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Authors: Drew Karpyshyn

Tags: #ciencia ficción

Mass Effect. Revelación (11 page)

BOOK: Mass Effect. Revelación
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Pero el mercenario no era consciente de lo que estaba ocurriendo. La Humanidad carecía de individuos con capacidades bióticas latentes; Edan sospechaba que ni siquiera era consciente de que existiera semejante energía. Aunque aquel hombre estaba a punto de descubrirlo.

—Dos.

El mercenario abrió la boca para decir algo más, pero no pudo hacerlo. Skarr movió con violencia el puño cerrado en dirección hacia él y el aire se onduló, levantando bruscamente una ola de energía oscura sobre su contrincante, que alzó al desprevenido humano y le arrojó varios metros hacia atrás. Aterrizó pesadamente sobre el suelo, quedándose sin aliento mientras la pistola salía disparada de su mano.

Perdió el sentido durante unos instantes, tiempo de sobra para que Skarr atravesara la distancia que les separaba y rodeara el cuello del mercenario con su mano de tres dedos. Alzó al humano hasta el techo, asiéndole fácilmente con un brazo al tiempo que le estrujaba lentamente la tráquea. El mercenario coceaba con los talones e intentaba arañar en vano el escamoso antebrazo que le estaba estrangulando.

—La muerte te sobreviene a manos de un verdadero maestro de batalla krogan —le hizo saber Skarr con indiferencia mientras el rostro de la víctima pasaba del rojo pálido al azul—. Espero que sepas apreciar el honor.

El resto de los Soles Azules se cruzaron de brazos sin hacer nada, observando todo el asunto con frío desdén. Edan podía adivinar por sus caras que no estaban disfrutando del espectáculo, aunque ninguno de ellos estaba dispuesto a intervenir para ponerle fin. No si eso suponía ofender a su patrón… o provocar la ira del krogan.

Los forcejeos del mercenario se hicieron más débiles; los ojos se le pusieron en blanco; al fin quedó inmóvil. Skarr lo sacudió una vez más y entonces le dio un último estrujón que le aplastó la tráquea antes de dejarlo caer desdeñosamente a suelo.

—Creía que había dicho que iba a contar hasta tres —observó Edan.

—Mentí.

—Una exhibición impresionante —admitió Edan, inclinando la cabeza en dirección a los cuerpos—. Tan sólo espero que obtenga resultados similares con Kahlee Sanders. Claro que primero tendrá que encontrarla.

—La encontraré —respondió el krogan con absoluta convicción—. A eso me dedico.

John Grissom se despertó con el sonido de alguien que llamaba a la puerta a media noche. Salió de la cama a regañadientes y se puso una bata harapienta sin molestarse en atársela. Cualquier visitante lo bastante maleducado para sacarle de la cama a esa hora bien podía soportar verle en calzoncillos.

En realidad, se esperaba algo así desde que supo que habían atacado Sidon. Ya fuera alguien de la administración de la Alianza, que se presentara para intentar convencerle de que hiciera alguna clase de aparición pública o comunicado oficial, o bien algún periodista que buscara captar la reacción de uno de los iconos más reconocidos de la Humanidad. Fuera lo que fuese, estaban de malas. Ahora estaba retirado. Se había acabado lo de ser un héroe. Ahora no era más que un viejo gruñón que vivía de su pensión de oficial.

Encendió la luz del vestíbulo, y contrajo la vista por la claridad, mientras intentaba deshacerse de los últimos vestigios del atontamiento del sueño. Andando con paso lento, se dirigió desde el dormitorio hacia la puerta principal. Los golpes continuaban, haciéndose cada vez más insistentes y desesperados.

—Maldita sea… ¡Ya voy! —gritó, aunque sin molestarse en acelerar el paso. Al menos, el ruido no molestaría a los vecinos: no tenía. No lo bastante cerca para que pudieran oírlo. Por lo que a él respectaba, ése era el principal atractivo de la casa.

Elysium le había parecido un buen lugar para retirarse. La colonia estaba a suficiente distancia de la tierra y de otros asentamientos importantes para disuadir a la gente de hacer el viaje por simple curiosidad, y con una población de varios millones, era lo bastante grande para poder desaparecer entre la multitud; por no mencionar que era segura, sólida y estable. Podría haber encontrado algún sitio aún más lejano, pero en una colonia menos consolidada corría el riesgo de ser visto como una especie de salvador o como un líder de facto siempre que algo no fuera bien.

A pesar de todo, no era perfecta. Nada más llegar a Elysium, hacía cinco años, los políticos locales le habían molestado constantemente, bien pretendiendo que se presentara en nombre de su partido, o bien buscando que les respaldara en sus propias candidaturas. Grissom eligió permanecer completamente equitativo e imparcial: los mandó a todos al infierno.

Después del primer año, la gente dejó de molestarle. Cada seis meses o así, recibía un escueto mensaje de vídeo de la Alianza en el que le animaban a regresar para ayudar a la Humanidad. Tan sólo estaba en la cincuentena: decían que era demasiado joven para quedarse sentado sin hacer nada. Jamás se tomó la molestia de responder. Grissom creía que ya había hecho mucho para servir a la Humanidad. Su carrera militar siempre había estado en primer lugar. Le había costado la familia. Aunque eso no fue más que el comienzo. Luego estuvo el circo mediático de cinco años que siguió a su pionero viaje a través del relé de Caronte; miles y miles de entrevistas. Las cosas no hicieron sino empeorar tras su labor durante la Primera Guerra de Contacto: más entrevistas, apariciones en publico, reuniones privadas con contralmirantes, generales y políticos, y ceremonias diplomáticas oficiales para reunirse con los representantes de cada monstruosa especie mutante alienígena con que la Alianza topaba. Se había acabado. Que fuera otro el que tomara el estandarte y corriera con él; tan sólo quería que le dejaran en paz.

Y entonces unos memos tuvieron que ir y atacar una base de la Alianza que, hablando en términos galácticos, estaba justo a la vuelta de la esquina. Resultaba inevitable que alguien creyera que esto era motivo suficiente para volver a molestarle otra vez. ¿Pero tenían que hacerlo en medio de la maldita noche?

Estaba en la puerta y los golpes no habían cesado lo más mínimo. Más bien al contrario, cuanto más tardaba, más intensos y apremiantes se volvían. Mientras abría la puerta, Grissom decidió que si el visitante era de la Alianza, le enviaría a la mierda y si él —o ella— era un periodista, le daría un puñetazo justo en la boca.

Una joven aterrorizada estaba de pie en la puerta, tiritando en la fría oscuridad. Estaba tan cubierta de sangre que le llevó unos segundos reconocerla.

—¿Kahlee?

—Tengo problemas —dijo con voz trémula—. Necesito tu ayuda, papá.

SEIS

—El control de la ciudadela confirma que está despejado para aterrizar. —La voz del timonel llegó por el intercomunicador de a bordo—. Tiempo previsto para el acoplamiento: diecisiete minutos.

A través de la portilla principal de la
Hastings
, Anderson podía ver la Ciudadela a lo lejos, la magnífica estación espacial que era el centro cultural, económico y político de la galaxia. Desde aquí, a varios miles de kilómetros de distancia, parecía una estrella de cinco puntas: un quinteto de brazos largos y gruesos desplegándose desde un anillo central hueco.

A pesar de haberla visto muchas veces con anterioridad, Anderson seguía maravillándose por su magnitud. El anillo de en medio tenía un diámetro de diez kilómetros y cada brazo medía veinticinco kilómetros de largo por diez de ancho. En los veintisiete siglos que habían transcurrido desde que el Consejo se estableciera allí se habían construido, a lo largo de cada brazo, grandes metrópolis cosmopolitas llamadas distritos, ciudades enteras edificadas en su interior a varios niveles de la estación.

Cuarenta millones de personas procedentes de todas las especies y sectores a lo largo y ancho de la galaxia se habían instalado allí.

Sencillamente, no existía otra estación con la que poder compararla; incluso Arturo quedaría eclipsada ante su presencia. Aunque no era únicamente su tamaño lo que la hacía tan asombrosa: como los relés de masa, la Ciudadela fue creada en origen por los proteanos. Su casco estaba hecho del mismo material, prácticamente indestructible; una proeza tecnológica que, desde la misteriosa extinción de los proteanos cincuenta mil años antes, ninguna otra especie había podido igualar. Incluso con el armamento más avanzado, dañar significativamente el casco llevaría días de bombardeos constantes y concentrados.

No es que nadie se planteara atacar la Ciudadela. La estación estaba situada en el centro de una de las mayores confluencias de relés de masa, en lo más profundo de una densa nebulosa. Esto le proporcionaba diversas defensas naturales: resultaba difícil navegar por la nebulosa ya que ralentizaría a cualquier flota enemiga, lo que complicaría cualquier clase de ataque organizado. Y con varias docenas de relés de masa en las inmediaciones, los refuerzos de casi todas las regiones de la galaxia estaban a tan sólo unos minutos de distancia.

Si alguien lograba penetrar estas defensas exteriores, los largos brazos de la estación podían plegarse alrededor del anillo central, agrupándose para transformar la Ciudadela en un largo tubo cilíndrico. Una vez que los brazos se cerraban, la estación era casi inexpugnable.

La flota del Consejo proveía la última capa de protección: una fuerza conjunta de naves turianas, salarianas y asari que siempre estaba de patrulla por las inmediaciones. A Anderson sólo le llevó unos segundos distinguir el buque insignia. El
Ascensión
, un acorazado asari, era más que un simple signo majestuoso del poder del Consejo. Cuatro veces mayor que cualquier nave de la flota humana y con una tripulación de aproximadamente cinco mil personas, era el más formidable buque de guerra jamás construido. Como la Ciudadela, no tenía igual.

Naturalmente, las naves de la flota del Consejo no eran las únicas de la zona. La Nebulosa Serpentina era el nexo de la red de repetidores de masa de la galaxia —a la larga, todos los caminos conducían a la Ciudadela—. Allí, el tráfico era continuo y concurrido: era uno de los pocos lugares en toda la galaxia donde existía un peligro real de chocar contra otras naves.

La congestión era especialmente densa en las estaciones de descarga de libre flotación. Crear los campos de efecto de masa necesarios para correr a motor MRL generaba una potente carga que se acumulaba en el interior del núcleo de propulsión de una nave. De no controlarse, el núcleo podría sobresaturarse, provocando una explosión de energía masiva con la suficiente potencia para freír a cualquiera de a bordo que no estuviera correctamente conectado a tierra, quemar todos los sistemas electrónicos e incluso fundir las compuertas de metal.

Para prevenir semejantes catástrofes, la mayoría de las naves debían descargar sus núcleos de propulsión cada veinte o treinta horas. Por lo general, esto se hacía aterrizando en un planeta o dispersando la acumulación mediante la contigüidad con el campo magnético de un gran cuerpo estelar, tal como un sol o un gigante gaseoso. Sin embargo, en las inmediaciones de la Ciudadela, no había cuerpos astronómicos con el tamaño necesario. En su lugar, un anillo de estaciones de acoplamiento diseñado con esa finalidad permitía a las naves conectarse y liberar la energía de sus núcleos de propulsión antes de continuar empleando los propulsores convencionales sub-MRL.

Por suerte, la
Hastings
había descargado su núcleo nada más llegar a la región, hacía aproximadamente una hora. Desde entonces, había estado dando vueltas en círculo, esperando pacientemente a obtener la autorización que acababa de recibir en ese mismo instante.

Anderson no tenía por qué preocuparse por la actuación de la tripulación en una aproximación rutinaria como ésta; la habían hecho cientos de veces con anterioridad. En vez de eso, desconectó su mente y disfrutó de la vista mientras la Ciudadela se aproximaba lentamente, vislumbrándose cada vez más imponente desde la escotilla. Las luces de los distritos brillaban y centelleaban; su penetrante iluminación era el contrapunto de brumosa y serpenteante claridad de la nebulosa que servía como telón de fondo de la escena.

—Es precioso.

Anderson pegó un bote, sobresaltado por la voz que le llegaba justo desde atrás.

La jefa de artillería Dah rio.

—Lo siento, teniente, no pretendía asustarle.

Anderson echó un vistazo a los vendajes y al aparato ortopédico para caminar que le revestía la pierna desde la parte superior del muslo hasta el final del tobillo.

—Jefa Dah, cada vez se le da mejor ese trasto. Ni siquiera oí cómo se acercaba sigilosamente.

Dah se encogió de hombros.

—El médico dice que me voy a recuperar del todo. Le debo una.

—No es así como funciona —respondió Anderson con una sonrisa—. Sé que habría hecho lo mismo por mí.

—Señor, me gustaría creer que sí. Pero no es lo mismo pensarlo que hacerlo. Así que… gracias.

—No me diga que ha venido desde la enfermería hasta aquí sólo para darme las gracias. —Sonrió burlonamente.

—En realidad vine para ver si me llevaba otra vez de paseo a cuestas.

—Olvídelo —contestó Anderson, riendo—. Casi me parto la espalda sacando su culo fuera de allí. Realmente necesita perder unos cuantos kilos.

—Tenga cuidado, señor —le advirtió, levantando la pierna reforzada con el aparato ortopédico a unos centímetros del suelo—. Le puedo propinar una buena patada con este trasto.

Anderson se volvió hacia la portilla, sonriendo.

—Cállese de una vez y disfrute de la vista, Dah. Es una orden.

—Sí, señor.

Tras aterrizar, a Anderson sólo le llevó unos minutos pasar por la aduana. Habían tocado tierra en un puerto de la Alianza y el personal militar disponía de prioridad absoluta siempre que llegara de una misión. Los agentes de seguridad de la Ciudadela comprobaron su identificación de la Alianza; la verificaron escaneando su huella digital, y luego examinaron superficialmente la mochila que contenía sus pertenencias personales antes de indicarle que pasara. Anderson se sintió satisfecho de que ambos fueran humanos; el mes anterior aún seguía habiendo unos cuantos oficiales salarianos asignados en los puertos de la Alianza debido a la escasez de empleados humanos. El Seg-C (Servicio de seguridad de la Ciudadela) había prometido reclutar más humanos entre sus filas y parecía que no habían faltado a su palabra.

Dejó atrás los puertos y entró en el ascensor que le llevaría de subida hacia el nivel principal. Bostezó; ahora que estaba fuera de servicio, la fatiga que había mantenido a raya durante toda la misión comenzó a invadirle. No podía esperar a regresar a su residencia particular en los distritos. Se podría argumentar que pagar el alquiler de un apartamento en la Ciudadela, teniendo en cuenta el tiempo que se pasaba de patrulla, era un gasto exagerado. Pero sentía que era importante tener un lugar al que poder llamar hogar, aunque no estuviera en casa más que una semana de cada cuatro.

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