—Dios, al infligirles el sida, les ha castigado más duramente que la justicia de los hombres, señor alcalde. ¿No le parece que merecen nuestra compasión?
—Está bien, hablaré con el gobernador —acabó prometiendo Ed Koch—. Y mientras esperamos su decisión, trataré de hallar para ustedes otro edificio en Nueva York, para que estén en condiciones de acogerlos, llegado el caso.
—¿Un edificio en Nueva York? —protestó la religiosa— ¡Ni hablar! Lo que nosotros necesitamos es una casa en el campo. Tanto en la India como en otros países, Gobiernos y particulares nos han ofrecido terrenos en los que hemos podido instalar a los leprosos. Nuestras granjas y poblados acogen hoy a ciento setenta y ocho mil. Ellos cultivan verduras, crían pollos y peces. Ellos mismos han construido allí sus casas. Debería usted venir a verlo, señor alcalde, lo encontraría muy interesante.
Ed Koch se rascó los ricitos que le quedaban en la nuca. La perspectiva de ir a hacer turismo por las colonias de leprosos de la Madre Teresa no le entusiasmaba.
—Madre, las personas que tienen el sida se encuentran muy mal —se limitó a observar—. Muchos ni siquiera pueden tenerse en pie. Además, la mayoría carecen de cualificación. ¿Cómo quiere que, de la noche a la mañana, se conviertan en carpinteros, fontaneros o electricistas?
La Madre Teresa agitó con amplio ademán su mano grande y callosa.
—Si leprosos que no tienen dedos, ni manos, ni pies pueden construir casas, ¿por qué no han de poder hacerlo unos individuos que tienen todas las extremidades? Si no saben, nosotros les enseñaremos. No faltarán buenas personas capacitadas que vengan a echarnos una mano.
—¿Y cómo piensan equipar y amueblar todas esas viviendas?
Una sonrisa maliciosa acompañó la respuesta favorita de la Madre Teresa.
—Dios proveerá, señor alcalde.
—De todos modos, lo que me pide no puede hacerse en un día —respondió Ed Koch visiblemente exasperado—. Hará falta tiempo. Vuelva a verme dentro de tres meses.
Ningún argumento podía desarmar a la mensajera de los que sufren.
—Le daré todo el tiempo que haga falta —concedió. Pero señalando al alcalde con el índice agregó con voz firme—: Aunque puede estar seguro de que no le dejaré en paz hasta que se haga.
La religiosa se puso en pie y, al despedirse del alcalde, dejo una hojita encima del escritorio.
Cuando volvió a su mesa, después de acompañar a la religiosa, Ed Koch leyó el mensaje que ella le había dejado: «El fruto del silencio es la oración, el fruto de la oración es la fe, el fruto de la fe es el amor. Y el fruto del amor es el servicio a los demás. Madre Teresa».
El llamamiento de la santa mujer para la liberación de todos los prisioneros enfermos de sida y su traslado a una comunidad rural hizo el efecto de una bomba. La prensa le dedicó grandes artículos en primera plana. Mario Cuomo, gobernador del Estado de Nueva York, conmovido, prometió estudiar medidas de gracia para los casos más graves. Varios propietarios de terrenos y edificios agrícolas en desuso los ofrecieron al municipio. Curiosamente, la audaz sugerencia fue a provocar cierta reticencia precisamente en la jerarquía católica local. «¡Esa vieja y su granja me dan pesadillas! —declaró monseñor James Cassidy, responsable de la obra social y sanitaria de la archidiócesis—. No tiene ni idea de lo que es Nueva York. ¡Se cree que está en las chabolas de su querida India!»
Efectivamente, Nueva York era muy diferente de Calcuta. Las jóvenes religiosas indias no tardarían en darse cuenta. Durante los veinte años que había estado al frente del asilo de moribundos de Calcuta, sor Paula había atendido a más de cincuenta mil personas sin tener que rendir cuentas a nadie más que a su conciencia. Desde que asumió la dirección del hogar Ofrenda de Amor, las inspecciones de los servicios de prevención de incendios, higiene, sanidad, vivienda y la obligación de tomar toda clase de medidas de seguridad, tales como envasar hasta el más pequeño desperdicio en un contenedor hermético e inviolable (con gran disgusto, ya que ello privaba de un ingreso a los traperos), en suma, la reglamentación minuciosa de una ciudad americana, se le antojaba una intolerable injerencia que coartaba su misión de caridad. Cuando un funcionario concienzudo pretendió un día revisar la instalación eléctrica, ella lo echó gritando:
— It's not your business how we do things here!
¡No es asunto suyo cómo hagamos aquí las cosas!
Por otro lado, en esta megápolis en la que hay tantas opiniones como ciudadanos, el que unas monjas católicas atendieran a los «apestados» de sida no podía menos que suscitar las más diversas reacciones. «A cada momento llamaban a la puerta —explica sor Ananda—. Unos venían a animarnos y ayudarnos, otros, a insultarnos y a abuchear a los enfermos, o a ofrecernos una cura milagrosa. Había personas admirables, pero también muchos desequilibrados, peores que los que había visto en la leprosería de Benarés en el asilo de moribundos de Calcuta».
La circunstancia de que entre los primeros enfermos acogidos en Ofrenda de Amor hubiera numerosos toxicómanos causó mala impresión entre los homosexuales residentes en Greenwich Village. La integración de las monjas indias en el barrio se vio dificultada hasta el día en que sor Paula decidió no limitar los servicios de su pequeña comunidad a los enfermos de sida. La sopa popular que se repartía en el atrio de la iglesia de Santa Verónica y las visitas a los pobres y a los ancianos pronto le valieron el agradecimiento unánime. «La Ofrenda de Amor y su personal no tardaron en ser vistos como una isla de caridad y esperanza por todos los habitantes del barrio», dice Terry Miles, el
clinic coordinator
del Saint-Clare. La dirección del hospital le había encargado la supervisión de los cuidados administrados por las religiosas a los acogidos. En un primer momento, se sintió desconcertado. «Aquellas indias habían venido de su tierra con la idea de que tendrían que seguir ayudando a los moribundos a morir en paz», dice. Y tuvo que explicarles que la situación era diferente. «Nuestros enfermos no son pobres a los que hayamos recogido en las calles —les dijo—. Son norteamericanos en la flor de la vida, fulminados por un virus mortal. No basta con ofrecerles una cama, un baño diario, un poco de alimento y palabras de consuelo. Al igual que todos los ciudadanos de este país, tienen derecho a un tratamiento médico apropiado. En nuestra calidad de personal sanitario, debemos recurrir a análisis biológicos, terapia intravenosa, inyecciones, oxígeno y medicamentos». El discurso dejó indiferentes a las monjas. «Era como si les hubiera hablado en griego o en chino —cuenta Terry Miles—. Mi planteamiento era completamente extraño a la mentalidad de unas mujeres que consideraban que su misión primordial era la de acompañar a los moribundos al camino del Paraíso, y no la de tratar de prolongar su triste existencia».
Terry Miles todavía se estremece al recordar las dificultades que tuvo para preparar al personal de Ofrenda de Amor para su verdadera misión. «Hablar de esperma, de sexo, de libido, de grupos de riesgo, a unas monjas educadas en la más rigurosa moral católica me parecía inconcebible —reconoce—. Ellas no sabían absolutamente nada del sida ni de las costumbres sexuales de la mayoría de sus víctimas. La hojita informativa que les habían dado en la escala de Roma parecía destinada a un niño de seis años. Había que enseñárselo todo». Terry Miles se instituyó en abogado del diablo. «No por llevar un crucifijo en el pecho estarán a salvo —les dijo—. Al contrario, algunos de los enfermos se divertirán escandalizándolas. Prepárense a oír las mayores barbaridades».
En su tarea de educador, Terry Miles recibió un inesperado respaldo. Josef Stein, intrigado por la apremiante recomendación de su amigo de la abadía de Latroun, solicitó permanecer varios días en el hogar, a fin de conocerlo mejor en compañía de sor Ananda. Una amistosa complicidad se estableció pronto entre la india y el ex arqueólogo norteamericano. Inmediatamente, él advirtió «su perfecta práctica del cuidado al prójimo». ¿Era la suavidad de sus gestos, su don para adivinar hasta el menor dolor o desasosiego? ¿Era la intensidad de su mirada y la pureza de su sonrisa? Josef Stein nunca se había sentido objeto de semejante calidad de amor. «Sin duda, sus motivaciones religiosas no coincidían con mis convicciones —dice—, pero lo cierto es que aquella muchacha le daba a cada enfermo la sensación de ser el centro del mundo». Un día, mientras ella le daba masaje en las piernas, sor Ananda se aventuró a interrogar a Josef Stein sobre el origen de las pústulas violeta que tenía en todo el cuerpo. Josef se lo explicó. Incluso se impuso el deber de no ocultarle nada, el descubrimiento de su homosexualidad en un tren, la revolución
gay
, las
bath-houses
de San Francisco, sus correrías en Israel, su velada en la ópera y el anuncio del terrible diagnóstico. Sor Ananda, con la mirada baja, atenta al trabajo de sus dedos sobre la piel martirizada, le escuchaba en silencio. Para ella, en lo sucesivo, el sida ya tendría una historia y una cara.
Sor Paula no tuvo la suerte de habérselas con un enfermo tan cortés. Pocos días después de la Nochevieja, dos enfermeros del Saint-Clare le llevaron a Orlando, un travesti de treinta y dos años, de labios rabiosamente pintados, pestañas y senos postizos y peluca de largos cabellos rubios y lacados. Vestía un traje ajustado que le obligaba a andar con pasitos cortos. El saludo y el sari indios de sor Paula suscitaron en él un cacareo de regocijo y se precipitó a abrazarla. La religiosa lo rechazó sin contemplaciones.
— Darling
, ¡no tengas miedo! —protestó él con su voz de falsete—.
Sugar
no va a hacerte daño.
Sor Paula supo después la razón por la cual Orlando se hacía llamar
Sugar
. Era el apelativo cariñoso que Humphrey Bogart dedicaba a su esposa, la actriz Lauren Bacall, a la que el travesti imitaba cada noche en los cabarets de la ciudad baja. Además, para ganarse la vida,
Sugar
se prostituía en el interior de un camión de mudanzas aparcado en la orilla del Hudson. Por las señales de los brazos, se comprendía también que era consumidor de droga dura. Su maquillaje no podía disimular que el sida le atacaba cruelmente. Todo su cuerpo, hasta la planta de los pies, no era más que un manto violáceo de tumores de Kaposi.
Sugar
sabía que no le quedaban más que varios meses de vida, pero la enfermedad todavía no lo había noqueado.
—Sígame —dijo sor Paula—. Le llevaré a su habitación.
El travesti agitó furiosamente las pestañas.
—Mira,
darling
,
Sugar
nunca obedece órdenes de nadie.
La cosa empezaba mal. Aunque aquel enfermo no tuviera techo ni familia, no le faltaban amigos. Muy pronto, en Ofrenda de Amor alborotaba una horda ruidosa y chabacana. Sor Paula no tardó en comprender el interés de aquellos visitantes por su curioso pensionista. El travesti era uno de sus mejores clientes. Todos los días se inyectaba trescientos dólares de heroína.
¡Pobre sor Paula! Tenía razón Terry Miles. Los males de Nueva York eran mucho peores que la pobreza de Calcuta. Esta realidad, empero, no asustó a la religiosa: ella sabría imponer disciplina a aquella fauna. Tres días después de la llegada de
Sugar
, la hermana colgó en la entrada de la residencia un cartel en el que se enumeraban las medidas que ella había decidido tomar: expulsión inmediata y definitiva de todo paciente que tuviese en su poder bebidas alcohólicas o estupefacientes, instauración de un horario de visitas, supresión del uso del teléfono durante los rezos de las monjas, apagado de luces a las ocho y media de la noche.
Este rigor provocó un clamor de indignación en los medios
gays
de la ciudad. Los responsables del Saint-Clare protestaron a su vez. Algunos periódicos pusieron en la picota a «las monjas-cabo-de varas de Washington Street». Aun frente a una plaga mortal, la nación daba más importancia al respeto a las libertades individuales que a la curación de sus ciudadanos en peligro de muerte. Sor Paula no cedió ni siquiera en lo referente al horario de visita. Toda visita que no fuera de la familia, a sus ojos era una amistad sospechosa: un compañero de bebida, de juego, de droga o de sexo. Esta intransigencia creó problemas con los
buddies
que no eran nada de eso, sino únicamente «amiguetes», camaradas. La extrema debilidad física y psíquica provocada por el sida había inducido a los medios homosexuales a crear asociaciones de ayuda mutua cuyos abnegados representantes eran estos visitantes altruistas.
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Cada
buddy
tenía a su cargo a un enfermo especialmente desamparado. Le ayudaba a arreglar sus asuntos personales y permanecía varias horas a su lado, para hacerle compañía y animarle a comer. Hacía sus recados, le consolaba, le asistía en sus últimos momentos y, después de su muerte, se encargaba de los trámites. El equipo de asistencia del Saint-Clare que desde hacía tiempo sabía que los
buddies
eran insustituibles, confió a Terry Miles la misión de conseguir que sor Paula suavizara el reglamento de Ofrenda de Amor. «Yo comprendí que el problema radicaba en una cuestión semántica —explica el
clinic coordinator—
. Para la religiosa, la palabra
buddy
evocaba todas las infamias imaginables. Yo le propuse sustituirlo por el de
concerned visitor
(visita de amparo), y el asunto quedó resuelto». Terry Miles, por el contrario, fracasó en otro de sus intentos de mediación. A su argumentación de que la televisión ayudaría a los enfermos a olvidar su estado y mitigar el aburrimiento, sor Paula objetó que también impediría toda posibilidad de desarrollar la comunicación entre los pensionistas del hogar. Era preferible ofrecerles juegos de salón, libros, discos o cassettes que «permitir que se encerraran todo el día en un embrutecimiento solitario delante de una pantalla». El aparato que les había regalado un generoso donante nunca salió del embalaje.