Read Mascaró, el cazador americano Online
Authors: Haroldo Conti
—¿De dónde vienen?
—¡De Tapado!
—Te oigo perfectamente. Hace unas cuantas horas que lo pasaron a un lado.
—¿Qué viene ahora?
—Según. Por delante, nada. A tu izquierda, Horqueta; a tu derecha, Tres Sargentos.
El Príncipe miró al Boca.
—¿Qué se hace?
—Da lo mismo.
—¿Cuál está más cerca de los tres? —preguntó al hombre.
—Más o menos igual.
—¿Cuál te parece mejor?
—Ninguno.
A través del hombre parecía verse lo que había detrás, esa vaguedad de un solo y encendido color, bronce o púrpura.
Sonia sacó la cabeza y preguntó qué pasaba.
—Nada. Entra.
El caballero se quitó la gorra. Tenía una gorra agujereada por debajo de la cual brotaban sus grasientos pelos como un arbusto encendido. Sus ojos parecían cubiertos de escarcha.
—Sube y volvemos a Manzano —dijo el Príncipe.
El hombre rechazó con la cabeza.
—Me gusta andar solo. No lo tomes a mal. Además, no voy a Manzano.
—¿A dónde vas?
—¡Al mar! —gritó con alegría.
—¿A qué parte?
—Al mar, ¿no es uno solo, acaso?
—Sí, en cierta forma.
—Pues allí voy.
—¿Qué te lleva?
—Nada. Nunca lo he visto. ¿Tú lo has visto?
—Claro.
—¿Cómo es?
—Hay que verlo.
—A eso voy.
—Es como un fuego encendido en la noche. Nunca te cansas de mirarlo… Parece vivo.
El hombre se golpeó las manos entusiasmado levantando una nube de polvo.
—Sigue, sigue…
—No. Tienes que verlo tú mismo.
El hombre aceptó un pedazo de queso y un jarro de vino. Le bastaba con eso. Luego enfiló hacia el enrojecido horizonte. El Príncipe trepó al techo y lo miró hasta que se borró por completo, enteramente rojo.
—Bueno, ¿a dónde? —preguntó Boca Torcida.
El viento había calmado.
—Sigue sus huellas —dijo el Príncipe.
El Boca sacudió las riendas y echó el carro hacia adelante sobre las pisadas del hombre, que se hicieron cada vez más tenues.
Al caer la noche encendieron un gran fuego. Cada uno se metió en la oscuridad por un lado y trajo de esas ramas blancas, como huesos retorcidos, que echaban puñados de chispas y murmullaban al quemarse. El Príncipe se sentó algo apartado y se quedó mirando las llamas. Casi todos terminaron por hacer lo mismo. Callaban y miraban y cada tanto entraban a la oscuridad y volvían con un manojo de ramas habladoras. El fuego alborotaba y se remecía como el mar, pero por detrás, a sus espaldas, presentían ese enorme anillo de tinieblas que avanzaba o retrocedía según la intensidad del fuego y que tenía sus propias voces. Las chispas eran más y más encarnadas y se deshacían con un estampido. Por arriba del resplandor, fijando la vista, se discernían las frías estrellas del desierto.
Oeste, acurrucado en las sombras, comenzó a soplar la flauta. Pero luego le entró un poco de miedo porque el sonido se alargaba para atrás y parecía venir de la oscuridad. Así que dejó de soplar. Después el fuego se redujo, perdió su plumaje, enmudeció, era un racimo de piedras encendidas. Y cada piedra se inflamaba silenciosamente por dentro y se apagaba un poco y descargaba una cáscara delgada, blanca. Entonces brillaba de nuevo.
El Príncipe y Oreste quedaron solos. Al amanecer seguían allí, sentados frente a un montón de cenizas.
Apenas el sol enrojeció la arena, volvieron a arrancar. Las pisadas del hombre que iba hacia el mar habían desaparecido por completo. Cuando comenzaron a seguirlas, el carromato torció un poco a la derecha, de manera que con algo de suerte podían acertarle a Tres Sargentos. Farseto opinaba que estaba más a la derecha y señalaba aquella inmensidad con un dedito encorvado. Señaló en varias ocasiones, pero cada vez el dedito se corría otro poco. Inclusive subió al techo del carromato y permaneció ahí un buen rato con el brazo extendido hasta que bajó cubierto de arena. Farseto se mostraba muy voluntarioso, pero de tomar en cuenta ese dedo jamás llegarían a Tres Sargentos ni a parte alguna, a menos que aquellos pueblos cambiasen continuamente de lugar, en cuyo caso era inútil preocuparse por el rumbo. El viento sopló todo el día, así que Farseto señalaba una cavidad de polvo, eso es lo cierto.
La arena arañaba las maderas, raspaba las ropas, se enroscaba en las orejas, chisporroteaba. Uno se llenaba de rumores, se habitaba de polvo, se blanqueaba igual que aquellas ramas que apuntaban al cielo como osamentas y a veces levantaban vuelo. Alguno de los hombres subía al techo del carromato y trataba de ver un poco más lejos. Veía un poco más de arena.
Al mediodía el Nuño repartió carne fría, galleta, vino.
Después, un poco de café. No pararon. No tenían ningún apuro pero ese rodar y rodar se les metía adentro con el polvo. Podían seguir así el resto de la vida. Los hombres meaban desde arriba de los carros, a favor del viento, como en los barcos. Si se pudrían o encalambraban caminaban a la par. Apenas cambiaban algunas palabras, a los gritos.
Con los restos del cabrito, huesos machacados y harina de maíz el Nuño preparó la comida del Budinetto. El Nuño está algo delgado, un poco ojeroso. Es y no es el mismo. No es el mismo. Enciende la cocina y canta
Barcarola triste
. La voz sale con el humo por la chimenea del carromato pero suena mucho más atrás porque se la lleva el viento.
Perinola se metió en la jaula de Budinetto, siempre en marcha, y trató de inducirlo a que probara aquel menjunje, al cual el Nuño le añadía, para darle un toque salvaje, una cucharada de grasa de pella, rancia, con la que sobaban los cueros. Los viajes lo deprimían al Budi. Ocurre con todos los leones, por civilizados que sean. Perinola hacía como que probaba aquella mierda, aunque el olor le revolvía las tripas, pero el león miraba para otra parte.
—Dale, desgraciado —decía Perinola, pero con cariño—. Si comes esta apetitosa bosta te pondrás grande como yo.
Se paraba en puntas de pie y hacía la comedia.
Sonia dormía la mayor parte del tiempo. Cuando estaba despierta se untaba el cuerpo con aceites y leches y pringosos compuestos de todos los colores. Eso le tomaba el resto, pues lo hacía con extrema lentitud, no exenta de placer, aparte de la envergadura de su cuerpo, que cada día aumentaba de tamaño. Lo curioso es que, cuanto más gorda, más liviana y más hermosa lucía. Aquel cuerpo, aun en reposo, se agitaba suavemente por dentro, empujando pequeñas ondas que se transportaban por debajo de su piel, recubierta de una tenue pelusa, con un brillo lechoso en lo extremo de cada redondez. Mientras los demás enflaquecían, se agrietaban, se oscurecían, Sonia encarnaba como una fruta que madura, más y más lozana, extravagantemente pitusa. Todos, incluso Perinola, que tenía su corazoncito y su pistolita tan propensos, y la última tan extensa, como cualquiera, habían perdido el sueño por aquella imponente señora, gimiendo su nombre y aguantando entre las piernas un hierro candente. Ahora estaban acostumbrados a su presencia, les pertenecía un poco a todos, así que acarreaban de un pueblo a otro aquella tamañosa encarnación, medio de solemnidad, como romeros.
Al caer la tarde paró el viento, casi de golpe. La arena se posó y reapareció esa enorme extensión circular que vibraba en una niebla dorada. El cielo, azulado en lo más alto, se blanqueaba y se encendía sobre el horizonte de un lado. Del otro, lo atravesaba oblicuamente un largo penacho morado que se evaporaba en los bordes mientras la noche subía desde el suelo, un agüita negra.
Algunos trepaban al techo del carromato atraídos por aquel atardecer. También ellos cambiaban de color. Sus cuerpos se enrojecían de un lado. Del otro echaban una sombra que se abatía lentamente sobre la tierra, como un tallo.
—¿Qué es eso?
—Un gavilán, tal vez un águila, por el tamaño.
—Vuela demasiado bajo para ser cualquiera de los dos.
Pájaro era, por supuesto, pero batía las alas de una forma particular y venía derechamente hacia ellos. Al propio tiempo avanzaba con excesiva lentitud.
—Está suspendido sobre alguna presa —opinó Oreste. Pero a medida que crecía y se conformaba empezaron a oír un rumor como de aspas y aun de engranajes.
—Es Basilio Argimón —dijo entonces Farseto, con aparente naturalidad.
Los demás miraron.
—En mi vida he visto un pájaro con nombre y apellido. Es como decir «aura tiñosa», supongo —terció el Nuño, que estaba acostumbrado a las visiones del capitán Alfonso Domínguez.
—¡Eh, Boca! Alcánzame la escopeta, ¿quieres? —gritó el Príncipe, alarmado por ese ruido escamoso que iba en aumento.
—¡No lo hagas! —chilló Farseto—. Trae mala suerte. Aparte es un buen hombre.
—Piensa un poco lo que dices, mamarracho. ¿Te has vuelto loco?
Con todo, estaba viendo en medio de las alas una cabeza bastante parecida a la de un hombre. Boca Torcida no lo había oído. Arrojó el cigarro, escupió por encima de los caballos y sólo prestaba atención a aquella ruidosa quimera que se les venía encima. Ahora que volaba casi sobre sus cabezas, vieron el resto del cuerpo, enteramente de humano, sostenido boca abajo sobre un armazón de cañas. Vestía un mameluco ajustado y una gorra de cuero con antiparras. Según moviese la cabeza, la luz le pegaba en los espejuelos que disparaban dos frías llamaradas. El armazón, con el hombre, colgaba de un par de alas desmedidas, casi transparentes, que subían y bajaban con un movimiento crispado.
Califa se echó a ladrar con los pelos de punta y embistió la sombra del pájaro que resbalaba sobre la arena. Sin embargo, el ruido de los engranajes lo tapaba todo. No tanto por la intensidad sino por el encantamiento, montones de golpecitos muy entramados, complicado laboreo, fábrica. A través de las alas, armadas en hueco, vieron la dorada claridad del sol que se plegaba y fosforecía. El hombre, un perfil negro, sacudía las piernas debajo de esa movida claridad.
El Príncipe comenzó a saltar y a agitar los brazos, y el señor pájaro emprendió una vuelta sobre ellos. Ahora vieron una sonrisa que asomaba por debajo de las antiparras y cuando se ladeó un poco, en el giro, apreciaron mejor aquella formidable invención. El hombre empujaba por detrás unos pedales que, a su vez, removían unos delgados engranajes dispuestos en otro ramazón, sobre su espalda, del cual arrancaban las alas. De allí salía el ruido y esos anillitos de luz que combinaban con los golpes del mecanismo. Por delante, Argimón empuñaba unos manubrios. Un par de ruedas de rayos le colgaban a la altura del pecho. Todo muy encajado, reluciente y aéreo, de completa gloria
in excelsis
.
Sonia salió al balconcito y entonces Basilio Argimón emprendió una segunda vuelta, más cerrada, se llevó una mano a la visera y las antiparras apuntaron a los pechos de la señora.
El señor pájaro terminó el giro, enfiló nuevamente por encima de sus cabezas, y sin volver a mirarlos, atento por completo a su alto rumbo, siguió vuelo.
El Príncipe saltó del carromato y corrió tras él, mejor dicho, por debajo, gritando y saltando.
—¡Basilio! ¡Basilio Argimón!… ¡No te vayas! ¡Espera, vuelve!… ¡Hermano pajarito, hermano!…
El señor pájaro se perdió en la lejanía perseguido por aquel ruidito, entre chisporroteos y algunos resplandores, en la misma dirección del vagabundo, que iba hacia el mar. El Príncipe se detuvo y blandió una mano en redondo. Pero sus sortilegios no llegaban hasta esa altura y al rato no vio más que el cielo enrojecido, la arena, su larga sombra que apuntaba al ocaso.
Farseto contó la historia mientras rodaban en las penumbras. Contó una parte, de oídas. Ellos reconstruyeron el resto y aun es posible que le añadiesen algo. La entera historia pertenece más bien al Príncipe, que fue juntando con el tiempo los pasajes sueltos.
Basilio Argimón era de Solsona, un pueblito enterrado en una hondonada, al norte, desde el cual se veía un pedazo de cielo, en apariencia el mismo de siempre. La historia arranca de ahí pero después sigue muy mezclada porque cada pueblo, inclusive cada persona, le añade algo. En Felicaria, por ejemplo, dicen que nació «binario», que tenía, tiene, cuerpo de humano y alma de pajarito, de chingolo o «icancho» o «chuschín» precisamente, que es pajarito de buen agüero, no el «maimbé» o «zonzito», que se le parece y que cuando canta atrae los vientos. Los que lo vieron en tierra, sin la mecánica, concuerdan en que es de muy poca carne, tiene una porra negra en punta, como un copete, y camina a los saltitos, bien de chingolo. Ésos hablan como si no hubiesen pasado los años, porque en todo caso es la figura que tenía de chico, cuando se le metió la idea. Probablemente nació con ella,
in nomine
. Como sea, ya entonces se pasaba el día espiando a los pájaros, que en Solsona vuelan muy alto y raramente se posan. A los trece años construyó un barrilete japonés, el triple de los comunes, con un arnés de bayeta y se arrojó desde el campanario de la iglesia de Santa Olimpia, viuda, a cuya devoción está consagrada la de Solsona, que luce una torre en punta, muy alta, como toda casa de respeto en ese pueblo, porque es un lugar estrecho, en lo hondo de la piedra. Por suerte cayó sobre una palmera de cáñamo en la China. Aunque se rompió un par de huesos, planeó algunos metros. Cojeó un tiempo y se apartó aún más de la gente, porque ya era de ese natural. Ahora se pasaba el día en lo alto de las piedras, lo cual no es bueno. Pero él entendía la lengua, la aprendió en todos esos años, y hablaba con ellas. Ahí observaba el cielo y los pájaros más de cerca y ya entonces sólo reconocía a la gente desde arriba. Con tanto subir y bajar se hizo más livianito.
Probó otra vez ya de hombre. Más científico. El ingenio consistía en un corselete de cuero en el cual encajaba unas alas plegables de tela encerada, con envarillado de cañas, sujetas asimismo a los brazos con una culebra de tiento. Otro trozo de tela envarillada unía las piernas y hacía el efecto de una cola. La cabeza iba protegida por un casco también de cuero que por delante le cubría hasta la nariz y tenía unos vidrios en el sitio de los ojos. Argimón probó este traje de vuelo en la festividad de Santa Olimpia, el 17 de diciembre. Subió a la piedra más alta, en la madrugada, se encajó el traje, lo cual le llevaba tiempo, y en mitad de la procesión se descolgó de un salto apuntando al centro de Solsona. Esta vez fue a golpear contra el paredón opuesto de la hondonada pero sobrevoló el pueblo, pasó con un extravagante zumbido sobre la procesión y probablemente se vino abajo tan de repente porque cuando planeaba por encima de la imagen de Santa Olimpia se le ocurrió persignarse. El pueblo lo siguió a los gritos, con los cirios y la santa imagen a la carrera. El notario Crisólogo Bajarlía levantó un acta para atestiguar en autos que el ciudadano Basilio Argimón perpetró de
prima facie
un vuelo absolutamente aéreo el 17 de diciembre de 1943. Un tal suceso reavivó las patrióticas rivalidades entre Solsona y los pueblos vecinos que para los solsones, encajados en la piedra, eran extranjeros, sobre todo los desgraciados de Paso Viejo, que alardeaban porque tenían una banda lisa, un carro de riego, una mesa de billar y, por algo, una comisaría. El domingo de Cuaresma el párroco de Paso Viejo, cuya iglesia apenas contaba con una miserable espadaña de ladrillos, pidió que se tramaran fuertes oraciones por los vecinos de Solsona que se entregaban a prácticas descabelladas no sólo destinadas a fomentar la discordia entre hermanos, sino a contrariar el orden de
rerum naturae
con el desorden de
rerum novarum
. Los rurales bajaron a Solsona, le volvieron a romper los huesos a Argimón, que recién se reponía, confiscaron el traje de vuelo, prohibieron la crianza de pájaros y toda ave que remontara y se culearon a varias señoras por alentar aquellas prácticas o por si acaso. El notario Bajarlía fue encausado por abuso de función pública, libelo y apología de la subversión, que de eso se trataba finalmente, porque la alteración del orden natural predispone a la alteración del orden establecido. Basilio Argimón, apenas recompuesto, huyó a los saltitos de Solsona y a partir de entonces vivió entre las piedras, como los grandes pájaros. Ahí empieza la leyenda o, por lo menos, la confusión. Algunos aseguraban haberlo visto en vuelo a la costa, otro que había muerto y encarnado en un «curabí-bemimbí», «chiflón» o «flauta del sol», que anuncia los cambios de tiempo, pero ya era poco pájaro para él, y otros que moraban en la montaña donde tramaba una formidable máquina de vuelo de enorme ciencia. Como fuese, lo más probable es que persistiera en la empresa, porque era un verdadero artista.