Read Mascaró, el cazador americano Online
Authors: Haroldo Conti
Oreste, porque en sueños volvía a ser Oreste, tenía unas visiones tan coloridas, que el hecho de regresar a aquella existencia miserable, cuando despertaba, ya no era una calamidad, sino un gesto de cortesía para con el pobre Cinco, o en todo caso una breve estancia en la oscuridad que hacía más placenteras aquellas visiones.
Oreste sueña unas veces que actúa en una gran función a beneficio, en un pabellón de dos puntas a franjas de colores que resplandece con una luz jubilosa, la cual inflama los cuerpos, los despoja de todo peso y materia, los reviste de una alegría que no hay poder en la Tierra capaz de arrebatársela. Y cuando llega el momento del Cisne, Oreste se despega del suelo en el primer salto, vuela por sus medios sin esfuerzo, perseguido desde abajo por el Príncipe, que aplaude y lo alienta y por momentos se eleva él también.
Otras veces sueña con el más grande y magnífico Jardín Zoológico del mundo, universo en el cual los animales discurren libremente, arrojan galletitas a unos señores muy formales con uniforme y trajes de buen paño que miran al aire con expresión abstraída, pero recogen las galletitas cuando ellos les dan la espalda. Él, Tesero, y su padre, el viejo Tesero, y aun el pobre Primo «Manito» Sosa, con un espléndido uniforme de capitán general, charlan animadamente sobre las ventajas del Reino Animal. Budinetto los precede enarbolando la cola airosamente y administrando con prudencia su soberbia ferocidad.
Pero la visión más ardiente, más luminosa, en la cual desembocan todos los otros sueños, es una playa inmensa de doradas arenas con un borde de espumas que cuando el agua retrocede el viento la dispersa. Queda en su lugar un fino pliegue de arena más clara que se entrecruza con otros, un tejido muy leve que desaparecerá con la marea alta. Lucumón corre de atropellada entre los copos de espuma detrás de una bandada de gaviotas que remonta vuelo. El brillo del agua borra de golpe la negra figurita, pero persisten en el aire sus desesperados ladridos. El Barón Grampo, jamás muerto, navega al mando del capitán rapsoda don Felipe Novoa en dirección a Palmares. Las altas velas relumbran en el horizonte, y Oreste se sofoca ante tanta imponencia, blanca espesura sobre el llano mar en firme rumbo. Trepa corriendo a un médano antes de que aquel enorme pájaro se sumerja en los confines. Pero aunque vuelve la cabeza a cada paso para no perderlo de vista, cuando llega a la punta ha desaparecido. El faro comienza a destellar. En la pálida claridad que resta, Cafuné pasa volando en su alada bicicleta, agitando el sonajero de uñas. Una columnita de humo remonta el horizonte por el mismo lado que desapareció el Barón Grampo. ¡Ahí está el
Mañana
! ¡Pronto, la Trova! ¡Disparen los fuegos!… Cafuné vuelve, desmonta, corre hacia él sacudiendo el sonajero. Más fuerte, más fuerte…
—¡Vamos, Cero!
Cinco sacude un manojo de llaves y abre la puerta de barrotes. Oreste se levanta sin decir palabra, camina dócilmente detrás del gorila. Le toca su periódica ración de
memento
eléctrico. Realmente ya está acostumbrado. No le preocupa. No entiende para qué lo hacen, como no entiende nada, porque siempre recitan las mismas preguntas y Uno lo echa con los mismos furores. Ya no se desmaya. Está cargado como una batería, y el
memento
, cuando le punza el unigénito, en verdad lo excita. Duerme con disimulo, sueña que se monta a la Pila y cada tanto pega un tremendo grito para tranquilidad de los gorilas.
Tuerca a la izquierda, como siempre, pero Cinco lo agarra del capote y lo empuja en la dirección opuesta. Abre una puerta y lo arroja a una habitación a oscuras. Oreste permanece de pie en las tinieblas preguntándose qué se proponen ahora. No le importa demasiado, pero está tan acostumbrado a aquella rutina, que el cambio, aunque no llega a amedrentarlo, lo trastorna un poco. De pronto estalla una luz que lo ciega y cuando sus ojos, que le arden y se empequeñecen, se acomodan, o al menos soportan esa cegadora claridad, cree estar soñando nuevamente. Delante de él, que es hacia donde apunta la luz, están todos los amigos. No sólo la compañía, con el Príncipe al medio, que sonríe debajo de su sombrero cordobés, sino el Lucho y el Pepe y el Machuco y la Pila. Todos, es decir, desde Cafuné hasta el señor Artemio Sanromá. Recién al rato comprende que son unos meros retratos. Con todo, Oreste les sonríe, se inclina, saluda a cada uno de ellos..
En esto se oye la voz de Uno, desde las sombras.
—¿Los conoces?
—Sí, por supuesto.
Hay un murmullo a sus espaldas.
Uno penetra en la luz, le mete un cigarro en la boca, un vaso de vino en la mano, lo sienta, o lo empuja, en un sillón mullido, lo palmea.
—Bien, hijo. Ahora me dirás quiénes son estos señores, uno por uno. ¿De acuerdo?
No habla, canturrea.
—Sí, señor —dice Oreste.
—Bueno, empieza cuando quieras.
Oreste bebe un trago y el vino lo reanima. Hace tiempo que no siente su cuerpo. Aspira el humo del cigarro y se atraganta. Uno vuelve a palmearlo y de paso lo empuja hacia los retratos. Oreste bebe otro poco. En fin, enteramente animado, muy dueño, señala a Carpoforo, que lo mira con fijeza. Y dice:
—Éste es Finito Quebrantahuesos en su tercera encarnación. Gran campeón de todos los pesos, que batió a Enrico Porro en mil novecientos trece.
Murmullo.
Señala luego a Farseto.
—Éste es el Araña, maestro alambrista de espeluznante solvencia con puñales y estafas.
—¿Qué es eso? —pregunta Uno alarmado.
—Recursos para complicar la travesía de la maroma.
—Sigue…
El Nuño estaba caracterizado de alto bordo: bicornio, mostachos y un parche en el ojo izquierdo.
—Este otro es nada menos que el feroz capitán Cornamusa. Diestro en el sable de abordaje, mejor dicho, ambidiestro. Su especialidad es el «mandoble a la calabaza».
Pasó por alto a Basilio Argimón, que sonreía y estiraba el pescuezo por debajo del armazón, al Príncipe, que le apuntaba con un ojo y con el otro al Basilio, y se detuvo frente a Perinola, que como mostraba sólo la cabeza recubierta con un casco emplumado parecía un tipo de estatura normal.
—¡Ojo con éste! Aunque se hace llamar monseñor es más sanguinario que el Lolonés.
El capitán Alfonso Domínguez estaba más viejo y el Andrés ostentaba risueñamente su dentadura carcomida.
El murmullo a sus espaldas había sido reemplazado por un espeso silencio, pero Oreste prosiguió como si tal cosa.
—¿Qué veo aquí? —señalaba a la Trini, recubierta con un turbante y una cara de grandísima puta—. Ésta es la célebre Pularda, de experto manejo en la pistola y toda arma fogosa.
Uno se plantó delante de Oreste. Tenía los ojos sin brillo y el rostro ceniciento.
—Oye, desgraciado, ¿nos estás tomando el pelo? —dijo sin demasiada aspereza.
Parecía cansado, más que otra cosa.
—Nada de eso, señor. O sí, señor.
—No, señor. O sí, señor.
—No, señor.
Uno sacudió la cabeza con verdadero desaliento.
—Hemos perdido el tiempo miserablemente. Este mierda es sencillamente un loco.
Le hundió el cigarro en la boca, le arrojó a la cara el resto del vino, y mientras Oreste se relamía como un auténtico tarado, gritó con sus últimas fuerzas:
—¡Échenlo de aquí!…
Oreste hubiera querido explicarle que los nombres son cosa de capricho. Que así como él, en su nueva condición, podía dejar de llamarse Oreste para ser más razonablemente Cero, y Primo, Cinco, Carpoforo podría muy bien consistir como Finito y el Nuño como el feroz capitán Cornamusa, lo cual se avenía mejor con sus nuevas encarnaciones. Pero no le dieron tiempo ni lo habrían entendido. Lo más probable es que hubiese empeorado las cosas.
Oreste saludó por última vez a los amigos. Cinco lo tomó del cuello y le hizo transponer la puerta de un puntapié. Rodó por el pasillo a las patadas, riendo suave e inconteniblemente. Cinco volvió a tomarlo del cuello y lo levantó como a un trapo. Luego abrió una puerta y la luz del día cegó a Oreste por completo.
—Adiós, Cero —dijo Cinco a sus espaldas con algo de tristeza.
Y de otra formidable patada lo arrojó a la calle. Oreste cayó y golpeó con tremenda violencia, pero sonrió a pesar del dolor y la miseria de su cuerpo. Olía y sentía bajo sus manos la buena tierra. Luego abrió los ojos, poco a poco, y vio un pedazo de cielo.
El señor Artemio Sanromá no lo reconoció cuando reapareció por la Sacromonte. Lo miraba con desconfianza y metió una mano debajo del mostrador. Oreste tenía el pelo muy largo, encanecido, una barba pendeja, el rostro chupado, tan pálido, los ojos hundidos en sus cajas, como si espiaran a través de unos buracos. El capote le sobraba y él se movía finito en los huecos de aquella tela raída, rifada como una vela, que aparte de las manchas de grasa mostraba otras de un rojo envejecido. Verdaderamente parecía un loco, por lo menos un vago, tal vez un santón, que tiene un poco de cada uno. Sin embargo lo miraba con expresión muy segura, y a partir de esos ojos Artemio creyó reconocerlo.
El hombre sonrió y dijo:
—Traigo una carta de la Rosita y un paquetito de…
—¡Oreste!
Sanromá lo condujo rápidamente hasta la piecita al fondo del depósito. En seguida volvió con un paquetito y un sobre. El paquetito contenía un fajo de billetes y el sobre, un trozo de papel que decía:
Cuando leas estas líneas estaré en viaje a Solsona, si no es que ya he llegado. Voy a cumplir una vieja promesa a Santa Olimpia, patrona de todos los pájaros. Vendí el carro. Ahí tienes tu parte. El mundo es grande, pero no tanto. Algún día aterrizaré en tus propias narices.
Celesta y Compuesta
P.P.
Oreste dobló el papel, lo guardó en un bolsillo junto con los billetes y rió por lo bajo. Estaba de nuevo solo. Sí y no. Porque desde ahora habitaban en él un montón de locos personajes que no lo abandonarían jamás.
El señor Sanromá volvió a entrar con una tortilla al Sacromonte y una botellita de rosado que colocó sobre un banco.
—¿Qué tiempo hace que salí de aquí?
—Un par de meses.
Oreste trató de acomodarse a todo ese tiempo, pero no tenía sentido. Era un tiempo distinto.
—Si hubieses dicho un par de días o un par de horas habría sido lo mismo.
—Comprendo. De cualquier manera, han sucedido demasiadas cosas. Tal vez lo entiendas mejor por ahí.
—¿Qué cosas?
—Liquidaron a Alvarenga y su partida de infernales. Fue cosa de Mascaró. Los muchachos se portaron. Se refería sin duda a toda la compañía.
—¡Eh, tuvieron buena escuela! —dijo Oreste inflado de orgullo.
Artemio hablaba con entusiasmo, pero de pronto él estaba sintiendo lo mismo.
—Otra partida salió en persecución de cierto artificio volante y cayó en una emboscada que le tendió Cernuda. La revuelta progresa, compaña.
—¡Terminaremos con ellos! —afirmó Oreste, blandiendo un dedo, con un pedazo de tortilla en la boca.
—Lejos de aquí, en la costa, un barquito al mando de un tal capitán Domínguez, y otros dos locos, arremetió contra el apostadero naval de Palmares con un viejo sesenta y cinco de montaña amarrado a la proa.
—¿Otros dos locos, dijiste?
—Dos, sí.
Oreste golpeó el vaso contra el banco y soltó una carcajada.
—¡Quieres decir que dio con ellos!
—¿Quién?
—Yo me entiendo.
—En fin, que los rurales han recrudecido como consecuencia. Debes cuidarte.
—Tú también. Estás marcado, puedo asegurarte.
—Lo sé. Ya estuve allí una vez. Por suerte, el capitán Parra tiene debilidad por la tortilla al Sacromonte.
—¿Uno de bigotes?
Oreste se alisó unos bigotes imaginarios tal como lo hacía Uno.
—Ése.
—En cualquier momento se harta de tus tortillas.
—Estoy prevenido. Te esperaba. Voy a prepararle una especial de la casa y levanto vuelo.
—¿A quién?
—A Parrita. ¿Qué harás tú?
—Me marcho esta misma noche. Acabas de darme una idea.
—¿Cuál?
—Ya lo sabrás.
—Si es así, te prepararé algunas cosas.
—No te molestes.
—Es mi parte.
—¡Nada especial!
Sanromá se fue riendo.
Oreste comió con ganas. Su cuerpo volvía a sentir hambre, esa clara señal de la vida capaz de trastornar al mundo.
Cuando terminó la tortilla alzó el vaso y brindó en silencio por todos los amigos, esos bravos compañeros, y lo apuró de un trago. Luego apartó el banco, se puso de pie y anunció con voz de Príncipe:
¡Damas y caballeros!
¡Respetable público!
¡La función ha terminado!
Levantó un brazo, agradeciendo imaginarios aplausos, y agitó la pulsera de caracoles.
El murmullito atrajo con tal fuerza la visión del mar, que el corazón le latió atropelladamente, las paredes se borraron, vio la luz cegadora del agua, una negra silueta que remontaba las olas y hasta sintió el viento cargado de sal que le hinchaba las narices. En realidad, la verdadera función comenzaba recién ahora. Allá lejos un barco cojonudo con un cañoncito montado en la proa y un ángel que hendía el agua esperaba por él.
Sostuvo el brazo en alto un tiempo todavía, después lo bajó lentamente y acarició el grillete que le colgaba del cuello.
Acababa de reconocer su camino.
HAROLDO CONTI nació en Chacabuco, Provincia de Buenos Aires el 25 de mayo de 1925. Fue maestro rural, actor, director teatral aficionado, seminarista, empresario de transportes, piloto civil, profesor de filosofía. Estuvo tambien vinculado a la actividad cinematográfica como guionista, y en calidad de tal trabajó en
La muerte de Sebastián Arache
, un film de Nicolás Sarquis.