Tres de los combatientes enemigos se tiraron al suelo, aunque muchos de los proyectiles certeros que impactaron sobre el resto rebotaron o fueron absorbidos de tal manera que pudieron retroceder y ponerse a cubierto tras los cantos rodados y las estalagmitas que cubrían el suelo de la caverna.
Los siguientes segundos de la batalla fueron un completo caos. El equipo de Anderson avanzó, desplegándose hacia las formaciones rocosas de la cueva en busca de cobertura. Tuvieron que dispersarse deprisa, antes de que el fuego cruzado enemigo pudiera inmovilizar al grupo entero en un solo punto. La cueva retumbaba con el
staccato
del retroceso de los rifles de asalto, el agudo clic-clic-clic de las balas que rebotaba en las formaciones rocosas y las paredes, y, a cada quinto disparo, la incandescencia de las balas trazadoras encendía la habitación con una luminiscencia espectral.
Tras realizar un esprint hasta una gran estalagmita cercana, Anderson sintió un estremecimiento demasiado familiar mientras sus escudos cinéticos rechazaban varios disparos que de otro modo hubieran dado en el blanco. Al lanzarse a tierra rodando, una hilera de balas dio contra el suelo justo frente a él pulverizando la piedra y lanzándole a la cara, bajo la visera, salpicaduras de agua y polvo.
Se puso en pie, escupió la asquerosa gravilla y comprobó instintivamente la energía que quedaba en sus escudos. Habían bajado al 20 %; ni siquiera era suficiente para tener la posibilidad de luchar en el caso de que tuviera que correr de nuevo bajo el fuego directo del enemigo.
—Nivel de escudos —gritó Anderson por la radio. Las cifras le llegaron a ráfagas—: ¡Veinte! ¡Veinticinco! ¡Veinte! ¡Diez!
El equipo seguía intacto pero los escudos habían recibido un buen golpe. Habían perdido la ventaja inicial del factor sorpresa y ahora se enfrentaban a un pelotón enemigo que prácticamente les doblaba en número. Pero los soldados de la Alianza habían sido entrenados para actuar en equipo, cubrirse entre ellos y cuidar unos de otros. Confiaban en sus compañeros y confiaban en su líder. Anderson supuso que eso les daría la ventaja que pudieran necesitar sobre cualquier banda de mercenarios.
—Dah, Lee, ¡moveos a la derecha! —gritó—. ¡Intentad flanquearlos!
El teniente rodó hacia la derecha, emergió por detrás de una estalagmita que lo ocultaba de la vista y disparó una rápida ráfaga de cobertura en dirección al enemigo. No intentaba darle a nadie; incluso con la tecnología inteligente para fijar blancos que todas las armas de fuego personales llevaban incorporada, resultaba prácticamente imposible acertar a un blanco del tamaño de una persona sin tomarse al menos medio segundo para recuperar el equilibrio y apuntar. Aunque su objetivo no era infligir daño; tan sólo pretendía aturdir al enemigo para que no tuviera tiempo de enfilar a Lee o a Dah mientras éstos avanzaban, de forma alternativa, entrando y saliendo precipitadamente de cobertura.
Después de una ráfaga de dos segundos, retrocedió tras su propia protección; no era bueno permanecer a la vista en un mismo punto durante demasiado tiempo. Justo cuando estaba haciendo precisamente eso, Shay apareció de repente por detrás de un canto rodado y soltó otra ráfaga para cubrir a los compañeros de pelotón que estaban en marcha; al ponerse a cubierto, O’Reilly le reemplazó.
Tan pronto como el cabo se retiró, Anderson asomó la cabeza y abrió fuego de nuevo. Esta vez apareció por el costado izquierdo de la estalagmita; ponerse a tiro dos veces seguidas por el mismo sitio era la mejor manera de recibir una salva enemiga en plena cara.
Se puso a resguardo y oyó cómo Dah decía por la radio:
—¡En posición! ¡Deponiendo fuego de cobertura!
Ahora le tocaba moverse a él.
—¡Allá voy! —gritó, justo antes de salir corriendo al descubierto; se agachó y corrió rápido hasta llegar a otra pieza cercana de la arquitectura natural de la cueva que fuera suficientemente grande para poder protegerle de las balas enemigas. Se deslizó hasta detenerse tras una gruesa columna, justo con el tiempo para recobrar el aliento y soltar fuego de cobertura a la vez que ordenaba a Shay y a O’Reilly que salieran a la carrera.
Repitieron el proceso una y otra vez; Anderson mandaba ponerse en marcha a una persona mientras el resto disparaba para mantener al enemigo a la defensiva. El teniente variaba a quién le tocaba cada vez; la clave estaba en tener al equipo en movimiento y mantener al enemigo desequilibrado. Permanecer en el mismo sitio permitiría que sus enemigos se centraran en ellos mediante varios tiradores o, lo que era peor, que éstos comenzaran a lanzar granadas en su dirección. Pero tenía que haber alguna intención y sentido en el movimiento; debían seguir un plan.
A pesar de todo el jaleo y la confusión fortuita del combate, el teniente había sido entrenado para enfocar los enfrentamientos armados como si éstos fueran una partida de ajedrez. Todo tenía que ver con la táctica y la estrategia: había que proteger las fichas mientras se manejaban una a una para fortalecer la posición global. Al trabajar como una unidad, el pelotón de la Alianza estaba aprovechando esta ventaja de soldado en soldado, maniobrando lentamente hacia donde pudieran flanquear al enemigo, sacarles fuera de cobertura y sorprenderles con el fuego cruzado.
Los mercenarios también se daban cuenta de lo que estaba ocurriendo. Los esfuerzos coordinados de Anderson y su equipo les habían inmovilizado, atrapado y dejado prácticamente indefensos. Sólo era cuestión de tiempo que éstos lanzaran un contraataque suicida o rompieran filas batiéndose en una retirada desesperada. En esta ocasión, eligieron lo segundo.
Todo pareció ocurrir de repente; los mercenarios se pusieron súbitamente a descubierto y caminaron marcha atrás hacia el pasadizo que había detrás de ellos mientras disparaban furiosas e imprecisas ráfagas en dirección a los soldados de la Alianza. Justo lo que Anderson y su equipo habían estado esperando.
Mientras los mercenarios se replegaban, Anderson permaneció de pie tras el canto rodado que estaba utilizando para cubrirse. Dejó la cabeza y los hombros al descubierto, sabiendo que alguien que corre hacia atrás y al mismo tiempo dispara un rifle de asalto tendría mucha suerte de poder acertar en el costado de un acorazado, por no hablar de un blanco de la mitad del tamaño que un torso humano. Sujetó con fuerza el arma encima del canto rodado para estabilizarla y apuntó cuidadosamente a uno de los mercenarios, dejando que el sistema de fijación de blancos del arma localizara un blanco seguro; entonces apretó lentamente el gatillo. El mercenario desplegó una corta y espasmódica danza mientras una constante andanada de balas agotaba sus escudos, le destrozaba la armadura y atravesaba su carne.
Toda la secuencia debió de llevar unos cuatro segundos de principio a fin, lo que, después de haber sido acosados por los que estaban al otro lado apuntándoles tranquilamente desde sus miras, pareció una eternidad. Pero con esa amenaza eliminada Anderson tuvo tiempo más que suficiente para garantizar que el objetivo fuera letalmente certero. Y hasta tuvo la ocasión de alinear y derribar también a una segunda mercenaria.
Y no era el único beneficiado por esta situación. Durante la desesperada retirada, su equipo abatió a siete mercenarios en total. Tan sólo dos de ellos consiguieron escapar con vida, al alcanzar la seguridad del pasadizo y desaparecer tras la vuelta de la esquina.
Anderson no envió inmediatamente a su equipo a perseguir a los mercenarios huidos. Tan pronto como perdieron contacto visual con el enemigo, ir tras él se convirtió en cosa de locos. Cada esquina, recodo o pasillo bifurcado que hubieran atravesado representaba el riesgo de una emboscada en potencia.
En lugar de eso, Dah, O’Reilly y Lee tomaron posiciones defensivas para proteger el pasillo en caso de que regresaran los mercenarios, quizá con refuerzos. Con el único punto de insurgencia cubierto, Anderson y Shay tuvieron plena libertad para examinar los cuerpos.
Durante el combate habían matado a diez mercenarios. Ahora hurgaban entre los cadáveres: el macabro aunque necesario desenlace de cada combate. El primer paso era identificar a los posibles supervivientes heridos que pudieran representar una amenaza en potencia. Anderson se sintió aliviado al descubrir que todas las figuras abatidas ya estaban muertas. Ejecutar a enemigos indefensos no formaba parte de la política de la Alianza, pero tomar prisioneros hubiera planteado toda una nueva serie de problemas logísticos en una misión que ya era suficientemente complicada.
El siguiente paso era intentar identificar para quién trabajaban. Eran ocho hombres y dos mujeres: cinco batarianos, tres humanos y dos turianos. Su material era un batiburrillo de armas comerciales y militares de una amplia variedad de empresas. Las unidades militares oficialmente reconocidas solían estar constituidas por una única especie y sólo llevaban armas y blindaje de una marca; el inevitable resultado de la firma de contratos de suministro en exclusiva de las empresas con los gobiernos que los supervisaban.
Éstos eran, muy probablemente, soldados de fortuna, miembros de una de las muchas bandas de mercenarios autónomas del Confín Skylliano que contrataban sus servicios al postor más alto. La mayoría de los mercenarios llevaban tatuajes o marcas grabadas a fuego en la carne que proclamaban su lealtad a un grupo u otro y que, por lo general, solían estar expuestos de manera muy visible en los brazos, la cara y el cuello. Pero las únicas marcas que Anderson encontró en los caídos fueron manchas borrosas de piel costrosa y en carne viva.
Se sintió decepcionado, aunque no sorprendido. Para los trabajos en los que la discreción era importante, los escuadrones eliminaban sus distintivos con un lavado de ácido exfoliante para luego volver a tatuárselos tras la misión: un procedimiento sencillo y doloroso que cargaban a quienquiera que hubiera contratado sus servicios.
Evidentemente, el grupo contratado para atacar Sidon, temeroso de las represalias de la Alianza hizo lo posible por eliminar cualquier pista que pudiera implicarles si algo iba mal.
Cuando Anderson y Shay terminaron de despojar los cuerpos de granadas, medigel y cualquier cosa útil y lo bastante pequeña para ser cargada con facilidad, seguía sin haberse producido un contraataque.
—Parece que no van a salir de nuevo —refunfuñó Dah, mientras Anderson se reunía junto a ella.
—Entonces deberemos entrar a por ellos —replicó Anderson, mientras introducía de una palmada una batería nueva en el generador de su escudo cinético—. No podemos esperarles aquí para siempre, y todavía existe la posibilidad de encontrar a alguno de los nuestros con vida allí abajo.
—O más mercenarios —masculló O’Reilly mientras reemplazaba su batería.
El cabo no hizo sino decir lo que todos estaban pensando. Por lo que ellos sabían, quedaba otro escuadrón enemigo entero en las profundidades de la base y los dos hombres que habían escapado del combate ya habían conseguido avisar a los refuerzos. Pero, a pesar de que era posible que estuvieran cayendo en una trampa, ahora no podían retroceder.
El teniente dio al resto del equipo unos instantes para equiparse antes de gritar:
—Dah, Shay, pónganse al frente. ¡Marchémonos de aquí!
Avanzaron hacia el pasadizo toscamente labrado, manteniendo la formación de patrulla estándar de la Alianza: los dos marines en cabeza, Anderson y O’Reilly en medio, tres metros por detrás de ellos, y Lee a tres metros de éstos cubriéndoles las espaldas. Todos llevaban las armas alzadas y preparadas mientras avanzaban lenta pero constantemente por el irregular y accidentado túnel que había sido escarbado en la roca. Ahora estaban oficialmente en un punto caliente en el que la precaución era más importante que la velocidad. La menor distracción les podía costar la vida a todos.
A los diez metros, el corredor giraba bruscamente a la izquierda. A una señal de la mano de Dah, que avanzaba sigilosamente y asomó la cabeza por la esquina, exponiéndose por un instante al posible fuego enemigo antes de volverse a agazapar, el equipo se detuvo en seco. Al confirmar que estaba despejado, prosiguieron la marcha.
Tras la esquina, el pasadizo seguía unos veinte metros antes de llegar a una puerta de seguridad sellada. La barrera de metal pesado estaba cerrada y asegurada. Anderson le hizo una señal a O’Reilly, y el cabo avanzó para emplear su magia tecnológica y anular los códigos de acceso. El resto del equipo tomó posiciones estándar para otro procedimiento de fogonazo y despeje.
—Si esos mercenarios están cerrando las puertas de segundad —susurró Dah al oficial al mando mientras esperaban a que la puerta se abriera—, eso significa que tienen los códigos de la base. Alguien de dentro ha debido de colaborar con ellos.
Anderson asintió con un sombrío movimiento de cabeza por respuesta. La idea de que alguien de Sidon hubiera traicionado a la Alianza no le gustó, pero era la única explicación que tenía sentido. Los mercenarios sabían que en las instalaciones se esperaba un cargamento extraplanetario y debían de tener los códigos de aterrizaje adecuados para hacer aterrizar sus naves sobre la superficie del planeta sin levantar sospechas. Estaban lo bastante familiarizados con el trazado para despejar el área superior y dirigirse hacia los ascensores del fondo sin dejar escapar a nadie. Y debieron de tener acceso a los códigos restringidos de cierre para sellar la puerta de seguridad. Todas las evidencias apuntaban a la inevitable conclusión de que había un traidor en Sidon.
La puerta se abrió deslizándose y el equipo se puso en acción, empleando una granada para cegar a quien hubiera al otro lado y entrando a cargar sólo para descubrir que la zona que se abría tras la puerta estaba vacía. Ahora estaban en una gran sala cuadrada de unos veinte metros de lado. El metal reluciente de las paredes, el techo y el suelo reforzado dejaban claro que estaban entrando en el corazón de las instalaciones de investigación. Todo transmitía una sensación moderna y elegante; un marcado contraste con los toscos túneles naturales por los que acababan de pasar.
—Aquí hay un rastro de sangre —gritó O’Reilly desde la izquierda—. Parece fresco.
—Sigámoslo —decidió Anderson—. Lee y Shay, mantengan la posición aquí. —No le gustaba dividir al grupo pero desconocían el trazado de la base. No quería que los mercenarios les doblaran, pasando detrás de ellos, y escaparan de vuelta hacia el montacargas—. ¡Dah, O’Reilly, en línea!