El cardenal arzobispo John O'Connor reinaba sobre los cuatro millones de feligreses de la archidiócesis de Nueva York. Aquel quincuagenario de contextura atlética era tan sensible como el alcalde a las injusticias y a las desgracias de la
Big Apple
, su querida «gran manzana», como la habían apodado sus habitantes. Fue este antiguo capellán almirante de la Marina norteamericana el que había creado la unidad especial para el tratamiento del sida en el hospital Saint-Clare; y su divisa, grabada en la entrada de su despacho, en el último piso de su cuartel general de la Primera Avenida, proclamaba: «No puede haber amor sin justicia». Es cierto que sus actitudes intransigentes sobre el aborto y sobre los derechos cívicos de los homosexuales le habían hecho perder a veces apoyos a su cruzada en favor de los pobres y de los sin hogar. Pero todos los neoyorquinos rendían homenaje a su compromiso con la caridad. Su organización le convertía en uno de los hombres más poderosos de la ciudad. Estaba al frente de numerosos hospitales, de una escuela de medicina, de guarderías infantiles, de hogares para jóvenes y para ancianos, de establecimientos de enseñanza superior y de decenas de escuelas primarias y secundarias, a veces implantadas, como la escuela Saint-Simon, en pleno centro de las peores selvas urbanas. Un presupuesto de varios centenares de millones de dólares, alimentado por los donativos de los fieles y por las subvenciones municipales, cubría las necesidades de aquella formidable red de asistencia médica, social y educativa.
El SOS del alcalde movilizó en el acto al prelado. Su estado mayor no tardó mucho en descubrir en lo alto de Manhattan un viejo edificio abandonado perteneciente al convento del Santo-Nombre-de-Jesús. Su situación, en los confines de Harlem, parecía ideal. El arzobispado ordenó en seguida las obras de acondicionamiento. Pero al igual que había sucedido en Queens, el proyecto desató la ira de los habitantes del barrio. Alborotaron los periódicos, organizaron mítines, enviaron peticiones, amenazaron con impedir por la fuerza la entrada de los enfermos e inundaron al prelado con un diluvio de peticiones y de protestas. Ni las reuniones de información, ni las octavillas, ni las proclamas por la radio, ni sus intervenciones personales pudieron acallar el descontento popular. Con la rabia en el alma, monseñor O'Connor tuvo que capitular.
Pero lejos de hacerle renunciar, este fracaso lo espoleó. Después de unas semanas de prospección, su equipo le comunicó la existencia de un presbiterio de cinco pisos cerca de la iglesia de Santa Verónica, una parroquia antaño floreciente, pero hoy casi sin fieles. Sólo vivían allí dos ancianos sacerdotes. Sería fácil alojarlos en otra parte y adaptar su residencia para acoger a una veintena de enfermos afectados por el sida. Con el fin de celebrar dignamente el feliz descubrimiento, el alcalde invitó al arzobispo y a sus colaboradores en el Peking Duck, su restaurante preferido de Chinatown. Como en todas las grandes ocasiones, Ed Koch trinchó él mismo el pato para sus invitados. Luego, los comensales se dirigieron al presbiterio, situado en el número 657 de Washington Street, para visitar el lugar y hacer un estudio de su acondicionamiento.
La Providencia no habría podido elegir un emplazamiento más simbólico. El movimiento de liberación
gay
, al que algunos atribuyen hoy la trágica epidemia del sida, había comenzado a pocas manzanas de allí, una sofocante noche de junio de 1969, en la famosa Christopher Street que se cruza con la calle Washington. El presbiterio de Santa Verónica se halla en pleno centro del Greenwich Village. El gueto
gay
de Nueva York era, desde hacía dieciséis años, el escenario de las experiencias homosexuales más audaces. A pesar de las vigorosas campañas que pretendían cambiar aquel comportamiento, el barrio seguía siendo el templo del sexo. Habían sido cerradas varias
bath-houses
, pero subsistían otras, así como salones de placeres sadomasoquistas. En las trastiendas de los bares especializados, clubes de orgías recibían cada noche a una clientela de la mayor ciudad
gay
del mundo después de San Francisco, así como a los turistas que venían a visitarla.
Al contrario de lo que esperaban el alcalde y el arzobispo, la comunidad
gay
acogió el proyecto con una desconfianza teñida de hostilidad. Las declaraciones públicas del prelado sobre el pecado de homosexualidad estaban relacionadas, probablemente, con esta actitud. Grupos militantes de
gays
temían que, detrás de una fachada acogedora, se ocultase una «fábrica de arrepentidos». Richard Dunne, el enérgico director de la Gay Men Health Crisis, una organización muy activa de apoyo a las víctimas del sida, expresó su «inquietud al ver a los pensionistas de aquel hogar sometidos hasta su muerte a un adoctrinamiento religioso y a conversiones forzadas a la heterosexualidad».
Por su parte, los
no-gays
del barrio manifestaron también sus reticencias. Se habían organizado, de todos modos, unas reuniones en Santa Verónica para prevenir su cólera. Unos médicos explicaron que la proximidad de un hospital para aquella clase de enfermos no representaba ningún peligro. Se nombró un comité de ciudadanos y se procedió a una votación. Una aplastante mayoría aceptó finalmente la creación del primer asilo neoyorquino para las personas sin recursos afectadas por el sida.
Pero las tribulaciones de monseñor O'Connor no acabaron ahí. Necesitaba hallar un personal lo bastante motivado para hacer que el hogar funcionase. Durante los últimos años, la mentalidad de la Iglesia católica norteamericana había cambiado enormemente. Eran pocas las religiosas que aceptaban consagrar su vida entera únicamente a aliviar el sufrimiento físico. El sesenta por ciento de las hermanas que se ocupaban de enfermos habían renunciado, y las que quedaban tenían una edad promedio que pasaba de los sesenta y cinco años. La mayoría habían renunciado a su hábito y preferían vestirse como las demás mujeres, en los almacenes Macy o en Bloomingdale. Deseaban un alojamiento confortable y un salario en relación con su trabajo. El prelado buscó en vano soluciones de recambio. Pues en cuanto pronunciaba la palabra «sida», sus interlocutoras no querían oír más.
Sólo una persona podía ayudarle a resolver su rompecabezas: la indomable religiosa que había sacado a los moribundos del infierno de las aceras de Calcuta. Desde la creación de su «moridero» del Corazón Puro, la Madre Teresa había extendido su acción por el resto del mundo, sobre todo en los países ricos, porque conocía los innumerables desamparos y la miseria oculta. «A menudo los pobres son allí más desheredados y están más abandonados que en la India», decía. A este Occidente incapaz de resolver el problema de los excluidos de la prosperidad, la Madre Teresa había enviado a sus hermanitas indias de piel negra, vestidas con su sencillo sari de algodón y con los pies desnudos en sus sandalias. Abrió hospicios, dispensarios, centros de alimentación para mendigos y asilos nocturnos en los suburbios pobres de las grandes ciudades capitalistas. En Melbourne, Roma, Londres, Detroit, Marsella, Río, Chicago o Los Ángeles, largas filas de parados, de personas sin hogar, de hambrientos y de desarraigados se apretujaban cada día en las puertas de sus refugios. E incluso en Nueva York, en pleno centro del South Bronx, un barrio de pesadilla devastado por los incendios, cubierto de basuras, donde la mortalidad infantil superaba la de los
bidonvilles
de Calcuta, la Madre Teresa había abierto en 1971 un centro de asistencia que distribuía alimentos y ropas a miles de parados negros e hispánicos, a drogados, a todos los olvidados por el sueño americano. Al predecesor de John O'Connor, que un día quiso saber qué remuneración deseaban recibir sus Misioneras de la Caridad, la Madre Teresa le contestó: «Señor arzobispo, servir a Cristo es nuestro unico salario».
Cuando desembarcó en Nueva York, un tormentoso día de julio de 1985, para hacer una gira de inspección por sus casas norteamericanas, la «santa de Calcuta» comprendió que era esperada como el Mesías. Con ese instinto infalible que la guió toda su vida hacia la auténtica desgracia, la Madre Teresa aceptó asumir la responsabilidad del primer centro de acogida para las víctimas del sida.
Rockville-Bethesda, USA — Primavera de 1985
Un abrigo de visón para una resucitada
Uno se la habría imaginado más bien recorriendo los
links
de un terreno de golf o haciendo publicidad en las páginas del
Harper's Bazaar
. Aquella encantadora morena, elegante y deportiva, no se parecía en nada a la imagen que nos formamos de un funcionario gubernamental. Sin embargo, a los treinta y cinco años, la doctora Ellen C. Cooper ocupaba uno de los puestos clave en la colmena de cristal y de acero que, en los linderos campestres de Washington, albergaba el cuartel general de la Food and Drug Administraron, la todopoderosa agencia federal encargada de controlar los productos alimentarios y farmacéuticos. Su título de médico inspector del departamento de los medicamentos antiinfecciosos, le hacía ser una de las autoridades más cortejadas por la industria farmacéutica americana. La doctora era también una de las más temidas, pues de ella dependía la autorización de experimentar en el hombre las nuevas sustancias antivíricas antes de permitir su comercialización.
Hija de un abogado de Filadelfia, nada la destinaba a una carrera administrativa. Convertida en doctora en medicina a los veintiséis años, después de sus estudios en Yale y en Cleveland, Ellen Cooper se había especializado en las enfermedades infecciosas de los niños. La lectura de un pequeño anuncio la empujó un día a interesarse más concretamente por uno de los principales virus de la patología infantil: el de la varicela. Como los mecanismos de contagio de ese germen eran objeto de un profundo estudio en los laboratorios de la FDA, Ellen Cooper se unió a uno de los equipos de investigación. Dos años después, la agencia federal le confió el puesto de médico inspector que actualmente ocupa. Pero, más que aquel ascenso, lo que le dio popularidad fue un encantador acontecimiento familiar. La inspectora Cooper había traído al mundo unos trillizos. La foto de las tres adorables cabezas rubias —Emmy, Benjamin y Kimberley— reinaba en el mejor sitio de su mesa de trabajo, en medio de las pilas de informes científicos que invadían su despacho. Ellen Cooper pasaba de doce a catorce horas diarias examinando minuciosamente los cientos de páginas de aquellos documentos, analizando sus diagramas y sus síntesis. Había tantos, que la doctora tenía que llevárselos a su casa para seguir estudiándolos por la noche e incluso los domingos, después del tradicional paseo por la orilla del Potomac con sus hijos y su marido, un famoso abogado de Washington. «Una vida vulgar de funcionaria —reconoce ella—, pero que a veces me enfrentaba con algún importante problema de salud pública y me daba la satisfacción de contribuir a resolverlo».
La tragedia del sida y los esfuerzos desesperados de la comunidad científica proyectaban ahora a la inspectora Ellen Cooper hasta el centro mismo de un drama crucial. El medicamento a base de esperma de arenque del laboratorio Wellcome, ¿podría ser experimentado en el hombre y, en caso de éxito, podría ser propuesto como tratamiento contra la devastadora plaga? Era ella, y sólo ella, la que tenía la responsabilidad de decidirlo.
Aquel lunes 22 de abril de 1985, el vicepresidente del laboratorio Wellcome encargado de la investigación había venido a someterle los argumentos en favor de tal experimentación. Para apoyar su alegato, David Barry aportó un voluminoso informe que establecía que el AZT presentaba una tasa de toxicidad aceptable para el hombre. Desde el día en que el doctor Jonas Salk hizo ante los censores de la FDA la prueba de que su vacuna contra la poliomielitis podía poner fin a la tragedia del verano de 1953, ningún documento de tanta importancia había entrado en el prestigioso recinto de la FDA. Ningún taquígrafo registró la discusión que tuvo lugar en torno a la mesa oval de la sala de conferencias del tercer piso. Sin embargo, la reunión tenía algo de histórica. Cuatro años después de que un médico de Los Ángeles diagnosticase el primer caso de la epidemia, y dos años después de que unos biólogos del Instituto Pasteur de París descubriesen el virus responsable del sida, funcionarios de la sanidad pública e investigadores de la industria farmacéutica se reunían para asentar las bases de un producto clínico con miras a la experimentación de la primera arma inventada contra la plaga mortal.