La primera explicación que daba Terry Miles a los que solicitaban un empleo en el hospital Saint-Clare era que lo primero que tenían que hacer consistía en «ayudar a morir a los moribundos». Muchos de los que contrató flaquearon en seguida y desaparecieron al cabo de unos días. Otros sufrieron un
stress
tan grande que su comportamiento cambió hasta tal punto que hubo que despedirles. Así ocurrió con aquel enfermero que, al encontrarse de pronto en un mundo de drogados, comenzó a beber frenéticamente litros de café. La toxicomanía de sus pacientes se le había contagiado. Otros, al contacto con enfermos
gays
, descubrieron sus propias pulsiones homosexuales y, bajo la impresión, emprendieron la huida. Otros, finalmente, se encariñaron tanto con los pacientes que no pudieron soportar el verlos morir. «Día tras día, volvían a la habitación del fallecido, con un ramo de flores en la mano y los ojos llenos de lágrimas», recuerda una enfermera.
Aquel otoño fue especialmente mortífero en Saint-Clare. Era frecuente que la enfermedad produjese tres o cuatro víctimas en menos de una semana. «Una atmósfera de duelo, de impotencia y de depresión invadía entonces todo el servicio —cuenta Terry Miles—. Parecía que todo resultaba más difícil». Ron Peterson, el antiguo
marine
del Vietnam sentía que perdía pie. Como no podía explayarse con sus amigos, acabó yendo a un psiquiatra y le confesó: «Todos los que se enfrentan con una situación como ésta necesitan hablar de sus angustias con alguien. Si no, se corre el riesgo de proyectar en los enfermos la propia ansiedad». Para conjurar aquel peligro, Terry Miles organizó unas sesiones de terapia colectiva destinadas al personal. Cada uno podía acudir allí para soltar sus quejas, liberarse de sus frustraciones y compartir su inquietud en cuanto a las reacciones de tal o cual paciente. «Era un alivio inmenso el poder intercambiar impresiones, expresar el desconcierto, recibir el consuelo de los colegas y sentir que no se está solo, que los demás se enfrentan con los mismos dramas», reconoce Gloria Taylor, una enfermera negra de cuarenta años.
Veterana de las unidades de cuidados intensivos de la cirugía a corazón abierto de varios grandes hospitales de Nueva York, Gloria Taylor era uno de los pilares de Saint-Claire. Con su generoso pecho, su sonrisa inalterable y su acento sureño, Gloria recordaba a las nodrizas negras de
La cabaña del Tío Tom
. Nadie asumía su tarea con más fervor y más compasión que ella. Aquella mujer procedente de un ambiente modesto llegaba cada mañana de su suburbio lejano para ayudar a los enfermos agonizantes a irse con dignidad. El sida le había quitado a su más querido amigo de la infancia. «Era mi hermano de leche —explica ella—. Mi madre lo había adoptado como hijo. Era
gay
, pero eso nunca importó entre nosotros». Cuando supo que iba a morir, Gloria le hizo hospitalizar en el lugar donde ella trabajaba. Luchó como una leona para que fuera atendido decentemente, «pero, a causa de ese mal terrible del que nadie sabía nada, se le consideraba como un apestado». Su muerte en tan malas condiciones la trastornó hasta tal punto, que quiso quemar su bata de enfermera. Fue entonces cuando leyó en un periódico un artículo que anunciaba la apertura de la unidad especializada de Saint-Clare. Se presentó en seguida en la dirección indicada. «Todo lo que yo quería —dice ella— era aportar a otros la amabilidad y la ternura que le habían sido negadas a mi hermanito». Cada enfermo que le era confiado se convertía de inmediato en su «hermanito». Gloria tenía el don de recibir a un nuevo enfermo y conseguir que se encontrase a gusto en seguida. «Buenos días, me llamo Gloria y estoy encantada de conocerle y de poder ocuparme de usted. Llámeme por mi nombre, eso me gustará. Verá lo bien que vamos a entendernos». Cuando la gente está a punto de morir, hay que dejar a un lado el señora o el señor —explicaba Gloria a sus colegas—. Esa familiaridad hacía nacer entre ella y sus enfermos una complicidad inmediata, incluso con aquellos que se mostraban más desconfiados u hostiles. Aquel otoño, con su corazón desbordante de ternura y sus dotes innatas de cuidadora, la corpulenta Gloria suavizaba un poco la pesadilla de Saint-Clare.
Le reservaban los casos más difíciles, como el de Damien, un decorador de veintiocho años al que el sida roía el cerebro poco a poco. «Era un hombre maravilloso, pero testarudo como una mula. Podía encerrarse días enteros en un mutismo total —relata Gloria—. Aunque aún sabía sostener un tenedor cutre los dedos, ya no entendía que tenía que llevárselo después a la boca para alimentarse. Hacerle tragar algunos bocados era mi obsesión. Cada cucharada de comida, cada trago de líquido ingeridos representaban mis únicas y pobres victorias sobre su mal. Permanecía horas sentada al borde de su cama, jugando con él, contándole historias, distrayéndolo para hacerle tomar un poco de nata helada o de yogur». Todos, en Saint-Clare, hacían lo imposible para lograr que los pacientes se alimentasen. Unos distribuidores de sopas, de ensaladas, de postres y de golosinas habían sido instalados incluso en los pasillos para que el menor deseo de mordisquear algo pudiese ser satisfecho a cualquier hora del día o de la noche.
Una mañana, Gloria entró en la habitación de Damien y lo encontró en su cama comiéndose delicadamente sus excrementos. «Creí que se me paraba el corazón —dice ella—. Me quedé allí, mirándole, incapaz de hacer un movimiento. Acabé preguntando: “¿Está bueno?” ¿Qué otra cosa podía decir? Él me lanzó una mirada maliciosa y me respondió: “Muy sabroso”. Cuando terminó, tomó su servilleta y se secó cuidadosamente los labios. Después se limpió los dedos y el borde del plato como una persona bien educada. Yo tenía ganas de gritar, pero ningún sonido salía de mi boca. Sólo me quedaban las lágrimas para maldecir al virus que había destruido la razón de mi pobre hermanito».
Gloria y sus compañeros del equipo de cuidadores de Saint-Clare tendrían, aquel otoño, otras muchas ocasiones de maldecir el virus diabólico cuyo descubrimiento se disputaban Robert Gallo y Luc Montagnier. El número creciente de los enfermos toxicómanos hacía cada día más difícil su trabajo. Como Rondy, el ex
docker
, muchos pacientes habían cumplido largas condenas en la cárcel.
«Los toxicómanos —explica Gloria— tenían una personalidad muy diferente de la de los homosexuales. Negaban su enfermedad. Para ellos, sólo una cosa contaba: su dosis de droga. Si les decías: “Esa jeringa va a matarte”, ellos respondían: “Me importa un pito, correré el riesgo”. Ante todo, había que desintoxicarlos, porque era evidente que no podíamos mantener en el servicio a unos toxicómanos activos y agresivos. El sida no les preocupaba: lo que ellos querían era
flipparse
. Tuvimos que separar a ciertos enfermos cuyos compañeros seguían aprovisionándoles. Tuvimos que poner a otros en cuarentena. Según el grado de intoxicación, se necesitaban tres o cuatro semanas para conseguir disminuir sus dosis y, con ello, su dependencia de la droga. Para los que consumían hasta cuatrocientos dólares diarios de polvo, se necesitaba más tiempo. Si no querías matarlos, no podías ir demasiado de prisa. Una supresión demasiado brusca podía producir en los enfermos sudores y alucinaciones e incluso desencadenar comportamientos suicidas. Procedíamos, pues, en etapas sucesivas, con ayuda de los medicamentos de sustitución.
»Pero los toxicómanos son unos extraordinarios comediantes, dispuestos a utilizar todos los subterfugios: fingir morirse por falta de droga, o pretender que un malestar les ha hecho vomitar y que, por consiguiente, necesitan otra dosis. Pero con un perro viejo como yo, pinchaban en hueso. Nunca olvidaré los diálogos que teníamos: “¡Enséñame lo que has vomitado!”, le dije un día a uno de ellos. Él puso un gesto desconsolado: “¡Imposible, Gloria, he tirado de la cadena!” Yo insistí: “¿La cadena del agua? ¿Hace seis semanas que no te has movido de la cama y de repente has podido llegar a los lavabos?” Él me miró, imperturbable. “Sí, Gloria, hoy he conseguido ir solo hasta el WC”.
»El desventurado estaba cubierto de pústulas de Kaposi. El herpes le había devorado la mitad de la retina. Estaba casi ciego. Tal vez le quedaban tres meses de vida. Se burlaba de que lo cuidasen por su sida. Lo que él quería era su mandanga. Habría vendido a su padre y a su madre por una cápsula de polvo».
Si los esclavos de las drogas duras eran sin duda una clase aparte en las salas de Saint-Clare, los procedentes de las
bath houses
y de los salones de orgías no siempre se libraban de parecidas «carencias». Desde los simples
poppers
desencadenantes de la libido hasta las inyecciones de
speed
de cocaína que ofrecían sus chorros de adrenalina y doce horas de un nirvana garantizado y barato, la droga también formaba parte de las costumbres de numerosos homosexuales hiperactivos. De todos los toxicómanos que Gloria se esforzó en amansar aquel otoño, ninguno le dio más guerra que Rondy, el antiguo interno de Sing Sing. Sus gritos y su grosería hacían que el terror reinase cada vez más en los pasillos de Saint-Clare.
Relato de Gloria Taylor
«Ahora ya no pesaba más que unos cuarenta kilos, pero todavía tenía una fuerza hercúlea. Trataba de arañarme y de morderme cada vez que lo tomaba en brazos como a un niño para llevarlo a la ducha. Pero en seis semanas conseguí convertirlo en un cordero. Le hice descubrir algo que él no había sentido nunca en su vida: que alguien le quería. Le instalé en una silla de ruedas y le paseé de habitación en habitación. Rápidamente se hizo una multitud de amigos entre los demás enfermos y el personal. A mí me llamaba “Baby”. Se había convertido en el más cariñoso de los muchachos y yo no lograba aceptar la idea de que iba a morir. Él sabía perfectamente lo que le esperaba: había asistido ya a la horrible agonía de dos de sus amigos. Y me decía: “No quiero irme de esa manera”.
»Una mañana, me tomó una mano y me dijo:
»—Baby, quiero que organices una fiesta en mi habitación y que invites a todos mis compañeros. Quiero decirles adiós.
»Me mandó a comprar juguetes para su hija de dos años, a la que sólo había visto una vez detrás de los barrotes de la cárcel. También quería volver a ver a sus padres, a los que no había abrazado desde hacía quince años, justamente antes de su primer robo. También me hizo invitar a uno de los guardianes de Sing Sing, al cual tenía afecto. Como estábamos muy cerca de Navidad, le sugerí que preparase un regalo para sus padres.
»—¿Qué les gustaría? —me preguntó.
»Yo no soy muy religiosa. Pero animo siempre a todos los enfermos a buscar ayuda y consuelo allí donde puedan, y especialmente en la fe. En la sala de enfermeras hay siempre colgado un papel con la lista de los enfermos que desean la asistencia de un ministro del culto. Delante de cada nombre, una letra identifica su religión: C por católicos, H por hebreos, P por protestantes. La llaman la “Pastoral List”.
»—Verás, creo que el mejor regalo que puedes hacer a tus padres es invitar también a tu
party
al capellán del establecimiento —le respondí—. De ese modo podrá bendecirte con los santos óleos en su presencia.»—Sí —exclamó él, encantado—. Creo realmente que no podría ofrecerles nada mejor.
»El día de la
party
había una veintena de personas alrededor de su cama. Unos habían traído pasteles, otros flores e incluso globos y guirnaldas. Alguien llegó con un radiocassette. La habitación estaba llena de música de jazz. A Rondy le costaba cada vez más respirar; cada uno de sus gestos le exigía un esfuerzo, pero su rostro irradiaba una alegría serena. El capellán rezó la oración de los agonizantes y luego trazó el signo de la cruz sobre la frente de Rondy con un algodón empapado en aceite. Impresionada, la madre rompió en sollozos. Salió de la habitación. Rondy dijo en seguida unas palabras de adiós a cada uno, como si se fuese de viaje. Yo había sentado a su hija en la cama. Con su mano seca y arrugada, Rondy le acariciaba la mejilla. Parecía feliz.»De repente, unos espasmos le sacudieron. Su respiración se hizo irregular. Le puse la máscara de oxígeno, pero él se la arrancó. Nos sonreía. Buscó a su madre con la mirada. Como no la vio, me hizo una seña para que me acercase».