Aprendí cine de dos maneras. En primer lugar viendo películas, cosa que hice desde muy joven. Conservo un recuerdo muy vivo de
Pinocho
(Pinocchio, 1940), una película de la que puedo decir que, aunque sólo tenía cuatro años, dio nacimiento a mi vocación de cineasta. A continuación vi cientos y cientos de películas, y conocí el cine apreciando el trabajo de ciertos directores y embriagándome, poco a poco, con el deseo de formar parte de esa lista de nombres que reverenciaba. Diría que ésta fue la primera etapa de mi aprendizaje. La segunda etapa consistió, evidentemente, en
hacer
films.
Y en este sentido aún hoy sigo aprendiendo. En cambio, no creo que ser ayudante constituya un excelente método de aprendizaje del cine. Trabajé diez años como ayudante porque era una manera de ocupar el tiempo antes de poder hacer mi primera película, de ganarme la vida en el trabajo que me gustaba. Pero ser ayudante es un trabajo de… jefe de estación, digamos. No tiene nada que ver con ninguna virtud artística. Se puede ser un excelente ayudante y un mal cineasta, o al contrario. Te enseña a gestionar un plato, es cierto. Pero jamás te enseñará a hacer una película.
VAMPIRIZO A TODO EL MUNDO
Es fundamental escribir mis propios guiones. En mi opinión, los cineastas que filman el guión de otro hacen un trabajo de artesanos; fabrican un traje a medida, siguiendo siempre el deseo y la morfología de su cliente, mientras que alguien responsable de su guión y puesta en escena es un artista en el sentido completo de la palabra. Por su cuenta y riesgo, por supuesto. ¡Y por cuenta y riesgo del espectador! Semejante discurso «de autor» puede parecer extraño por mi parte, pues la mayoría de mis guiones son adaptaciones de novelas. Pero creo sinceramente que esas adaptaciones son tan personales como mis guiones originales, porque a fin de cuentas son una manera de vampirizar un tema y llevarlo hacia algo que me corresponde íntimamente. Si esos libros me gustaron es porque en el fondo armonizan con lo que pienso, con lo que soy. Y no tengo ningún escrúpulo a la hora de apropiármelos. Lo digo con humor, pero sin ningún cinismo. Es una paradoja de la que soy consciente: creo enormemente en la importancia del trabajo colectivo en el cine, y al mismo tiempo, me declaro el autor definitivo de mis films. Vampirizo a todo el mundo: a los autores de novela, a los técnicos, a los actores… ¡Les chupo la sangre para que ofrezcan lo mejor de su talento, y luego yo sólo tengo que firmar la película!
(Risas.)
Bromas aparte, diría que, evidentemente, lo que hace que una película sea
mi
película es que sólo yo sé dónde voy. Y, sin embargo, lo sé intuitivamente, no es algo que pueda explicar de forma clara. Es divertido, porque una vez que se estrena el film, los periodistas me preguntan: «¿Qué ha querido decir al hacer eso?». Y la verdad es que no he querido decir nada en absoluto. Al contrario. Mis films son cuestionamientos, no afirmaciones. Por ejemplo, en el caso de
Betty Fisher
(2001), algo me perturbó en la novela, y realicé el film para tratar de comprender qué era. La película es la búsqueda de esa respuesta. Por lo tanto, para mí cada film es una exploración. Es una forma de buscarme a mí mismo en relación con ciertos temas, y a fin de cuentas, esa exploración crea una forma de expresión. Pero eso funciona en este sentido, no en otro.
HAY QUE REINVENTARLO TODO
Evidentemente, existe una cierta gramática del cine, en la que aprendemos que un contrapicado produce un efecto, que un
travelling
produce otro, etcétera. Sin embargo, me parece muy peligroso ceñirse a estas reglas. Incluso diría que si es útil conocerlas es sólo para intentar transgredirlas a continuación, reinventarlas y demostrar que podemos hacer lo contrario y llegar al mismo resultado. Por ejemplo, durante mucho tiempo mi generación reivindicó un principio de control absoluto, con la necesidad de disponer de un punto de vista único en cada escena. Yo me fui alejando progresivamente de esta manera de pensar. Y después de algunas películas empecé a rodar con dos o tres cámaras simultáneamente. Así pues, creo que es posible, e incluso útil, tener muchos puntos de vista en una escena. Es en el montaje cuando organizo las cosas, con vistas a un cierto relato, una cierta emoción. Esta manera de trabajar me conviene más, porque permite adquirir el control en la etapa del montaje, que es un contexto de trabajo relativamente cómodo, más que el rodaje, que normalmente no es más que una obra gigantesca. Por supuesto, la experiencia del vídeo digital en
La Chambre des magiciennes
(2000) me influyó poderosamente en este sentido. Sentí tal libertad de expresión en el rodaje de esta película, con esas cámaras minúsculas, que no podía volver a la pesada estructura del 35mm sin cambiar determinadas cosas. El vídeo digital es una verdadera revolución técnica, pero también una revolución económica. Sin embargo, no se trata de hacer desaparecer el 35mm, evidentemente. Creo que el vídeo digital abrirá puertas, para empezar a muchos jóvenes cineastas que dispondrán de un acceso más fácil al largometraje, pero también a cineastas más asentados, que quizá no se atrevían a probar ciertas cosas por una especie de autocensura económica. Ya escucho las quejas de algunas almas tristes. Dicen: «¡Jesús, nos van a inundar con películas pésimas!». Pero lo que más les inquieta, evidentemente, es la pérdida de poder, porque la técnica del 35mm es tan compleja que otorga un verdadero poder a quienes la dominan. Ahora bien, se trata de un poder falso. Y creo que el acto de filmar, de contar una historia en imágenes, es mucho más natural de lo que se pretende.
LA CÁMARA VIENE DESPUÉS DE LOS ACTORES
Cuando hoy se habla de «puesta en escena», tendemos a referirnos especialmente a lo que concierne a la cámara, y el modo en que la cámara filma las cosas. Sin embargo, para mí la puesta en escena es ante todo la ubicación y la interpretación de los actores en un decorado determinado. La cámara viene después. Y la fusión de ambos es lo que origina el cine. Cuando digo que la cámara viene después, no estoy siendo del todo exacto: desde un punto de vista cronológico, pienso en ello antes, es decir, que al llegar al plato para rodar una escena, ya he hecho trabajo «de oficina», en el que he ideado una planificación de la escena, con ciertos tamaños de plano, desplazamientos de la cámara, etcétera. Sin embargo, estas previsiones las guardo para mí. Empiezo a trabajar la escena con los actores, sin imponerles nada en absoluto, sin proporcionarles indicación sobre su posición. Y a continuación atiendo a lo que ellos me proponen. Si me gusta, cambio lo que tenía previsto. Si no me satisface, o si los veo desamparados o pidiendo que los guíen, saco mis notas e imparto instrucciones. Al final, la escena es una mezcla de todo ello, y sólo en ese momento interviene la cámara. O más exactamente, las cámaras, porque, como ya expliqué antes, suelo trabajar con al menos dos. Mi manera de organizarme a este respecto consiste en que hay una cámara que dirijo yo mismo, es decir, explico al operador cómo quiero que film. Durante ese tiempo, el operador de la otra cámara espera. Observa dónde se sitúa la primera cámara y en función de ello elige otra opción, que me propone. Así obtengo dos puntos de vista muy distintos: uno que yo he elegido, que es el fruto de mi reflexión y mi voluntad, y otro algo más aleatorio, más sorprendente. Al final me doy cuenta de que utilizo muchos planos de esta segunda cámara. Quizá tantos como de la primera.
SI LA TÉCNICA ES VISIBLE, HE FRACASADO
Cuando empecé, mi actitud era muy inflexible, ya sea respecto al texto (del que me negaba a cambiar una sola línea en el plato), la dirección de actores o las decisiones de realización. Evidentemente, se trataba de miedo, miedo a que se me escapara algo o mi autoridad fuera cuestionada por mis actores o colaboradores. Digamos que fue un error de juventud. En la actualidad soy menos reticente a probar todo tipo de cosas, a adaptarme e incluso a mostrarme oportunista ante la realidad. De hecho, me preparo meticulosamente con antelación, de modo que pueda desprenderme de todo en el último momento sin la menor inquietud. Lo fundamental, evidentemente, es mantener un rumbo coherente con la idea general del film. De todos modos, nunca he tenido ideas muy rígidas en cuanto a la técnica. Recuerdo que en cierto momento me negué a utilizar objetivos por debajo de los 40mm, pero fue debido a la mala pata de mis inicios, cuando utilicé focales cortas sin pensar en ello, y me encontré con personajes que parecían perdidos en la imagen. En el tipo de cine que realizo, en el que trato historias más bien intimistas, la focal larga permite una mejor presencia de los actores. Resalta los rostros en relación con el decorado, que se difumina. Siempre he sentido predilección por el uso de la focal larga en lugar de la corta. Sin embargo, la técnica no me obnubila. O más bien sí: le doy una gran importancia al hecho de que sea invisible. Necesito avanzar, escondido. Puedo recurrir a cualquier cosa, un
travelling
, un movimiento de zoom, una panorámica, etcétera, siempre y cuando sea invisible, porque si el espectador es consciente, aunque sólo sea por un segundo, del modo en que estoy filmando, significa que no sigue la historia, que ha desconectado. Y si ha desconectado, yo he fracasado.
CON LOS ACTORES HAY UN COMPROMISO AFECTIVO
La dirección de actores se adquiere, sencillamente, con el aprendizaje de la vida. Me tienta hablar de educación, pero sería un tanto pretencioso por mi parte. No, es una cuestión de relación humana. Pero así como la técnica ha podido acomplejarme durante mucho tiempo, siempre me he sentido completamente a gusto con los actores. Sin duda porque al final me parece más excitante compartir una emoción con una persona que con una cámara. Por eso me gusta tanto el vídeo digital. Porque en el fondo, la cámara me importa poco. Si dispongo de un buen operador, me alegra delegar en él esa tarea. Sin embargo, en el trabajo de dirección de actores hay algo que claramente tiene que ver con la relación amistosa o amorosa. Algo profundamente afectivo y que me nutre enormemente. Todo parte de lo que convenimos en llamar seducción. Un actor o actriz me seducen, y se crea una especie de compromiso afectivo. Me digo que podríamos trabajar juntos, que saldrá algo interesante, etcétera. Así pues, en realidad no elijo a los actores en función de los papeles. O los elijo justamente porque son lo opuesto a un papel. Es el caso de Nicole Garcia en
Betty Fisher
. la escogí porque me parecía más impactante una mujer que, a priori, no inspirara miedo para un papel que diera miedo. Una verdadera voluntad de
anti-casting
. Al margen de ello, tras mi deseo inicial de trabajar con un actor, le toca a él, una vez leído el guión, aceptar o no participar en la película. Exploramos juntos ese deseo. Planteo muchas preguntas al actor acerca de lo que le gusta y no le gusta del proyecto. Y de esa discusión empieza a nacer una relación de trabajo. La mayor parte del tiempo hablamos muy poco del personaje. Más bien se trata de observaciones generales y asociaciones de ideas que emergen de diferentes conversaciones sobre el texto. Creo que así aprendo mucho más sobre el actor, y que él conoce mejor mis intenciones que si impartiera una dilatada charla sobre la psicología de su personaje.
Contrariamente a lo que pueda pensarse, no soy un director impositivo. De hecho, me gusta explorar. Acepto perfectamente que un personaje pueda cambiar con relación a mi imaginario como guionista. Y dejo la puerta abierta a esos cambios, porque de no ser así sería como tratar de introducir un pie demasiado grande en un zapato muy pequeño. Se crea una sensación de malestar que se traduce en la pantalla.
BUSCO MI VERDAD
En estos últimos años he empezado a operar un giro en mi método cinematográfico. Empezó en
L’Accompagnatrice
(1992), que me ha parecido, y aún me parece, un poco forzada, un poco fría. En ese momento advertí que mi trayectoria había consistido en tratar de demostrar siempre, tanto a los demás como a mí mismo, que sabía hacer «cine», y que esto me arrastraba a una especie de artificiosidad y no necesariamente a las películas que tenía que hacer para sentirme bien conmigo mismo. Así pues, a partir de
Esa sonrisa
(Sourire, 1994), una película que se puede rechazar perfectamente, empecé a buscar una especie de verdad en lo que hacía, no necesariamente la verdad del realismo, sino una verdad personal. En pocas palabras, empiezo a filmar lo que
quiero
filmar, y no lo que creo que
debo
filmar. Cada vez que realizo una película, la hago en mayor medida para mí. Quiero explorar algo, y me entrego a ello con toda irresponsabilidad comercial. Sin embargo, como he visto muchos films, y como creo ser buen público, siempre me pongo un tanto en el lugar del espectador. Pero lo hago como Hitchcock, es decir, pretendo manipularlo, acorralarlo, volverlo prisionero de mi película. Por lo tanto, siempre tengo en cuenta al público, pero no para complacerlo necesariamente.
Filmografía
La question ordinaire
(1969),
Camille
(1971),
La mejor manera de andar
(La meilleure façon de marcher, 1976),
Dislui que je l’aime
(1977),
Garde à vue
(1981),
Mortelle randonnée
(1983),
L’effrontée
(1985),
La pequeña ladrona
(La petite voleuse, 1988),
L’Accompagnatrice
(1992),
Esa sonrisa
(Sourire, 1994),
Les enfants de lumière
(1995),
La classe de neige
(1998),
La Chambre des magiciennes
(2000),
Betty Fisher et autres histoires
(2001), La
petite Lili
(2003).
Alejandro González Iñárritu
1963, México, D.F.
Una de las reglas que me propuse al crear
Lecciones de cine
consistía en seleccionar cineastas cuya experiencia y carrera fuera de tal riqueza, cuantitativa y cualitativamente, que pudieran atribuirse, de forma indiscutible, el título de «profesores», por virtual que éste sea. Por esta razón puede parecer sorprendente encontrar aquí a Alejandro González Iñárritu, que al realizar esta entrevista sólo había dirigido dos films. Desde luego, ¡pero qué dos films! Para ser honesto
, Amores perros
es de una intensidad y maestría tales que esta primera película me habría bastado para decidirme. En una época en la que el cine más innovador parece provenir de Asia o América del sur, Iñárritu aparece como la punta de lanza de esta nueva generación. Instalado en Los Ángeles, donde prepara su próximo film (que produce él mismo, para conservar su independencia ), el cineasta mexicano me recibió cordialmente en su casa, y me habló durante tres horas con la fogosidad y determinación de un joven conquistador
.