Read Mascaró, el cazador americano Online
Authors: Haroldo Conti
—Irás tras ese loco.
—Iré… Y un día, dondequiera que estés, pasaré volando sobre tu cabeza.
—Estoy seguro. ¿Bajarás?
—¿Por qué no? Tal vez baje apenas un rato y te enseñe esa nueva «celesta», si es que te interesa.
—Puede ser.
—Haremos un par de vuelos juntos, ¿qué te parece?
—Buena idea.
Oreste se preguntó si después de todo aquel loco no era capaz de hacerlo.
—Quizá no nos volvamos a ver—dijo bajando los ojos.
—Es probable.
—En ese caso, te recordaré a menudo.
—Yo a ti, muchacho. A toda la compañía.
—Por supuesto.
—¿Quién puede olvidar a esos lindos tipos?
—Nadie, la verdad.
El Príncipe achicó los ojos y miró por detrás de Oreste como si todos ellos estuvieran ahí.
—El Nuño, Boc Tor, Carpoforo, Farsetto, Perinola.
—Joselito Bembé, el Calloso, Piroxena.
—También ellos, ¿por qué no?
—Sonia.
—Sonia…
El Príncipe se golpeó el pecho.
—Califa, Asir, Budinetto.
—¡Budinetto!…
—¡El Gran Circo del Arca!
—De primera parte, con pabellón a la americana.
Callaron.
El Príncipe llenó los vasos con el resto del amontillado y levantó el suyo. Oreste hizo otro tanto.
—¡Celesta!
—¡Y compuesta!
Amparados en la oscuridad de la noche y siguiendo cierta sugerencia del destino que tuvieron en un pueblo parrandero, un señor con un sombrero cordobés y una levita con las mangas descosidas y otro con una gorra de piel y un capote marinero acarrean un bulto a lo largo de la verja del Jardín Zoológico de Maldonado. Se detienen y respiran con la lengua afuera cada diez pasos. Cuando vuelven a levantar el bulto, la levita, que acaba de perder una manga, cruje por todas las costuras. La verja remata en unas lanzas, pero por suerte algunas de ellas están partidas. Los señores se detienen por última vez en el rincón más apartado y se sostienen jadeantes de un árbol que los oculta con su sombra e introduce algunas de sus ramas por encima de la verja.
—¿Estás se… seguro que la pa… pasará bien aquí? —pregunta el de la levita.
—¿Dónde mejor? Es una especie de asilo, al menos para él.
—El desgraciado no ayuda nada.
—Vamos de una vez.
—¡Qué remedio!
Izaron el bulto hasta el borde de la verja con grandes zozobras y fuertes quejidos.
—¡Salta tú ahora! —gimió el Príncipe, que no era otro, desde abajo del bulto, que apoyaba contra la verja.
—¿Podrás solo?
—¡Salta, carajo!
Oreste trepó a la verja y se sintió un seco desgarrón, señal de que ya estaba del otro lado.
—¿Estás ahí? —preguntó el Príncipe a pesar de todo, porque encogido debajo del bulto y sofocado por aquel espantoso olor a polvo ni oía ni veía.
—Sí, con una pelota de menos.
—Eso se arregla.
—Ahora empuja.
El Príncipe empujó con el resto de sus fuerzas, que juntó como pudo, y la levita se rajó en la espalda.
—¿Alcanzas? —gritó con voz finita.
—Trataré. Pero no grites… ¿Puedes otro poco?
El Príncipe empujó otro poco y la levita perdió la otra manga.
—¿Y?…
—Lo tengo. Pero no sé dónde mierda afirmarme.
—¡Dale, huevón! —rugió el Príncipe desesperado.
Y el bulto, es decir Budinetto, se animó entonces de golpe, pegó un bramido, saltó la verja y cayó sobre Oreste, que se lanzó tras él entre las pálidas jaulas que brotaban de la oscuridad, mientras el Príncipe corría y lo alentaba desde el otro lado. Por fin le dio alcance y lo calmó con unas palmaditas, aunque su primer impulso fue patearlo.
—Cálmate, muchacho —decía Oreste—. Ahora estás en casa.
En realidad le pareció a él que estaba en casa, porque fue sentir ese olor agreste que brotaba de las jaulas y contemplar esas fantásticas mansiones en forma de pagoda, mezquita, palacio, templete, torre, castillo o caverna de mampostería cuyos bultos brillaban opacamente en los perfiles, remates y cúpulas que, olvidándose por completo del motivo de aquella visita nocturna, se transfiguró en el señor Tesero. Inclusive sus ojos, que se acomodan a las sombras, ven ahora cosas que jamás hubiesen visto los del pobre Oreste. Acompañado de Budinetto, al parecer muy a gusto en aquel lugar, saluda por turno al señor hipopótamo, a la señora jirafa, al señor rinoceronte, al señor oso polar, que revienta de calor a pesar de la hora, a todos los señores pájaros, desde el altivo cóndor, ave tótem, restaurador del sol revestido de grandes poderes, hasta la desvelada lechuza, al señor elefante, que brilla como uno de esos edificios, al señor chimpancé, con el cual entabla animadas morisquetas, saltando y gruñendo delante de Budinetto, que lo olfatea medio desorientado, a los señores papagayos, que hacen un ruido como si partieran ramitas, a los señores tigres, leopardos y leones, que se revuelven en sus jaulas excitados por la oscuridad y a los cuales presenta al señor Budinetto. Por primera vez el anciano león empina la cabeza, enarbola la cola y se pasea con solemnes zancadas entre sus compadres.
El señor Tesero cruza por fin un puentecito con una graciosa jiba que remeda modestamente el gran puente del palacio de verano de Peiping, saluda a los señores cisnes, extiende los brazos y con un saltito y otro y otro comienza a revolotear alrededor del lago. La noche, el olor de la tierra humedecida, el perfume de los árboles, el sordo rumor de los animales selváticos lo alivianan, casi lo elevan. Sacude los brazos y salta en punta de pie, cada vez más alto, más alto.
El Príncipe, que corre detrás de la reja agitando los pedazos de la levita, primero lo reclama, luego lo alienta, también él alado, pajarraco, fatigada pero resuelta encarnación.
—¡Arriba, muchacho! ¡Arriba! ¡Más alto, más alto!… ¡Así! ¡Eso es! ¡Bravo! ¡Bravo!…
El señor cisne, concentrado en su vuelo, no advierte unas luces que se aproximan, ni oye esas voces discordantes que ordenan, ni siente, por último, aquel preciso garrotazo que lo tumba sobre la tierra.
Oreste despertó detrás de una reja. En el primer momento creyó que, como ocurría al final de la visita del señor Tesero, estaba en la jaula del chimpancé. Cambió de idea cuando apareció un gorila con uniforme de rural y sin decir palabra lo molió minuciosamente a palos. El tratamiento duró varios días, o meses o tal vez años. El gorila reaparecía a cualquier hora y lo golpeaba con idéntica prolijidad. Oreste hasta llegó a acostumbrarse. Los golpes tenían un ritmo, sucedían ordenadamente, no se precipitaban, y él los acompañaba con el cuerpo. Pecho, cabeza, espalda, pecho, cabeza, espalda. Un dos, un dos, un dos… Otro día u otro año lo transportaron a una salita bien iluminada, lo recostaron en un catre, lo amarraron de pies y manos, seguramente para que reposara con absoluta seguridad, temiendo que en su estado de fantasía rodara al suelo, y cuando estaba a punto de dormirse tuvo la fuerte impresión de que se transformaba en una lamparita de 150 W. Abrió los ojos y vio que otro gorila lo punzaba aquí y allá, preferentemente en el unigénito, con una pértiga que remataba en una púa. Cuando le tocaba el unigénito, que se encogía como una pasa, sentía que se vaciaba por dentro, que vibraban y se encendían un millón de finos alambres. Otro gorila con un uniforme recubierto de abundante y dorada pasamanería y unos bigotes de morsa que se frotaba sin parar recitaba cada cinco minutos las siguientes preguntas:
¿Es usted Príncipe?
¿Es usted artista?
¿Es usted tiesto?
¿Es usted un hijo de puta?
Oreste respondía a todo que sí.
—¿Es usted Príncipe?
—Sí.
—¿Es usted artista?
—¡Aaaay!…
—¿Es usted artista?
—¡Sí!
—¿Es usted tiesto?
—Sí, sí.
—Diga sí una sola vez.
—Sí.
—¿Es usted hijo de puta?
—Sí.
Con todo, el tipo no parecía conforme, porque a los cinco minutos empezaba de nuevo.
—¿Es usted Príncipe?
—Sí.
—¿De qué clase?
—Versátil.
—¿Es usted artista?
—Sí.
—¿De qué clase?
—¡Aaaay!…
—¿De qué clase?
—De pedo.
—¿Es usted tiesto?
—Sí.
—¿De qué clase?
—De segunda.
—¿Es usted hijo de puta?
—¡Sí!…
—¿De qué clase?
—Natural.
Otros cinco minutos y vuelve a empezar.
—¿Es usted Príncipe?
—Sí… ¡Ay!
—Conteste con claridad. ¿Es usted Príncipe?
—Sí.
—¿Por qué?
—Por infusión.
—¿Es usted artista?
—Sí.
—¿Por qué?
—Por confusión.
—¿Es usted tiesto?
—Sí.
—¿Por qué?
—Por proclamación.
—¿Es usted hijo de puta?
—Sí.
—¿Por qué?
—Por concepción.
El tipo se frotó los bigotes y pareció satisfecho. Sin embargo, al rato se inclinó sobre Oreste y después de un puazo que le hizo temblar hasta los dientes preguntó con calma:
—¿Cómo puede ser todo eso a la vez?
—¡Por composición!… —gritó Oreste, con una brasa entre las piernas.
—No grite.
—Por composición.
De golpe el tipo pegó un salto como si por desacierto le hubiesen metido a él la púa y empezó a aullar hasta que se le puso negra la vena del cuello.
—¡Miente! ¡Miente!… ¡Es un asqueroso y podrido intelectual!
—¿Qué cosa?
—¡Usted se calla! ¡Usted casi no existe!
—Sí, señor.
—¡Diga que miente!
—Sí, miento.
—Sí sólo.
—Sí.
—¡Ve que miente! —el desgraciado se frotó los bigotes con fruición—. ¡Duro con él!
Esta vez los alambres enrojecieron y se quebraron en otros mil pedazos que se le clavaron en la carne. Oreste cerró los ojos, apretó los dientes y, con los pulmones llenos de fuego, sintió que se sacudía hasta el mismo catre.
Despertó otra vez en el calabozo.
Las sesiones se repetían a espacios regulares, posiblemente días, porque Oreste no tenía una clara noción del tiempo. Mejor dicho, tuvo que acomodarse a otra relación y medida. Por empezar, jamás veía la luz del sol, a no ser en sueños, que eran muy intensos y que terminaron por consistir como otra realidad en la cual se introducía casi a voluntad. Sus ojos se agrandaron, se oscurecieron.
En el calabozo no había más que un jergón de cerdas, un agujero en un rincón para los excesos y una bombita mugrienta en el techo, dentro de un armazón de alambre, que a veces parpadeaba. A través de los barrotes se divisaba un pasillo penumbroso que terminaba en un hueco de sombras y por el cual veía aproximarse, también a espacios regulares, pero más cortos, al gorila primero. Cuando llegaron a intimar, supo que justamente se llamaba Primo, Primo «Manito» Sosa. Se lo dijo al oído, porque oficialmente lo llamaban Cinco. Todos se llamaban ahí por números. Inclusive Oreste, que era Cero. «Vamos, Cero», «Levántate, Cero», «No grites tan fuerte, Cero», «Ánimo, Cero», «¿Qué tal, Cero?»… Fue ahí que Oreste le dijo, también al oído, que se llamaba o llamó Oreste.
—Lo sé, Cero —dijo Primo—, pero olvídalo ahora.
Era un tipo grande como un ropero, con un rostro ancho, oscuro, siendo lo más notable sus manos, algo desconcertante al principio. Dedos cortos, inflexibles y gruesos, pero de terminación espatulada, lo cual lo favorecía, si bien sobrellevaban la contra del pulgar rígido, separado y corto a la vez. Es decir, dentro de las siete formas básicas del
Tratado de quiromancia
del profesor Emérito Massera, lo que en términos generales se conoce como mano primitiva o elemental, con algunas variantes de la mano espatulada y una cicatriz en la derecha que no tenía nada que ver con la quiromancia.
Cero les hablaba a las manos. Llegó a conocerlas mejor que el propio Cinco. Tanto es así, que a veces lo prevenía de males y sucesos por comunicación con las manos.
—Oye, Cinco. Tienes que cuidarte un poco más en las comidas. Tu línea de la salud —señalaba una raya entre el plano de Marte y el monte de Mercurio— se ha puesto gruesa y aparece cortada, como ves, en varios puntos.
—¿Qué quieres que haga? Es una de las pocas satisfacciones que me quedan en esta puta vida.
—Para un tiempo.
—¡Ah, Cero! Tú eres feliz en cierta forma. No tienes que volver ahí afuera y arreglártelas solo contra un mundo que no te entiende. No nos engañemos. Nadie aprecia este oficio, aunque no lo demuestre. No ven su utilidad. Ni el propio Uno, que es un ensoberbecido cretino. El dinero no alcanza para nada. Mira.
Se quitó los botines y exhibió los agujeros de las medias. Cero aguantó la respiración y sacudió la cabeza con lástima.
—Pero eso no es nada. Mis propios hijos, cinco satanases, son una manga de desagradecidos, y mi mujer se queja el día entero de que se casó con un fracasado. Tengo que hacer grandes esfuerzos para no romperle los huesos.
Apretó los puños y golpeó una de las paredes, que se sacudió entera.
—¿Sabes la última?
—Ya me imagino. He visto una isla en mitad de la línea conyugal.
Cero señaló un punto en la rayita al borde de la mano, o sea en el monte de Mercurio.
—Me mete los cuernos con el carnicero de la cuadra.
—Puede ser otra cosa.
—Estoy seguro.
—Bueno, olvídalo.
—Sí, es mejor. ¿Qué gano si me pierdo?
—Me parece lo más sensato. Cinco miró el reloj.
—Bien. Es la hora. Levántate, Cero. Cero se levantó, cerró los ojos, y Cinco lo molió a golpes.
—Me hace bien hablar contigo, muchacho —dijo cuando terminó—. Ha sido una verdadera suerte que te trajeran aquí. Cuídate ese ojo.
Cero se frotó el ojo con saliva y se durmió.
Para el miserable Cero habría resultado una gran compañía su flauta de cañas, pero Cinco la rompió en mil pedazos el día que se puso a soplarla. Por suerte, y por temor, ya que, al parecer, se trataba de objetos de encantamiento, no tocó ni el grillete ni la pulsera. Cero, mientras estaba despierto y Cinco no hablaba ni lo aporreaba, hacía sonar la pulsera. Probó de muchas maneras. Compuso así una especie de raspadito, una música que remedaba, apretado, el ancho rumor del mar.
Sin embargo, Cero prefería dormir la mayor parte del tiempo. Generalmente Cinco lo interrumpía golpeando unos platillos en sus oídos, por obligación, se entiende, pero Cero, que al principio saltaba despavorido, había terminado por acostumbrarse también a ese bochinche y apenas abría un ojo para contestar a Cinco.