior tenemos los depósitos) y la superficie de esa esfera es el suelo sobre el que caminamos. Las cabinas están dispuestas a su alrededor, y sus paredes sostienen un globo externo que desde nuestro punto de vista es el techo. Como el centro siempre está «abajo», el trozo de suelo sobre el que estamos de pie siempre aparece como plano u horizontal y la pared contra la que nos situamos siempre parece vertical. Por otro lado, la esfera que hace las veces de suelo es tan pequeña que siempre se puede ver por encima del borde (por encima de lo que sería el horizonte si uno fuera una mosca) y es entonces cuando vemos el suelo y la pared de la cabina más cercana en un plano distinto. En la Tierra es igual, desde luego, aunque no tenemos la altura necesaria para verlo.

Después de esta explicación Weston se ocupó, con sus modales precisos y sin gracia, de la comodidad de su invitado o prisionero. Siguiendo su consejo, Ransom se sacó toda la ropa y la cambió por un pequeño cinturón de metal provisto de enormes pesos para reducir, en la medida de lo posible, la ingobernable levedad de su cuerpo. También se puso gafas ahumadas, y pronto se encontró sentado frente a Weston ante una mesa preparada para desayunar. Tenía hambre y sed y atacó con vehemencia el desayuno, que consistía en carne en conserva, galletas, mantequilla y café.

Pero todas esas acciones las realizó de forma mecánica. Se desvistió, comió y bebió casi sin notarlo, y todo lo que iba a recordar más tarde de su primera comida en la astronave era la tiranía de la luz y el calor. Ambos estaban presentes con una intensidad que habría sido intolerable en la Tierra, sin embargo poseían una nueva cualidad. La luz era más pálida que cualquier luz de la misma intensidad que Ransom hubiera visto; no era de un color blanco puro, sino del tono dorado más pálido imaginable y arrojaba sombras nítidas como las de un reflector. El calor, sin la menor proporción de humedad, parecía amasar y frotar la piel como un masajista gigantesco; no producía modorra, más bien una intensa animación. Su dolor de cabeza había desaparecido; se sentía alerta, valeroso y magnánimo como rara vez se había sentido sobre la Tierra. Se atrevió a levantar poco a poco los ojos hacia la escotilla. Estaba protegida con postigos de acero, excepto una estrecha abertura en el vidrio, que estaba cubierta con persianas de un material pesado y oscuro, pero aun así el brillo era demasiado intenso para la mirada.

—Siempre creí que el espacio era oscuro y frío —declaró Ransom perezosamente.

—¿Se olvidaba del Sol? —dijo Weston en tono despectivo.

Ransom siguió comiendo. Luego empezó a decir:

—Si es así por la mañana temprano… —Y se detuvo, advertido por la expresión de Weston. Un temor reverencial cayó sobre él: ahí no había mañanas, ni tardes, ni noches… nada fuera del inmutable mediodía que había llenado durante siglos en la historia tantos millones de kilómetros cúbicos. Volvió a mirar a Weston, pero éste había alzado una mano.

—No hable —dijo—. Hemos discutido todo lo necesario. La nave no lleva oxígeno suficiente para ejercicios inútiles, ni siquiera para hablar.

Poco después se puso de pie, sin invitar al otro a que lo siguiera, y dejó la habitación por una de las numerosas puertas que Ransom no había visto hasta entonces.

5

El tiempo que Ransom pasó en la astronave tendría que haber sido de terror y ansiedad. Estaba apartado por una distancia astronómica de cualquier miembro de la raza humana excepto dos, de los cuales tenía excelentes razones para desconfiar. Se dirigía a un destino desconocido y era llevado allí con propósitos que sus captores se negaban a revelar con firmeza. Devine y Weston se turnaban a intervalos regulares en un cuarto al que nunca permitían entrar a Ransom y donde supuso que debían de estar los controles de la máquina. Cuando Weston lo vigilaba permanecía en un silencio casi total. Devine era más locuaz y a menudo hablaba y se reía con el prisionero hasta que Weston golpeaba la pared del cuarto de control y les advertía que no desperdiciaran aire. Pero Devine se mostraba reservado pasado cierto punto. Estaba dispuesto a reírse del solemne idealismo científico de Weston. El futuro de la especie o el encuentro de dos mundos no le importaban un rábano, decía.

—En Malacandra hay mucho más que eso —agregaba con un guiño. Pero cuando Ransom le preguntaba qué más había, derivaba hacia la sátira y hacía declaraciones irónicas sobre la pesada carga del hombre blanco y las bendiciones de la civilización.

—¿Está habitado, entonces? —insistía Ransom.

—Ah… en estas cosas siempre hay un problema indígena —contestaba Devine.

Durante la mayor parte de la conversación se explayaba sobre lo que haría cuando regresara a la Tierra: viajes en yate por lo mares, las mujeres más caras y un magnífico rincón en la Riviera eran sus planes principales.

—No me estoy arriesgando por pura diversión.

Las preguntas directas sobre el papel del propio Ransom mismo chocaban por lo general con el silencio. Sólo una vez Devine, que en opinión de Ransom no estaba sobrio, admitió que le estaban dejando «la peor parte del pastel».

—Pero estoy seguro de que representarás con honor los antiguos colores del colegio —agregó.

Como dije, todo eso era inquietante. Lo extraño era que no lo inquietaba demasiado. Es difícil para un hombre concentrarse en el futuro cuando se siente tan intensamente bien como se sentía Ransom entonces. Había una noche sin fin en un lado de la nave y un día sin fin en el otro. Los dos eran maravillosos, y Ransom pasaba de uno a otro a su voluntad, encantado. Se pasaba horas contemplando la escotilla durante las noches que provocaba con sólo girar el picaporte de una puerta. Ya no se veía el disco de la Tierra; las estrellas, apretujadas como margaritas en un prado sin cuidar, reinaban perpetuas, sin nubes ni luna, ni amanecer que les disputara su poder. Había planetas de increíble majestad y constelaciones que superaban cualquier sueño; había zafiros, rubíes, esmeraldas y alfilerazos celestiales de oro ardiente. Lejos, sobre el rincón izquierdo de la imagen, colgaba un cometa, pequeño y remoto, y, entre medio de todo y por encima, mucho más intensa y palpable que en la Tierra, la oscuridad inconmensurable, enigmática. Las luces temblaban; parecían hacerse más brillantes a medida que las miraba. Estirado desnudo sobre la cama, como una segunda Dánae,
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le resultaba cada vez más difícil no creer en la antigua astrología a medida que pasaban las noches: casi llegaba a experimentar e imaginaba por completo la «dulce influencia» derramándose o incluso penetrando en su cuerpo rendido. Todo era silencio salvo los irregulares sonidos tintineantes. Ahora sabía que los producían los meteoritos, partículas pequeñas y flotantes de materia universal que castigaban sin cesar aquel hueco tambor de acero, y adivinaba que en cualquier momento podían encontrarse con algo que tuviera el tamaño suficiente para convertir en meteoritos a la nave y sus ocupantes. Pero no podía tener miedo. Ahora admitía que Weston le había llamado mezquino con justicia cuando tuvo su primer ataque de pánico. La aventura era demasiado magnífica, la circunstancia demasiado grave para sentir cualquier emoción más allá de una profunda delicia. Pero los días —es decir, las horas que pasaba en el hemisferio soleado— eran lo mejor. A menudo se levantaba después de unas pocas horas de descanso para volver, arrastrado por una atracción irresistible, a las regiones de luz. No podía dejar de maravillarse ante el mediodía que siempre esperaba, por más temprano que uno fuera a buscarlo. Allí, sumergido por completo en un baño de puro color etéreo y de fulgor implacable aunque inofensivo, tendido todo lo largo en la extraña carroza que los transportaba, con los ojos entrecerrados, estremeciéndose levemente, atravesando una profundidad tras otra de calma muy lejos del alcance de la noche, sentía que su cuerpo y su mente eran frotados, lavados y penetrados por una nueva vitalidad. En una de sus respuestas breves y malhumoradas, Weston admitió que había una base científica para semejantes sensaciones. Recibían, según dijo, muchas radiaciones que nunca habían entrado en la atmósfera terrestre.

Pero a medida que pasaba el tiempo, Ransom fue consciente de un motivo distinto y más espiritual para progresivo alivio y euforia de su corazón. Iban disminuyendo en él los efectos de una pesadilla originada hace tiempo en la mente moderna por la mitología que siguió al despertar de la ciencia. Había leído acerca del «espacio» y en el fondo de su pensamiento había acechado durante años la lúgubre imagen del vacío negro, frío, la horrible extensión muerta que según se suponía separaba los mundos. No había advertido cuánto le había afectado hasta ahora, ahora que la misma palabra «espacio» parecía una calumnia blasfema para este océano celestial de fulgor en el que navegaban. No podía llamarlo «muerto»; sentía que la vida se derramaba desde él hacia su cuerpo en todo momento. ¿Y cómo podía ser de otro modo, si de aquel océano habían surgido todos los mundos y su vida? Lo había imaginado estéril, pero ahora sabía que era la matriz de los mundos, cuya descendencia llameante e incontable miraba hacia abajo todas las noches, incluso sobre la Tierra, con tantos ojos… ¡y aquí, con cuántos más! No, espacio era una palabra equivocada. Los antiguos pensadores habían sido más sensatos al llamarlo «los cielos», los cielos que proclamaban la gloria, los

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