Atraídas por su voz, que resonaba en toda la casa, sor Paula y las otras tres religiosas acudieron corriendo. Al ver a su compañera disfrutar como una niña, lanzaron todas una fulgurante risotada. La Madre Teresa podía estar tranquila. Sus hermanas comenzaban su apostolado en Nueva York con la alegría en el corazón.
Nueva York, USA — Otoño de 1985-invierno de 1986
El año próximo, en Jerusalén
No todo eran tragedias en el hospital Saint-Clare de Nueva York; también había alegrías. Una tarde de diciembre, todo el equipo de asistencia, con el doctor Jack Dehovitz en cabeza, acompañado de los pacientes del piso que tenían fuerzas para dar unos pasos, invadieron la habitación de Josef Stein para felicitarlo antes de su marcha. Una nueva terapia a base de vinblastina, un alcaloide extraído de una planta de la selva amazónica, de propiedades anticancerosas, había hecho desaparecer virtualmente su infección bucal debida al cáncer de Kaposi. El antiguo arqueólogo volvía a comer y había recuperado varios kilos. Nadie que se cruzara con él en la calle habría podido sospechar que estaba enfermo de sida y que probablemente le quedaba poco tiempo de vida.
Esta victoria no había sido conseguida sin dolores. La quimioterapia es una prueba temida por todos los enfermos a causa de las grandes molestias que provoca —náuseas, vómitos, migrañas, diarreas, sudores, escalofríos, erupciones cutáneas— unidas con frecuencia a una grave anemia. La toxicidad de diversos medicamentos es tan mal tolerada por algunos enfermos que es necesario controlar rigurosamente las funciones cardíaca y respiratoria. Ante todo, hay que estar preparados para interrumpir el tratamiento en cualquier momento. Existen, sin embargo, curiosas excepciones. Gloria Taylor, por ejemplo, atendía a un travesti negro que «devoraba como un ogro después de cada sesión de quimio» mientras que, normalmente, ella tenía que pelear mucho para hacerle tragar aunque no fuera más que una cucharada de puré.
Jack Dehovitz y su equipo no se hacían ilusiones: la aparente curación de Josef Stein no era sino un alivio transitorio. Dentro de unos meses, tal vez semanas o sólo días, lo verían entrar otra vez, casi sin tenerse en pie, víctima de una recaída. Estos continuos retrocesos son el drama del sida. «Aunque se corte una infección, se elimine un tumor aquí o allá la enfermedad sigue avanzando inexorablemente —dice el doctor Dehovitz—. Por un lado, el virus está siempre presente y, por el otro, el desmoronamiento del sistema inmunitario favorece el desarrollo de toda clase de enfermedades oportunistas. Disponemos de diversos medios terapéuticos contra las infecciones y el cáncer, pero, por desgracia, no tenemos ninguno contra el virus en sí. Las complicaciones se suceden, se agravan y al fin acaban con la resistencia de los enfermos». El doctor Sam Broder, en su hospital de Bethesda, sus colegas Michael Gottlieb en Los Ángeles, Paul Volberding en San Francisco, Willy Rozenbaum en París y, en general, todos los médicos del mundo enfrentados al sida compartían aquel invierno el pesar de Jack Dehovitz.
Siempre en busca de la noticia sensacional, los medios de comunicación, por el contrario, proclamaban periódicamente el descubrimiento de una nueva panacea. Por ejemplo, un equipo de la cadena de televisión CBS desembarcó una mañana en el hospital Saint-Clare para entrevistar a un paciente y a un médico en relación con un medicamento a base de interferón que estaba en fase de experimentación y que presuntamente curaba los tumores de Kaposi. «El periodista quería a toda costa hacerme decir que yo depositaba grandes esperanzas en esta sustancia y que estaba impaciente por utilizarla —cuenta Jack Dehovitz—. Después de cosechar tantas decepciones, me costaba trabajo ilusionarme por una innovación terapéutica. Yo estaba al corriente de los trabajos que se habían publicado en relación con el producto y sabía que algunos colegas lo habían utilizado ya. Sin mostrarme particularmente ditirámbico, me limité a expresar mi intención de utilizarlo a mi vez, al igual que otros medicamentos. A continuación, el equipo de televisión pasó a la habitación de Josef Stein. Después de grabar a placer todas sus lesiones desde todos los ángulos, el periodista le dijo que acababa de descubrirse un remedio que podía mejorar rápidamente su estado. La grabación fue difundida aquella misma noche, a una hora de gran audiencia. Para dar más énfasis a la reacción de una víctima del sida que se creía condenada a muerte a plazo más o menos corto y que se entera, ante la mirada de millones de telespectadores, de que existe un nuevo producto que puede salvarle, mi intervención había sido pura y simplemente suprimida. El resultado de este intempestivo revuelo televisivo fue deplorable. El reportaje traumatizó de tal manera al pobre Josef que me hizo una escena violenta acusándome de no tener interés en curarlo, puesto que no utilizaba todos los descubrimientos que hacía constantemente la ciencia médica».
Al igual que la mayoría de enfermos de sida, Josef Stein seguía muy de cerca la evolución del mal, el tratamiento que recibía y los avances de la investigación. Leía el
New York Times
todos los días y hojeaba los principales semanarios de información y varias revistas médicas, además de seguir los programas informativos de la televisión y de la radio. Por consiguiente, con frecuencia se dejaba engañar por los medios que suscitaban muchas esperanzas vanas en los enfermos. Ello complicaba considerablemente la labor de los médicos.
Había pacientes que no titubeaban en tomar el avión para México, a fin de adquirir en las farmacias de Laredo o de Tijuana remedios cuya venta estaba prohibida en territorio norteamericano por la Food and Drug Administration. «¿Y en nombre de qué principios podía intentar disuadirles yo, que nada podía ofrecerles? —preguntaría Jack Dehovitz—. ¿Tenía derecho a desalentar a hombres y mujeres que se sabían amenazados por una muerte próxima, impidiéndoles que fueran al fin del mundo en busca de la hipotética esperanza de prolongar su vida? Por desgracia, la experiencia había demostrado que ninguna de las drogas antisida, ni de México ni de ningún otro sitio, era eficaz. Yo había atendido a enfermos que las habían tomado y que, desgraciadamente, habían muerto como los demás. Si hubiera encontrado a uno solo al que uno de estos medicamentos hubiera salvado, no habría vacilado en transgredir las reglas de la ética profesional para obtenerlo clandestinamente, con objeto de que se beneficiaran de él todas aquellas personas a las que día tras día veía agonizar».
Aquella mañana de diciembre, la espectacular mejoría de Josef Stein ponía un aire de fiesta en todo el piso del Saint-Clare. El enfermo predilecto del personal de asistencia estaba levantado, alegre, triunfante. Sam Blum, convencido de haber contribuido a la curación de su amigo, merced a las preces solicitadas a los monjes de la abadía de Latroun y a los profetas de Israel, descorchó una magnum de Dom Pérignon.
— L'chaim!
¡Brindemos por la vida! —exclamó el hijo del rabino de Brooklyn sirviendo el champaña.
— L'chaim!
—respondió el personal a coro.
Tintinearon los vasos. Josef Stein abrazó a Jack Dehovitz.
—¡Eres el rey de los galenos, Doc!
La infección crónica de las mucosas había dado un timbre metálico a su voz. El joven médico se echó a reír.
— No more kzetching!
¡Basta de lágrimas! —respondió en aquella mezcla de yiddish e inglés que les divertía utilizar entre ellos—. Cuando te vayas, parecerá que esto se ha quedado vacío. Todos nos sentiremos un poco huérfanos. No olvides darnos noticias tuyas.
—¡Os mandaré una postal desde Jerusalén! —Josef miró a Sam—: ¿Verdad, hermano? Allí nos iremos para dar una sorpresa a nuestro amigo paralítico y agradecerle sus oraciones.
Dos días antes del previsto para su partida hacia Tel Aviv, Josef Stein despertó con fuertes vómitos que lo fatigaron de tal modo que no tuvo fuerzas para levantarse. Notó que las llagas le inflamaban nuevamente la cavidad bucal, la garganta y hasta la tráquea. Unos accesos de tos breves pero muy dolorosos le sacudían de pies a cabeza. La alta temperatura, acompañada de sudores y escalofríos, confirmó rápidamente una recaída fulminante.
Haciendo acopio de fuerzas, llamó por teléfono a Sam. Para no alarmarle, le propuso retrasar varias semanas el viaje a Israel, a fin de hacerlo coincidir con la Pascua.
—Lo aprovecharemos para llevar a nuestro amigo al Muro de Jerusalén —dijo—. ¡Qué magnífica acción de gracias, tanto para él como para mí!
Más tranquilo, colgó. Antes de tenderse nuevamente en la cama, dejó que su mano vagara un minuto por entre los objetos que llenaban la mesita de noche: su despertador de estudiante, un trozo de sílex tallado procedente de sus excavaciones en Israel y sin duda con más de cien mil años de antigüedad, un marco de plata con la foto tomada en las excavaciones de Gezer, en compañía de Sam y de Philippe instantes antes del trágico accidente, un ejemplar de la Torah y una vieja edición encuadernada en piel negra de los
Mitzvot
, los mandamientos de la Ley judaica.
En una página de este tomo había una señal. Josef la había leído y releído muchas veces durante los últimos tiempos. Había analizado cada frase, meditado cada palabra. Se trataba del
mitzvah
que hacía referencia a la prohibición de realizar cualquier acción que tuviera por objeto quitarse la vida. La prohibición se fundaba en numerosas escrituras sagradas. La obra citaba, concretamente, la réplica lanzada desde las llamas de la hoguera por el rabino Chanadiah ben Terodyan, condenado a muerte en el siglo II. A los que le gritaban que abreviara sus sufrimientos aspirando el humo a pleno pulmón, él respondió: «Es el Creador quien ha dado al hombre su alma. Sólo Él puede arrebatársela. Nadie tiene derecho a adelantar su propia muerte». El texto recordaba que la Ley judaica niega todo servicio religioso y toda manifestación de duelo por el difunto culpable de haber puesto fin a sus días, incluido el rito del
keriah
, por el que los judíos manifiestan su aflicción al desaparecido desgarrando un trozo de su vestido delante de la tumba. En el mismo libro, Josef había descubierto otros comentarios que atenuaban en cierta medida la absoluta intransigencia de este mandamiento. El rabino Yore Deah proclamaba que «toda persona cuya existencia haya llegado a hacerse insoportable está autorizada a abstenerse de hacer algo por prolongarla».
Josef Stein, testigo de tantas agonías en el hospital Saint-Clare, no ignoraba el fin atroz que le esperaba. Había aludido a ello en varias de sus cartas a su amigo el monje de Israel. No era el dolor físico en sí lo que temía, sino la progresiva decadencia que destruye fatalmente todo aquello que constituye el orgullo de vivir. «Yo no me arrepiento de nada —recordaba con frecuencia a los que le rodeaban—. He amado todo lo que he hecho en la vida. Si tuviera que volver a empezar, no cambiaría ni una coma». Al firmar el documento «No deseo reanimación», al principio de su primera hospitalización en Saint-Clare, había expresado su voluntad de no ser mantenido con vida artificialmente.
Esta mañana, al sentirse tan mal, advirtió lo mucho que se había degradado su estado. Pensó en el cruel destino de Philippe Malouf, condenado a pasar el resto de sus días en una silla de ruedas. Al igual que él, Josef sabía que no podría volver a levantarse. Ahora que aún tenía libertad de elegir, ¿no habría llegado el momento de poner fin a una lucha inútil contra un virus más fuerte que él?
En la mesita de noche estaba el frasco de cápsulas blancas que le habían dado antes de su marcha del Saint-Clare. El farmacéutico del hospital había escrito el nombre en la etiqueta. Era Dilaudid, un analgésico más potente que la morfina. Josef contempló con reconocimiento aquellas pequeñas bombas químicas que tantas veces habían calmado sus sufrimientos y mantenido su voluntad de vivir. Normalmente, bastaba una sola para calmar los dolores más intolerables. ¿Cuántas harían falta para suprimir para siempre el mal supremo, el de una existencia que llegaría a hacerse insoportable?
Antes de buscar la respuesta, quería hablar con el amigo que tanto le exhortara a aceptar su destino hasta el final, a hacer suyos los lamentos de Jeremías, a escuchar la voz de Isaías proclamando que «el que soporta el sufrimiento del mundo es el que redimirá la desgracia de los hombres». Josef Stein marcó el número de teléfono de la abadía de los Siete Dolores de Latroun. Mientras pulsaba los dígitos del teléfono, volvió a ver mentalmente el pequeño cementerio situado detrás de la iglesia, su seto de ciprés, sus matas de asfódelos, sus hileras de cruces de madera clavadas en la tierra grabadas sólo con nombres de pila.