Dejaron a los dos soldados rasos custodiando la única salida y Anderson y los demás se pusieron en camino por el corredor de la derecha, adentrándose cada vez más en el complejo de investigación. Atravesaron varias intersecciones más, pero Anderson no quería dividir otra vez su pelotón. En lugar de eso, los tres se limitaron a seguir el rastro de sangre. A lo largo del camino pasaron por unas cuantas habitaciones: a juzgar por los escritorios y las estaciones de trabajo personales, la mayoría de ellas eran pequeños despachos. Al igual que los dormitorios, todos habían sido completamente arrasados por el tiroteo. La matanza indiscriminada que había comenzado en la superficie continuó sin tregua bajo tierra. Y una vez más, los mercenarios no se contentaron con dejar a sus víctimas allá donde caían sino que, por alguna inexplicable razón, se los habían llevado a rastras.
Cinco minutos después, dieron al fin con el origen del rastro de sangre que habían estado siguiendo. Un turiano tendido boca abajo en el suelo de una habitación de tamaño mediano, sangraba profusamente de una herida en la pierna. Anderson le identificó como uno de los mercenarios que había escapado del reciente combate. Se aproximó con cuidado, arrodillándose junto a la figura inmóvil para comprobar su pulso aunque sin poder encontrarlo.
En la habitación, solo quedaba una salida: una puerta de seguridad sellada situada a un lado.
—¿Cree que su colega estará ahí adentro? —preguntó Dah apuntando con su fusil de asalto al portal cerrado.
—Lo dudo —respondió Anderson—. Probablemente sabía que seguiríamos el rastro de sangre. Seguro que abandonó al tipo más atrás, en alguna de las bifurcaciones. Debió de esperar a que pasáramos y luego corrió como un loco hacía la salida.
—Espero que Shay y Lee estén alerta —murmuró Dah.
—Podrán con él —le aseguro Anderson—. Me interesa.
—Es probable que conduzca al laboratorio de investigación principal —conjeturó O'Reilly—. Puede que dentro al fin encontremos algunas respuestas.
Apartaron al muerto fuera del camino, haciéndolo rodar; si tras esa puerta les esperaba otro tiroteo, no tenía ningún sentido arriesgarse a que alguien tropezara con el cuerpo. Entonces, a una orden de Anderson, el cabo se puso a trabajar y, mientras el teniente y la jefe de artillería Dah tomaban posiciones para otra operación de fogonazo y despeje, anuló el cierre de seguridad.
Esta vez, Dah fue la primera en entrar; igual que en la ocasión anterior, tampoco había nadie al otro lado. Nadie con vida, el cualquier caso.
—Madre de Dios —dijo, quedándose boquiabierta.
Anderson entró en la habitación y sintió cómo su estómago se revolvía ante el espantoso espectáculo que encontró frente a él. O’Reilly tenía razón: estaban en un laboratorio enorme dominado por un gigantesco servidor central. El único modo de entrar o salir era por la puerta que acababan de atravesar y como en el resto de la base, todas las piezas del equipo de la sala habían sido destruidas más allá de toda reparación posible.
Pero no fue eso lo que provocó sus reacciones. Al menos treinta cadáveres yacían desparramados por la habitación, la mayoría apilados junto a las paredes a ambos lados de la entrada. Los uniformes indicaban que era personal de la Alianza; los guardas e investigadores asesinados a lo largo de las otras secciones de la instalación. El misterio de a dónde habían ido a parar los cuerpos estaba resuelto, a pesar de que Anderson seguía sin comprender por qué todos habían sido arrastrados hasta esta única ubicación.
—¿Compruebo si quedan supervivientes, señor? —preguntó Dah, sin dejar traslucir demasiadas esperanzas en su voz.
—Espere —dijo Anderson, levantando la mano para que el equipo se mantuviera en su lugar—. Que nadie mueva un solo músculo.
—Dios mío —susurró O’Reilly, que acababa de reconocer qué era lo que Anderson ya había visto.
La habitación entera estaba cableada con explosivos. No eran simples minas de proximidad sino innumerables cargas detonadoras de diez kilos situadas estratégicamente alrededor del laboratorio. Súbitamente, todo cobró sentido para el teniente Anderson.
Había suficientes explosivos como para hacer saltar por los aires todo lo que había dentro de la habitación, incluidos los cuerpos. Ése era el motivo por el que todos habían sido reunidos allí con tanto cuidado. No habría manera de identificar positivamente los restos, lo que significaría que a quienesquiera que fueran los traidores a Sidon se les supondría muertos junto con los demás. Podrían adoptar una nueva identidad y vivir a costa de los beneficios de su crimen sin ningún riesgo de repercusiones.
Un débil pitido electrónico hizo que Anderson se diera cuenta de que encontrar al traidor era el menor de sus problemas.
—¡Un temporizador! —advirtió O’Reilly con un tono crudo de temor y ansiedad.
Un segundo después volvió a pitar, y el teniente comprendió que el mercenario moribundo les había atraído hacia una trampa. La secuencia de detonación seguía su cuenta atrás y el destino de todos ellos —supervivencia o muerte— vendría determinado con toda probabilidad por la próxima orden que diera.
En el segundo que hubo entre ambos pitidos, su mente analizó y evaluó la situación. El alcance de la onda expansiva sería enorme, más que suficiente para desestabilizar todo el complejo subterráneo. Probablemente provocaría un derrumbamiento que colapsaría la inmensa cámara natural hasta el montacargas. Aunque estuvieran suficientemente alejados para sobrevivir a la explosión, se quedarían sin aire mucho antes de que el personal de rescate les encontrara.
O’Reilly era un técnico experto; existía una posibilidad de que pudiera desactivar el detonador antes de que estallara. Eso si tenían el tiempo necesario para encontrarlo. Si no había otro de reserva. Si se trataba de un fabricante con el que estuviera familiarizado. Y si no disponía de ningún dispositivo a prueba de fallos para evitar anulaciones manuales.
Demasiadas incertidumbres. Desactivar los explosivos no era una opción, lo que significaba que lo único que les quedaba por hacer era…
—¡A correr!
En respuesta a su orden, los tres giraron sobre sus talones y se lanzaron a la carrera de vuelta por los corredores por donde habían venido.
—Shay, Lee —gritó Anderson por la radio—. Al montacargas. ¡Ya!
—Sí, sí señor —respondió a gritos uno de ellos.
—Espérennos tanto tiempo como sea posible pero si les doy la orden, márchense sin nosotros. ¿Lo han comprendido?
Se hizo un silencio al otro extremo de la radio; tan sólo se oía el pesado sonido de sus pasos y la respiración fuerte de los tres soldados de la Alianza al esprintar por el corredor.
—¡Soldado! ¿Me oye? ¡Si digo que se marchen, más vale que se marchen, hayamos o no hayamos llegado!
Fue recompensado por un reacio «Entendido, señor».
Iban a la carrera por los pasillos, corriendo tan rápido como podían, deslizándose y derrapando al doblar las esquinas en un desesperado intento de batir al temporizador, que podía detonar en cualquier momento. No había tiempo para controlar las emboscadas del enemigo. Simplemente, debían confiar en no caer en una.
A la vuelta de la esquina, en la habitación en la que Anderson había ordenado previamente a Shay y a Lee que les esperaran, se agotó al fin su racha de buena suerte. La jefe de artillería Dah iba en cabeza; sus largas piernas le permitían ganar terreno a cada zancada y les había sacado unos metros de ventaja a sus dos compañeros. Llegó a la sala corriendo a toda velocidad… justo en medio de una ráfaga de disparos.
El único mercenario superviviente —un batariano— les estaba esperando. Debía de haber entrado a trompicones en la sala después de que Shay y Lee se retiraran al montacargas obedeciendo la orden de Anderson. Había estado aguardándoles pacientemente desde entonces, esperando la ocasión para obtener alguna clase de mezquina venganza.
La fuerza de las balas hizo que Dah saliera disparada y se desplomara a tierra. Con el impulso, su cuerpo rodó por el suelo hasta detenerse, encogido e inmóvil, en un rincón.
Anderson fue el segundo en pasar a la habitación; entró a la carga disparando su arma. Normalmente, correr directamente hacia un enemigo estacionario con un rifle de asalto cargado era un completo suicidio, pero el mercenario había centrado estúpidamente la atención en Dah mientras ésta se tambaleaba y caía, y ni siquiera estaba mirando en dirección a Anderson. Cuando intentó girarse para abrir fuego sobre el enemigo que cargaba contra él, el teniente estaba prácticamente encima de él; tan cerca que incluso corriendo fue capaz de apuntar con la suficiente precisión para hacerle un agujero en el pecho.
O'Reilly llegó una fracción de segundo después, deteniéndose al ver a Dah tumbada sobre un charco de sangre que se extendía con rapidez.
—¡Márchese! —le gritó Anderson—. Vaya al ascensor.
O’Reilly asintió secamente y se marchó, dejando que Anderson examinara a su compañera caída.
El teniente se apoyó sobre una rodilla, le dio la vuelta a Dah y entonces, cuando los ojos de ésta comenzaron a parpadear, casi dio un salto hacia atrás por la sorpresa.
—El muy capullo apunto demasiado bajo —dijo entre dientes—. Me dio en la pierna.
Anderson le echó un vistazo y comprobó que era cierto. Unas cuantas balas perdidas habían penetrado en la barrera cinética que le protegía el torso y habían rebotado en las densas placas del blindaje corporal, sin causarle más daños que algunas abolladuras y decoloraciones. Pero la pierna derecha, allí donde la armadura era más fina y donde los escudos se habían desgastado por la mayor densidad del fuego, había acabado hecha papilla, puro picadillo.
—¿Jefa Dah, alguna vez la ha llevado alguien a cuestas? —le preguntó Anderson, arrojando las armas al suelo y quitándose con rapidez el blindaje corporal.
—Nunca fui la típica chica a la que se lleva a cuestas, señor —respondió, desabrochándose el cinturón y deshaciéndose de cada pieza del equipo que no estuviera atada con correa.
—Es sencillo —explicó, agachándose para ayudarla a sentarse. Seguía llevando el blindaje corporal, pero ya habían perdido demasiado tiempo—. Lo único que tiene que hacer es agarrarse fuerte.
Hizo lo posible para ayudarla a sujetarse alrededor de su cuello y de sus hombros. Se levantó, tambaleándose por el gran peso de la mujer, y echó los brazos hacia atrás para poder aguantar su peso, estrechándole los muslos y las nalgas mientras ella se aferraba ferozmente con los brazos a su cuello.
—Vamos —gruñó, haciendo lo posible por ocultar el dolor que el movimiento le estaba causando en el miembro mutilado.
Anderson dio unos cuantos pasos vacilantes, luchando por encontrar el modo de moverse tan rápido como fuera posible a la vez que procuraba equilibrar la incómoda carga. Cuando pasaron del pasadizo a la caverna cubierta de grandes estalactitas ya había encontrado una cadencia, poco elegante aunque efectiva, a medio camino entre el galope y el trote. Y entonces, el temporizador detonó.
En el laboratorio principal, en el corazón de la base de investigación, se desató una enorme bola de calor, fuego y energía que arrastró los desechos a medida que se extendía por el complejo, alabeando las puertas, arrancando las bisagras, combando los suelos y fundiendo las paredes.
Lejos, en la caverna natural, los efectos de la explosión se dejaron sentir en tres etapas diferentes. Primero, la tierra pareció levantarse por debajo de los pies de Anderson, haciéndole caer al suelo. Al golpearse la pierna contra el suelo, Dah gritó, aunque su voz quedó ahogada por la segunda fase de la explosión, un estampido ensordecedor que retumbó por toda la caverna, aplacando cualquier otro sonido. La fase final fue un muro de aire caliente que, propulsado por la onda expansiva, se desbordó por el pasadizo y pasó por encima de ellos, inmovilizándoles contra el suelo, quemándoles los pulmones y dificultándoles la respiración.
Anderson se esforzó por respirar y durante un segundo casi se desmaya. Luchó por mantener la conciencia mientras la fuerza invisible que le aplastaba el pecho y le mantenía clavado en el suelo remitía lentamente su presión y el aire recalentado expelido por la onda expansiva se dispersaba por toda la caverna.
Todavía no estaban fuera de peligro. La fuerza de la onda expansiva había sacudido la caverna. Las hileras de luces artificiales se desgarraron, quedando sueltas, balanceándose con violencia y proyectando sombras extrañas y disparatadas por toda la sala. Y a pesar de que aún le zumbaban los oídos, podía oír claramente los fuertes y nítidos crujidos de las fracturas de estrés que aparecieron en las paredes y el techo mientras la caverna comenzaba a colapsarse.
—O’Reilly —gritó por la radio, esperando que los tres hombres del montacargas aún pudieran oírle—. ¡Este sitio se derrumba! ¡Suban a la superficie! ¡Ya!
—¿Y usted y Dah? —La respuesta apenas fue audible dentro del casco de Anderson, aunque por el tono estaba claro que el cabo estaba gritando.
—Envíen el montacargas de vuelta abajo cuando hayan llegado hasta arriba —dijo bruscamente—. ¡Muévanse! ¡Es una orden!
Sin esperar una respuesta, Anderson se arrastró para examinar a la jefa de artillería Dah. Había perdido el conocimiento; el dolor en la pierna, sumado al trauma físico causado por las réplicas de la explosión, era demasiado para poder soportarlo. Reuniendo las fuerzas que le quedaban, el teniente logró ponerse en pie, colgándola sobre sus hombros a la manera de los bomberos.
Comenzó una carrera desesperada y renqueante hacia la libertad mientras la cámara se desintegraba a su alrededor. Las estalactitas se desplomaban como enormes lanzas dentadas de piedra caliza; el frágil asimiento que las había mantenido unidas al techo durante millares de años finalmente fallaba. Grietas enormes se extendían por el suelo, las paredes y la bóveda, haciendo que grandes pedazos de roca se rompieran y cayeran al suelo, donde reventaban con el impacto hasta quedar reducidos a polvo y escombros.
Anderson hizo lo que pudo por apartar todo aquello de su mente. No había nada que pudiera hacer, aparte de seguir corriendo y rezar para no ser aplastados desde arriba, de modo que obligó a su mente a concentrarse únicamente en poner un pie delante del otro. No estaba seguro de poder conseguirlo. Las hileras de luces que se balanceaban producían un efecto similar al estroboscópico, haciéndole difícil mantener el equilibrio sobre el accidentado suelo. Estaba magullado y rendido por la conmoción de la onda expansiva. El agotamiento y la fatiga se apoderaron de él. Los músculos de los muslos y las pantorrillas le ardían. El flujo de adrenalina que sintió al principio de la misión había desaparecido: sencillamente, su cuerpo no daba más de sí. Se movía cada vez con mayor lentitud y la mujer inconsciente que descansaba sobre sus hombros parecía tan pesada como las gigantescas losas de roca que llovían a su alrededor.