Mascaró, el cazador americano (28 page)

BOOK: Mascaró, el cazador americano
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El Príncipe despierta con un alarido, la última expresión de su vida terrestre, porque siente en las mismas entrañas el frío de la muerte. Sin embargo, todavía está vivo, porque ve con los ojos del cuerpo. Y lo que ve, en lugar del maldito rural, es la ventana por la que se asomó en pelotas hace apenas un rato. De manera que suspira con alivio al comprobar que sigue en la habitación del Gran Hotel Mallorca y que el frío de la muerte se debe al enfriamiento del agua. Con todo, persiste la sensación de que tiene el caño de un arma apoyado contra la sien. Trata de palpar ese preciso lugar pero constata con sobresalto que efectivamente está allí el caño.

Una voz dice entonces a sus espaldas:

—He oído que necesitas para tu circo un tirador de fantasía.

El Príncipe cree reconocer esa voz.

—Es lo que me falta. Precisamente soñaba con algo así, un número de realce. ¿Puedo volverme?

La voz no respondió pero apartaron el caño.

El Príncipe se vuelve con lentitud. Junto a la puerta, de un lado, hay un tipo de aspecto tenebroso, bajo, fornido, con un capote de hule, unas botas de goma y una cara llena de granos. Del otro, está el cohetero que anuncia con sus fuegos el comienzo de cada función, un señor bajito, muy civilizado a pesar de esa barba que no encaja con el resto de su cara pues, recién el Príncipe ahora lo advierte, se trata de un postizo barato. Sostiene con delicadeza una escopeta de caños recortados. En cuanto al hombre que tiene al lado y dada su ubicación, tan próxima al suelo, pues sigue en la bañera, ve solamente sus negras botas relucientes, el pantalón y el orillo del saco, también negros.

—Voy a levantarme —dice por precaución, pues con el frío ya no siente los bajos fondos.

Se pone de pie chorreando agua, con
El trato social
de la condesa de Tramar en una mano, y entonces ve al hombre por entero.

A pesar de la barba y esos mostachos en punta, le basta con mirar sus fieros ojos para saber en el acto de quién se trata.

—Mascaró.

Dice el nombre lentamente, pero sin miedo, casi con aprecio.

—Desde ahora soy Joselito Bembé —ordena conciso el caballero jinete.

El Príncipe cavila un instante y luego, alzando los brazos, anuncia:

—Alias Rajabalas o ¡el Cazador Americano!…

Al día siguiente, martes, para sorpresa de los habitantes de Rocha, sobre todo de quienes la noche anterior habían asistido a la gran velada en el Círculo Italiano, en cuyo transcurso se entregaron al Príncipe las llaves de la ciudad, de bronce de baja calidad, el Circo del Arpa desmontó su carpa. Mientras los hombres cargaban los petates y se disponía el viaje el Príncipe trató de explicar aquella repentina decisión aduciendo un solemne compromiso con el señor Carpodio, de la Venezuela, que había despachado mensajeros, el señor Joselito Bembé y escolta, más algunos trastornos de Budinetto, a quien la proximidad de las salinas afectaba en su temperamento.
Ad referendum
, el capitán von Beck se exhibió cubierto de vendajes, y el león abusivo, removido por Perinola, expulsó unos rugidos.

No bien engancharon la jaula y el gentil caballero don Adelelmo Luis Casagrande besó la rolliza manita de la señora Sonia, después de entregarle un ramo de perpetuas o siemprevivas con algunas ramitas de tilo para aderezo, combinación que en el lenguaje de las flores revela Amor Encendido, gesto al cual ella correspondió muy experta llevándose el pañuelo a los labios (desearía entablar correspondencia con usted), el carromato echó a rodar con un tamaño grito de Boca Torcida.

Y al mismo tiempo que el circo salía del pueblo, por la otra punta entraba al galope detrás del sonido de una corneta de llaves una partida de rurales al mando del furioso capitán Dámaso Alvarenga.

La idea del Príncipe era costear la línea del telégrafo, que pasaba por Rivera, donde proyectaba exhibir por primera vez y como atracción especial el temible número de El Cazador Americano. Algunas leguas más allá de Rivera, según referencias, torcía un camino rumbo a Paso Viejo, que luego se estrechaba y subía hasta las puntas de unos cerros desde donde se divisaba, al fondo de una hondonada, un pueblo ahora ruinoso y casi deshabitado, pero que aún conservaba también erguida la torre de una iglesia consagrada a Santa Olimpia, viuda.

El Príncipe solamente mencionó a Rivera, insistiendo que en muchos aspectos aventajaba a la propia ciudad de Rocha. Sin embargo, Joselito Bembé opinó de breve que debían encarar en la dirección opuesta, o sea, el desierto. El Príncipe no hizo comentarios. Señaló a Boc Tor el yermo amarillento que se extendía para ese lado y el carromato se internó a los tumbos en aquella cegadora claridad que brotaba del suelo.

Por la noche, desde lo alto de un médano, contemplaron las luces de Rocha, que parpadeaban en la oscuridad por efecto del «memento eléctrico», motivo que casi todos ellos ignoraban, y algunas horas después, desde otro médano, divisaron un alto fuego que por arriba se disipaba en una niebla sonrosada, algo muy bonito.

Oreste preguntó qué ocurrencia era aquélla.

—Una especie de verbena en honor de San Bartolomé —dijo el Príncipe—. Se festeja de noche y, por supuesto, a la bartola.

Al rato escucharon el sonido amortiguado de una corneta de llaves que se alejaba en dirección a Rivera.

Chaján, Portillo, Naneo, Paiquía, Santa Clara. Pueblitos, mierda, polvo, fantasmas.

Bicheadero, Naranjito, Quisco Nuevo, Quisco Viejo, ambos viejos; Fortines, Alacrán.

Algunos eran nada más que el nombre. Olvido, muerte. A veces los pasaban de largo, sin verlos siquiera.

Jarilla, San Andrés, Soca, Madariaga…

Una vuelta creyeron ver en la oscuridad una ciudad que brillaba a lo lejos, pero metros más adelante pasaron sobre las velas del cementerio de albarrada y alguien les disparó un escopetazo.

Ya casi no hablan. El chirrido de las ruedas se agranda con la claridad y después se afila con las sombras. Los ángeles del carromato se han descolorido. Oreste sopla el «sicu» a toda hora, sentado en el techo. Tiene la piel resquebrajada, los ojos deslumbrados, el pelo grasoso, largo, revuelto. Ha envejecido, igual que el Príncipe. Los demás han madurado, más precisamente, se han vuelto para dentro, parecen ajenos al polvo y a la fatiga y aun al tiempo, menos de carne, más de invención. Montan la carpa dondequiera que sea, ejercen esas brillantes maniobras cada vez más ajustados, toda figura, desmontan y, otra vez en camino, se ejercitan interminablemente en sus artes.

Farseto ha logrado suspenderse del trapecio y ahora voltea en la barra. El mismo Príncipe se pone nervioso, pero no dice nada porque fue él quien lo indujo. Farseto baja cuando se lo ruega la señora Sonia, que le ha cobrado afecto y lo friega con «Fluido Spineda», a base de alcanfor, esencia de trementina, amoníaco y tintura de árnica, que se usa indistintamente para caballos y personas contra envaraduras, manqueras, vejigas, reumatismo, sobrehuesos y demás etcéteras, de olor y color mierdoso pero de efecto contundente. El Farseto, a la recíproca, vacía todas las mañanas una escupidera ilustrada con rechonchas flores azuladas, cubierta por una tapadera. Sonia le ha confeccionado un maillot nuevo que luce una gola a franjas rojas y amarillas con arandelas doradas, una capita de lacmé y unas botinas de badana con vivos de colores.

Carpoforo ejecuta el «vuelo del ángel» hasta dormido. El Nuño, que se ha afinado y aun alargado, se sabe de memoria el manual de Wronski y Vitone y la
Nueva guía de la gente elegante
, de la condesa de Tramar, muda de persona con una rapidez increíble, las encarna casi a un mismo tiempo, uno y trino. Perinola se ha reducido otro poco, extrayendo de su pequeñez toda la grandeza posible, monseñorito él, lo cual acaso explica la creciente amistad, por atracción de contrarios, entre él y Carpoforo, divirtiéndose como locos cuando ejecutan el número del gigante. Boc Tor se ha transformado en un verdadero centauro, tanto que su humor varía según cambia el de Asir, y a la viceversa. El caballo masca con evidente placer los puchos de los cigarros que le guarda el ecuestre. Sonia, por su parte, sigue engordando y rejuveneciendo. Mientras viajan, reposa o se unta de grasas. Engulle en la cama entremeses de cocina, con preferencia torta de cebolla, y postres de pastelería, sobre todo pastel de calabaza, que es de los pocos frutos que hallan en estos pueblos, y buñuelos de viento. El Nuño prepara con devoción éstos y otros condumios de sencillo argumento con los que a menudo entretienen los fogosos ensayos del dúo filarmónico.

En cuanto a los nuevos allegados, el Calloso es una sombra que no se despega del Bembé. Ayuda en la preparación de los fuegos al señor Piroxena sin apartar los ojos del caballero jinete. Cuando raramente se desabrocha o tuerce el capote se entrevén una faca tenebrosa y un Smith & Wesson, 38 Special de seis tiros, corto, que cuelgan de su cintura. Huele a mariscos. El señor Piroxena, tan circunspecto, de día se parece al señor Pelice y de noche, cuando se quita la barba para dormir, se le parece tanto que resulta el mismo. Joselito Bembé habla poco, como de costumbre, pero de alguna manera se induce, resuelve, comanda. Está y no está, es y no es, más pensamiento que figura. Reojo, entredientes, oblicua, muy encajado en su negrura, siempre de aparición. La bailarina oriental voltea los ojos y maniobra el pañuelito pero él nunca repara en lo accesorio, anda en otras grandezas. El Bembé monta por lo general, o bien camina. De a ratos trepa al techo del carromato y repasa la línea del horizonte. Los tres hombres duermen en la jardinera. Ése, al menos, es el lugar establecido porque Joselito Bembé recrudece de noche, ronda, gatuno, con los ojos brillosos, agrandados. De día cabecea a ratitos sobre la montura. El Calloso se echa cuando el tirador lo ordena.

Para el número de «El Cazador Americano», de gran sobresalto, Bembé acomoda al Perinola contra una tabla y al galope de su oscuro caballito abate de un saque tres tarritos que el enano sostiene con la cabeza y la mano. A Perinola, machito, la balacera lo enardece. A veces mueve los tarros, pero el Bembé igual les acierta. El Farseto, tan temerario, se presta para la prueba de la silueta. El caballero jinete empuña el revólver muy suelto y después de un largo retumbo el Farseto se aparta, quedando en la tabla su delgado croquis que despide un agrio olor a quemazón.

A todo esto se añaden los fuegos del señor Piroxena, tales nunca vistos como la cascada, el abanico, la palmera, las bengalas, las glorias o soles fijos y ese notable «capricho» formado con sajones y lanzas que luego de producir varias mudanzas remata con un efecto de chorro de agua a dos cascadas
[4]
. Las luces de Bengala, sobre todo las moradas y las «auroras», de tan misteriosos reflejos, no sólo servían para encantamiento del ojo sino también, en fantasiosa combina, para alumbrar repentinamente una apoteosis, simular incendios y trastornar figuras.

En lo tocante al reino animal, el Califa produce ahora unas endiabladas volteretas que cursó con Perinola, se comporta casi humano improvisando disparates como arrancarle la bata al gigante mamarracho que componen el enano y Carpoforo, poniendo en descubierto la tramoya, o trepar por la escalera de tijera y saludar a lo Farseto o tironear de los calzones de Alí Mahmud mientras se halla enredado en alguna presa. Budinetto ya no necesita ser removido con una estaca. Ahora se comporta bien automático. Basta que el capitán von Beck le diga, ni siquiera que grite: «Vamos, huevón», para que despierte en el acto y atropelle en dirección al picadero. Es suficiente susurrarle en dirección a una oreja: «Dale, cornudo», para que comience a aullar como si tuviese por delante la partitura. Y así, con éstas y otras expresiones de sencillo contexto, se conduce de lo más selvático.

Oreste ha progresado también, a su manera. No se ejercita de forma corporal ni tampoco por dentro, en la idea. Su progreso consiste en todo lo contrario, en el más absoluto abandono, en el más complejo despojo. Sopla el «sicu», se adormece, perdura inmóvil largas horas hasta que lo cubre una fina capa de arena. Es casi un objeto. Pero solamente así, cuando truenan los fuegos, compone tantas formas, de arrebato, improvisando un surtido de personas y animales que se reemplazan velozmente sin confundirse ni estorbarse. En la peripecia del cisne el señor Piroxena enciende una bengala verde
[5]
que despide húmedos reflejos de esmeralda. Aprovechando el portento, Oreste se encaja un par de mangas emplumadas. Arranca el vuelo todavía dentro de aquella claridad submarina y cuando empieza a desvanecerse, apenas un vislumbre, memoria del ojo, remonta de un salto, empalmando con la silueta que circula por la cumbrera del pabellón. Algunos aplauden pero la mayoría se arrebata en alas de aquel ensueño sin reparar en la astucia ni aparato de semejante mixtifori.

El Príncipe observa desde un rincón. Piensa en aquel otro pájaro de tela, caña y animados engranajes. Por ahora en pensamientos, se eleva más y más alto, sobrevuela aquel desierto
in saecula saeculorum
, donde en medio de la arena se observa un bamboleante carromato y un hato de locos que marcha a la deriva, traspone pueblos, ciudades de campaña, una partida de rurales que le dispara balas de colores, un grupito de roñosas palmeras en cierta ciudad, un faro pintado a franjas horizontales sobre un peñón musgoso, se interna en el mar, repasa entera la Venezuela, saluda con una caída de ala al viejo maestro Vicente Scarpa, que toca un organito con un culebrón enroscado al cuello en una plazoleta vacía y siempre volando, volando se aleja sin esfuerzo ni fatiga rumbo a un sublime y luminoso carajo.

Alguna vez Oreste se reanima a la loca, salta desde el techo y ejecuta un vuelo alrededor del carromato para contento del Príncipe, que lo alienta con una sonrisa. Entonces se dispara, trepa un médano a la carrera y, siempre aleteando, se descuelga con un gran salto perseguido por un chorro de arena. El Príncipe aprueba, agradece con un gesto pero no expide esas voces de antes. Ya no es el tremendo personaje de otros tiempos. Conserva aquella arrogancia y su voz, cuando oficia, es todavía más potente, templada por los largos silencios, pero la piel se le cubre de pecas y arrugas, su espalda se encorva como si le colgara un peso de la cabeza. Casi no actúa. Oreste lo reemplaza
cum laude
, salvo en los recitados, donde aún trastabilla y se le falsea la voz. De tanto en tanto reaparece en el picadero, a beneficio, y si no mira para arriba arranca de nuevo el Príncipe con tal ímpetu que se abrillanta la luz, se conmueven las lonas. Entonces no sólo aplaude el público, a cada pueblo más reducido, sino también toda la compañía. Generalmente duerme en el pescante pero algunas noches irrumpe en el compartimiento de proa, repleto de ropas, potes, tinturas, lociones y, naturalmente, la propia Sonia, que ya casi abarca de pared a pared, recita un poema, una carta, una receta, lo que le viene a la cabeza, mientras se desnuda y su antojadizo miembro, sin otra mota ni arruga que las de origen, se dilata, se incorpora, apunta, manejado de esta forma no por decadencia sino por instruida lujuria. La Babilonia oriental levanta las piernas, se aferra los tobillos, curvándose sobre su colosal barriga, sin una sola palabra, y el Príncipe, con un «vuelo de ángel» en miniatura, se encaja, frota, dispara su cornucopia. Pero ya no hay ni bailes, ni asombros, ni ardientes balbuceos. Es todo consabido. El Príncipe vuelve al pescante y se duerme.

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