—¡Phil, ven a ver! —suplicó, arrancando de su butaca al joven doctor en ciencias.
Examinaron juntos el fondo de las catorce cajas. No cabía duda; ni la más pequeña cabeza de alfiler blanca horadaba la superficie azul.
—¿Crees que he podido olvidarme de poner los virus sólo en estas cajas? —preguntó Marty tímidamente.
Phil Furman movió la cabeza.
—La única manera de saberlo es repetir la experiencia. Lo sabremos dentro de siete días. —Colocó amistosamente la mano sobre el hombro de la muchacha—. No te preocupes. Dentro de siete días, esa maldita epidemia seguirá ahí.
Ya se dirigía de nuevo a su despacho, cuando se volvió:
—Oye, a propósito, ¿qué componente probabas en estas cajas?
—El 509.
Se trataba de la molécula a base de esperma de arenque, de la que su colega Janet Rideout había encontrado milagrosamente algunos gramos en sus armarios del servicio de química orgánica.
«Fue la semana más larga de mi vida», cuenta Marty St. Clair. Como no había células frescas disponibles, tuvo que esperar al lunes siguiente para renovar sus preparados y verterlos en catorce cajas nuevas. Le quedaba tan poco del 509 que decidió diluir algunas concentraciones en dosis ínfimas, con el riesgo de disminuir las posibilidades de obtener un resultado comparable al de la experiencia anterior. A David Barry le hizo partícipe del secreto. Pero al poco tiempo lo sabía todo el laboratorio. Y en las cuatro plantas del largo edificio comenzó una inquieta espera. Marty, volviendo a una vieja costumbre, se mordía las uñas mientras vigilaba «aquel maldito incubador que iba a encarcelar tanto tiempo mis cajas».
El día fatídico llegó al fin. Todo el mundo pudo oír el grito de victoria que lanzó la joven viróloga. En el fondo de las catorce cajas, la película azul estaba intacta. Incluso en sus concentraciones más débiles, el 509 había protegido las células contra las dos especies de virus. La noticia corrió por toda la casa y desencadenó una ola de euforia en pasillos, escaleras, ascensores, despachos, almacenes y salas de experimentación. «Era como si hubiéramos descubierto súbitamente el remedio milagroso que iba a curar todas las enfermedades de la humanidad», recuerda David Barry.
Por decimonovena vez, Marty St. Clair confeccionó cuidadosamente un paquete destinado a Sam Broder y a su equipo de Bethesda. Para identificar la sustancia que les enviaba, escribió la letra S, la decimonovena letra del alfabeto inglés. El 509 se convirtió así en el
«compound
S» (compuesto S).
«Bajo esa clave abstracta se ocultaba nuestra esperanza de haber dado, tal vez, un pasito adelante para salvar a mucha gente», dice Marty St. Clair.
El hombre que volaba de Washington a Raleigh en aquella mañana glacial de febrero de 1985 aportaba la concretización de dicha esperanza. El médico-investigador Sam Broder había confrontado, en sus tubos de ensayo, el «compuesto S» con los concentrados del retrovirus vivo que mataba cada semana a uno o dos enfermos de su hospilal. Pudo comprobar en seguida que el producto bloqueaba la replicación del virus; es decir, que le impedía reproducirse al romper su cadena genética. Por ello, el virus no podía invadir nuevas células. El resultado había sido tan espectacular, que Sam Broder ya soñaba con poder inyectar «esperma de arenque» en todos sus pacientes condenados. Por desgracia, el impetuoso cancerólogo sabía que le separaban meses, tal vez años, de la realización de ese sueño.
Lo primero que se necesitaba era arrancar la autorización de la FDA, la agencia federal de control de los productos alimentarios y farmacéuticos. Sam Broder se había sublevado numerosas veces contra las lentitudes burocráticas de esa organización encargada de vigilar lo que comen doscientos cincuenta millones de norteamericanos y de reglamentar la salida al mercado de cualquier nuevo producto destinado a proteger su salud. Conocía el empecinamiento de sus funcionarios en verificar la ausencia de efectos tóxicos en un remedio antes de permitir que se probase en el hombre. Pero, como científico responsable y consciente de los peligros de toda experimentación, admitía su utilidad. Al fin y al cabo, habían limpiado la farmacopea de su país de una trágica sucesión de engañifas, de fraudes y de abusos criminales.
Sin embargo, los Estados Unidos habían tardado mucho tiempo en hacer la limpieza: fue precisa la muerte, en 1937, de ciento siete niños envenenados por un jarabe contra la tos, para que el Congreso se decidiera a votar una ley que reglamentara la fabricación y la venta de medicamentos. Desde entonces, la FDA no había cesado de reforzar su vigilancia, tanto en los productos alimentarios como en los farmacéuticos. Actualmente cuenta con unos siete mil inspectores, muchos de los cuales son médicos, químicos, toxicólogos, veterinarios, biólogos, nutricionistas y estadísticos. Su competencia se extiende a los implantes de seno con silicona, a las caderas artificiales, a las lentillas de contacto, a los estimulantes cardíacos, a las jeringas de insulina y a otros materiales biomédicos. A estas responsabilidades se añade la vigilancia de los productos sanguíneos y de los peligros radiológicos presentados por ciertas materias o equipamientos médicos. Algunos problemas desafiaban a la imaginación. Desde que una ley obligó a los fabricantes a garantizar que sus productos eran a la vez eficaces y sin peligro, numerosos controladores comprobaban que las trescientas mil especialidades vendidas sin receta cumplían ambas condiciones. Ya habían descubierto que un tercio de los setecientos ingredientes activos contenidos en algunos de los presuntos remedios eran nocivos o no tenían la menor propiedad curativa. Había agentes que controlaban si tal droga farmacéutica hacía efectivamente bajar la tasa de colesterol, como afirmaba su fabricante, o si tal otra podía prevenir realmente las enfermedades coronarias en las mujeres embarazadas sin correr riesgo de malformaciones congénitas de sus futuros bebés. Gracias a esa inquisición, los niños norteamericanos fueron protegidos de los perjuicios de la talidomida, aquel somnífero que fue responsable en Europa del nacimiento de centenares de niños anormales.
Sam Broder sabía que la FDA no concedía nunca autorización para experimentar un medicamento en el hombre sin que antes hubiese sido cumplido un programa de experiencias con animales tan extenso y tan complejo que a veces se prolongaba varios años. La FDA exigía especialmente que la prueba de inocuidad de un producto fuese controlada al menos en dos variedades de roedores, en general ratas y ratones, luego en cobayas, conejos y perros, y después en monos. Las pruebas debían hacerse de acuerdo con unos protocolos determinados, con dosis crecientes y durante períodos concretos. En primer lugar, la sustancia probada debía ser inyectada por vía intravenosa, y después administrada por vía bucal. Cada fase del protocolo debía ser controlada por una serie de exámenes biológicos y toxicológicos profundizados. Por último, era indispensable detallar los resultados obtenidos en unos informes, el más modesto de los cuales llenaba varios centenares de páginas.
En aquella mañana de febrero de 1985, Sam Broder acudía al Research Triangle Park para organizar ese trabajo de titanes con los directivos del laboratorio farmacéutico Wellcome. Le satisfizo la acogida que le dispensaron. David Barry estaba dispuesto a invertir de inmediato los dos o tres millones de dólares necesarios para las primeras experimentaciones animales. ¡Pero cuántos obstáculos debía superar el joven vicepresidente encargado de la investigación, comenzando por la oposición persistente del gran jefe de su grupo que, desde su cuartel general de Londres, lanzaba anatema tras anatema contra la aventura! Eso sin contar con los adversarios de la vivisección y con las sociedades protectoras de animales que, en cuanto fueron advertidas de las experiencias programadas, se desmelenaron. Llegaron incluso a poner una bomba en la casa de campo británica de sir John Vane, uno de los principales directivos de Wellcome, antes de enviar a un comando a los laboratorios de Beckenham, en Kent, no lejos de Londres, para liberar a cientos de animales. Los responsables de la filial norteamericana, temiendo sufrir un ataque idéntico, tuvieron que reforzar a toda prisa la protección de sus instalaciones con cercados de alambre de púas, sistemas de alarma y patrullas de vigilancia. «Pero nada ni nadie podía detenernos —dice David Barry—. Aunque no hubieran muerto más que dos o tres mil enfermos, el sida era una plaga magna. Teníamos el deber de contribuir a cortarle el paso».
Quedaba un último obstáculo, y no de los menores. Marty St. Clair había agotado, en sus cajas redondas, la pequeña cantidad de timidina encontrada por Janet Rideout. Era urgente hallar el precioso y costoso esperma de arenque necesario para la fabricación de aquella molécula. Télex y SOS telefónicos partieron hacia los cuatro puntos cardinales del mundo para tratar de hacerse con todos los
stocks
existentes. Pero la cosecha fue escasa: apenas unos cientos de gramos. Una ruptura de aprovisionamiento podía producirse antes de que los químicos de Wellcome consiguiesen sintetizar y fabricar por sí mismos la rarísima molécula. Pero ¡qué importa! La máquina estaba en marcha.
¿Cuántos animales —ratones blancos, conejos, perros, monos— fueron torturados aquel invierno por los virólogos del laboratorio de Carolina del Norte, para medir la toxicidad del «compuesto S»? El temor a acciones violentas contra las reservas de animales del Research Triangle Park era tan grande, que la cifra seguirá siendo un secreto celosamente guardado. Por su parte, Sam Broder y los inspectores de la FDA tenían razones para sentirse satisfechos. No sólo el equipo de David Barry ejecutó metódicamente el programa de experiencias exigido, sino que fue mucho más lejos todavía. Trató de averiguar cómo circulaba por la sangre la timidina, cuál era la duración de su eficacia en dosis diferentes, y si conseguía franquear las barreras protectoras del cerebro y penetrar en las meninges. «Era fantástico —recuerda David Barry—. Las luces permanecían encendidas toda la noche. Nadie se iba a casa. Sabíamos que éramos los más capaces de responder al desafío. Y lo que queríamos no era el pago de horas extraordinarias, sino mayores cantidades de esperma de arenque para poder multiplicar nuestras experiencias.
Thymidin was our currency
, la timidina tenía, para nosotros, más valor que los dólares de nuestros salarios».
Nueva York, USA — Verano de 1985
Un «moridero» al pie de los rascacielos
Desde su amplio despacho de la zona baja de Manhattan, el alcalde de Nueva York contemplaba su ciudad con ternura y melancolía. En ocho años de mandato, Edward I. Koch había logrado una gran hazaña. Había frenado la carrera hacia el abismo de las finanzas municipales, hecho disminuir el éxodo masivo de las grandes empresas, restaurado la confianza de los inversores, mejorado las condiciones de vida y de limpieza, aumentado la seguridad de las personas y de los bienes y reducido la criminalidad. Pero aquel audaz soltero de cráneo calvo no se hacía grandes ilusiones. Su orgullosa ciudad abrigaba todavía horribles islotes de miseria y de violencia. Cada día se veía obligado a buscar solución a alguna desgracia o a alguna flagrante injusticia. Más de un millón de parados y de menesterosos dependían de la única ayuda de los servicios sociales. En algunos barrios, centenares de miles de negros y de portorriqueños se amontonaban en alucinantes guetos sin agua ni electricidad, donde se tenía apenas una posibilidad entre veinte de morir de muerte natural. Las calles más «calientes» de Nueva York albergaban a la mitad de los drogados de Estados Unidos. Las comisarías de policía registraban una llamada urgente cada segundo, un robo cada tres minutos, un atraco a mano armada cada cuarto de hora, dos violaciones y un asesinato cada cinco horas, un suicidio o un fallecimiento por sobredosis cada siete horas.
Y en aquel verano de 1985, se agregaba al sombrío cuadro una nueva y terrible plaga. El boletín del CDC de Atlanta revelaba que en Nueva York vivía la cuarta parte de las víctimas norteamericanas del sida. La epidemia afectaba a 2.140 personas, es decir, dos veces más que el año anterior. A pesar de su formidable infraestructura hospitalaria, que contaba con un centenar de hospitales y con cinco centros de investigación médica, la ciudad no podía hacer frente a aquella situación. Un buen número de esos establecimientos se negaban aún a acoger a los enfermos. Cuando se resignaban a hacerlo, era para aislarlos como a apestados o, lo que era peor, para diseminarlos por diferentes servicios, lo que les exponía a una gran cantidad de infecciones suplementarias. Solamente algunos, como el viejo hospital Saint-Clare, disponían de unidades especializadas en las que el sida no era considerado como un mal vergonzoso. Pero tales servicios tenían muy pocas camas y no podían satisfacer las crecientes necesidades. El ostracismo suscitado por esa enfermedad, su rápida propagación entre los toxicómanos negros o hispánicos sin recursos creaban, por otra parte, unas situaciones sin salida. Al carecer de una familia o de una estructura de asilo, numerosos enfermos cuyo estado no justificaba la hospitalización se veían condenados a la calle. Ante la urgencia de esta situación, Ed Koch decidió dar la batalla y buscar un lugar apto para albergar a algunos de aquellos desventurados. En el barrio de Queens descubrió el ala desocupada de un asilo municipal para ancianos, pero su proyecto desencadenó en los alrededores tal ola de protestas que tuvo que renunciar a él. Desanimado, recurrió al único que él creía que podía ayudarle. Un prelado católico quizá podría, mejor que él mismo, un político judío, llegar al corazón de sus electores.