Mascaró, el cazador americano (30 page)

BOOK: Mascaró, el cazador americano
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En ese momento empezó a sonar una música medio pachanguera y a Oreste se le arrebató el corazón. Algo movido, bien figurado, especie de danzón, sobresaliendo de la trama, a medida que se acercaban, ya el violín, áspero, chirriante, ya la flauta, luego el acordeón, una guitarra retraída que rellenaba los huecos, un redoblante que trajinaba por debajo, y muy de alma, entretejida, a ratos tan sólo sospechaba, con vuelitos largos que apenas despuntaban del concierto, un arpa. Oreste se paró en el techo, de un salto, y metió la cabeza en la música. Sopló el «sicu», entrecortado, y por lo general encajaba bien, porque no era una música nueva, sino algo que llevaba adentro y había madurado con el silencio y ahora arrancaba
da capo
, bien trovado.

Se adelantaron los señores Albino Bergante, boticario; Voltaire Liber Alfieri, maestro de escuela, y Lucio Sarpanel, comisionista y vendedor ambulante. El maestro Alfieri recitó unas jaculatorias de bienvenida en nombre del pueblo de Salsacate, sin interrumpir la música, desviando la mirada una o dos veces hacia el Joselito Bembé. El Príncipe agradeció con una reverencia desde lo alto del pescante y sin más se introdujeron en el pueblo entre el mesurado alboroto de los vecinos.

Salsacate tiene, aparte de la iglesia, consagrada a San Pedro Alejandrino, obispo y mártir, y el consabido cementerio, una botica, una escuela, una Casa de Socorro, el Club Avante, con dos canchas de bochas y un reñidero, una posada y una cantina.

El Príncipe pudo disfrutar de un semicupio calmante en mucho tiempo mientras ingería un frasco de vino tinto. La orquesta atronaba por ahí, a ratos pifiaba el «sicu», gritaba Oreste.

Sin embargo, no hubo más que una función, esa misma noche, sin desmontar a la Bailarina oriental, lo cual redujo el programa, pues al día siguiente partieron con alguna precipitación. Joselito Bembé a la cabeza y detrás de la jardinera un furgón conducido por el señor Lucio Sarpanel, que iba en el mismo rumbo.

La banda vino también, porque eran musicantes que recorrían los pueblos. Tocaron largo rato sentados en el techo del furgón, por más que éste se sacudiera. Tocaban sentados en los bordes, golpeando los talones para acompasarse contra las paredes de madera, lo cual producía un ruido a caja, más abultado. El arpista, con unos anteojos negros que le borraban la cara, acompañaba desde la jardinera reclinando el arpa, de modo que el ángel en la punta del mástil salía para afuera. Oreste tocó y bailó sin tregua, aplaudía, gritaba, y ellos se animaron aún más, reían, chamullaban sin aflojar la música.

Cantaron

Carambachina

qué linda eres,

cómo se mueve

tu miriñaque.

Cantaron

La trova que a todos nos deleitó,

la que el trovador sentía

y cantaba con dulzura,

desmientan al que le diga

que la trova ya murió…

Hasta que el Joselito Bembé, después de cabalgar la punta de un médano, promulgó silencio con un ademán por cuanto el león Budinetto, cuya jaula señaló meramente, se desvelaba con tantos sones.

En Pujío, el siguiente pueblo, que aventajaba a Salsacate porque tenía una calle de luces con lámparas y mantilla que colgaban de unas perchas, ni siquiera hubo función. Solamente Piroxena efectuó una demostración con el «fulminato» y Carpoforo luchó con Pino Fajardo, muy toruno de ser. Los hombres se empeñaron en aprender las presas y sorpresas que les enseñó Carpoforo. Todos ellos estaban de movida al día siguiente, sobre esos caballitos pardones tan duros, bien revestidos, por asunto medio intrínseco en comarca algo alejada, hacia el mismo rumbo que llevaba el circo.

Marcharon apenas despuntó el día, con el Bembé y el Fajardo a la cabeza. El circo iba entremedio de las cabalgaduras, pero de lejos figuraba una sola cosa, algo bastante distinto a cuando salieron de Palmares, más que un circo una tropa.

Esta vez no hubo música, casi no se habló. Rodaron el día completo y todo el otro, aun en la noche, cuando las fuertes estrellas del desierto resbalaron sobre sus cabezas, algunas cayeron rayando la oscuridad como un tiro de Piroxena, y luego comenzaron a opacarse, se hundieron por detrás en tanto la fría claridad del alba abría una grieta por el otro lado. Y después el sol enrojeció los pastos, los carros, rojos jinetes, rojos caballos, y se internaron nuevamente, para el tercer día, en aquella espesa claridad que encendía las figuras, las vaciaba, envueltos en el agrio sudor de las cabalgaduras, el redoble interminable de los cascos, el zangoloteo de las monturas, el chirrido quejumbroso de las ruedas, algún grito, el sopor de sus cuerpos, mera luz, sonido, puro tránsito, tan pasajeros.

El Joselito Bembé se adelantaba en las lomas a la carrera y permanecía allí arriba enmascarado en su negra figura hasta que pasaba la caravana. Luego se juntaba al paso, seguido siempre en esos vaivenes por el Califa.

En la tarde se levantó un ventarrón y anduvieron a ciegas, enfilándose por los ruidos. El Bembé repasaba sombreado, flotando como un paño.

El viento se encalmó poco antes del anochecer y, a medida que se asentaba el polvo, revino aquel paisaje que mudaba lentamente de colores, animado por pálidos ruegos.

Algo después la chimenea largó un chorro de humo que subió derecho, la voz del Nuño canturreó a través del caño. Las chispas reventaban por encima de la cabeza de Oreste, más encarnadas a medida que el cielo se hacía más profundo.

En esto el Joselito Bembé levantó un brazo, la caravana se detuvo. Sonaban unos disparos por detrás de una loma. Fueron disparos. Oreste pensó que habían sido los reventones de las chispas.

El Bembé picó hasta lo alto de la loma. Desde ahí avistó un grupito de casas, lejos, enrojecidas de un lado por el último sol y una partida de jinetes que galopaban desalados en una nube de polvo. Cuando estuvieron más cerca, vio las finas patas que removían la arena, los bultos encorvados, los brazos que azotaban el aire con un brillo, toda una revuelta madeja que apuntaba hacia el norte. Encendió un cigarro y bajó despacio, con el Califa en la culata.

—Algún cazador de zorros —dijo por todo comentario.

E hizo señas de que siguieran.

La caravana rodeó la loma. Del otro lado los cegó el sol que caía, vieron arder el horizonte como el borde de un papel. Algo después los algarrobillos y los penachos se ennegrecieron, comenzaron a desvanecerse. Las sombras levantaban del suelo, y con las sombras ese sonido que crecía por debajo de ellos a la par de la noche, como si vibrara toda la tierra.

Cuando la oscuridad se afirmó vieron el resplandor de un pueblo justo delante y no mucho después una fila de luces que temblaban en el aire. El Fajardo pegó un grito, corto, y la caravana se detuvo. El Bembé vino al trote. Habló al Príncipe en la oscuridad, dijo por debajo del rebrillo de sus ojos que le apuntaban fijo:

—Ve adelante con el carro. Aquello es Nacimiento. Hay una posada. Pregunta por Avelino Sosa y le das muy buenos saludos de mi parte, don Felipe Cañarte. Luego despacha para acá al Boca con las palabras que te diga el Avelino… Avelino Sosa, de parte de don Felipe Cañarte. ¿No se te olvida?

—Avelino Sosa.

—Es cejudo, con un costurón en la frente.

—De parte de don Felipe Cañarte.

El carromato recorrió la calle entre la doble hilera de luces, pero las casas estaban a oscuras, y salvo un viejito con un guardapolvo y una gorra de hule, que, trepado a una escalera de mano, iba bombeando los faroles, no vieron a nadie. Incluso el viejo, cuando observó mejor el carro, desapareció en las sombras sin responder al saludo del Príncipe.

La posada, casi al final de la calle, era la única puerta abierta, un recuadro de luz que por momentos boqueaba y otro más pálido, de través, que alumbraba un tramo de la vereda y se derramaba en la calle.

Un hombre cejudo con una cicatriz en la frente levantó la cabeza del mostrador cuando el Príncipe entró sacudiendo las sandalias. No había otro. De manera que levantó un brazo y dijo bien resonante:

—¡Traigo muy buenos saludos del Joselito Cañarte para don Avelino Argimón!

La cicatriz se encarnó en la frente del hombre, que, sin apartar los ojos del forastero, extrajo una escopeta de abajo del mostrador y le apuntó al bulto.

—No sé de qué hablas —dijo.

El Príncipe abrió la boca, consternado. ¡Nunca se le habría ocurrido que podía terminar de esa simple manera, en Nacimiento, a manos del buen señor Avelino Sosa!

—Piensa bien lo que vas a decir —advirtió éste, tirando para atrás los gatillos.

—¡Que traigo unos putos saludos de don Felipe Cañarte para Avelino Sosa!

El hombre bajó la escopeta y llenó dos vasos de vino. Señaló uno al Príncipe, que bebió en silencio, haciendo grandes esfuerzos para no hablar y aun gritar, como sentía esos locos deseos, no fuese que metiera la pata y por ahí soltaba una frase con doble sentido y el señor Avelino Sosa le rajaba un tiro.

Sosa terminó el vaso, arqueó las cejas, que se erizaron como plumas, y dijo:

—Ahora para bien la oreja. De Avelino Sosa, suscripto, a don Felipe Cañarte: que hay una carta de la Rosita…

—Una carta de la Rosita…

—…y un paquetito de dulces para don Hilario Morejón.

—Y un paquetito de dulces para don Hilario Morejón.

—¿Está claro?

—Carta de la Rosita, paquetito de dulces para Morejón.

—Hilario.

El Príncipe salió en el acto para transmitir el mensaje a Boc Tor, que aguardaba impaciente sobre el caballo Asir, pero fue entonces que advirtió en la pared, junto a la puerta, un cartel con un rostro cargado de tinta que lo miraba fijamente y un letrero debajo, al que no prestó atención, trató, porque en su cabeza bailaban las palabras «carta Rosita, paquetito de dulces, Hilario Morejón», y temía mezclarlas, sobre todo si no apartaba la mirada de aquellos ojos que lo seguían. Reapareció en la vereda algo mareado.

—Óyeme bien —dijo a Boc Tor—; ve y dile a…

Buscó el nombre entre las palabras, tratando de no confundirse.

—Ve y dile al Bembé…, eso es, dile al Bembé exactamente esto, palabra por palabra: que hay una carta de la Rosita y un hilario de morejones para… ¡Me cago! ¿Para quién mierda era?…

Cuando estaba por volverse con el objeto de averiguarlo, Boc Tor se inclinó sobre él, sin salir de las sombras, y dijo con el aliento cargado de tabaco:

—Un paquetito de dulces para don Hilario Morejón.

—¡Justo!… ¿Cómo lo sabes?

—No puede ser otra cosa si primero viene una carta de la Rosita.

—De eso estoy seguro…

El Príncipe achicó los ojos y trató de ver el rostro de Boc Tor. Vio tan sólo un negro jinete que posiblemente lo observaba, como presintió, con una leve sonrisa. Había viajado casi todo aquel tiempo al lado de ese hombre y recién ahora se preguntaba, acaso demasiado tarde, quién era realmente.

Apoyó una mano en la pierna de Boc Tor y lo palmeó.

—Eres un ecuestre de primera —dijo—. En mi opinión, el mejor que he visto.

—Gracias, señor.

—Una carta de la Rosita y un paquetito de dulces para don Hilario Morejón. No lo olvides.

Asir giró sobre sus patas traseras, dio una vuelta en medio de la calle como si trotara por el picadero, pegó un relincho de gran parada y se precipitó en la noche.

Después que se marchó Boc Tor y por consejo del señor Avelino Sosa metieron el carromato en el patio de la posada. Extrajeron a Budinetto de la jaula y lo acomodaron en el carromato, en el compartimento del medio, mientras Sosa escamoteaba la jaula debajo de un cobertizo. Luego se ocuparía de desmontarle las ruedas y rellenarla con algún animal silvestre,
de communi
.

Sonia, que oía esos tráfagos desde la cama, preguntó detrás de la cortina en qué andaban. «De ajustes», respondió el Príncipe. El señor Avelino Sosa metió la cabeza en el compartimento atraído por aquella vocecita y la sacó al rato muy impresionado. Tenía las cejas paradas y el costurón enrojecido.

No terminaron ahí. Avelino trajo un farol y Oreste cubrió los tableros con una mano de pintura. Los otros tres hombres miraban en silencio. Vieron cómo poco a poco desaparecían las letras debajo del pincel y después siguieron mirando los tableros, completamente negros. Oreste recordó, con el pincel en la mano, que un circo empieza por el nombre. Por lo tanto termina con él. Acababan de sepultar, y efectivamente a la luz del farol parecían las cubiertas de unas tumbas, al Gran Circo del Arca.

Entraron a la posada y bebieron una jarra de vino. El señor Avelino Sosa preguntó si la señora no querría acompañarlos.

—No en este vino —dijo el Príncipe.

Quiso decir que era un vino de tristeza.

Levantaron los vasos y brindaron por esa tristeza, el buen adiós, de callada.

El rostro oscuro de Mascaró los observaba fijamente desde el cartel. Arriba, con grandes letras, decía BANDO. Por debajo tenía escrito algo más que no se alcanzaba a leer. El Príncipe se aproximó sin soltar el vaso, atraído por aquella fuerte mirada. Recién entonces Oreste y el Nuño repararon en el cartel, y cuando reconocieron la cara del ben-bélico, se acercaron ellos también.

Debajo estaba escrito:

René Mascaró
(a) El Cazador Americano, Joselito Bembé, Maldeojos, profesor Asir, Seis-en-Uno, Carpoforo, el Califa, Bailarín oriental, Viuda negra, Chumbo Cárdenas, Lucho Almaraz, Oreste von Beck, Pepe Nola, Fragetto, dómine Tesero, Príncipe Patagónico, etcétera. —Antisocial de suma peligrosidad promovido por graves y combinados delitos de insurgencia en contumacia. Cualquier información sobre su paradero debe ser comunicada a las Fuerzas de Seguridad. Se reprimirá con escoplo todo ocultamiento, deformación, omisión y conexos. Se reprimirá con pifucio de primera los defactos en complicidad directa, resistencia ostensible y apología del susodicho en cualquiera de sus encarnaciones. Se reprimirá con pifucio de segunda toda expresión de las llamadas de arte o cualquier ocupación o ejercicio excéntrico, por los implícitos y concomitantes. El juzgamiento de los delitos previstos, y de los semiprevistos o imprevistos que encajen por extensión o concurran al
fiat lux
de los previstos, se ajustará al procedimiento verbal y sumario con testimonio
pro fide
y ejecución a mano. Exhíbase.

El Príncipe levantó el vaso delante del rostro de Mascaró, que enrojeció brevemente, y bebió a la salud de tanto rufián.

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