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Authors: Drew Karpyshyn

Tags: #ciencia ficción

Mass Effect. Revelación (12 page)

BOOK: Mass Effect. Revelación
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El ascensor se detuvo, se abrieron las puertas, y Anderson salió hacia el pandemónium de luz y ruido propio de los distritos. Una multitud de personas ocupaba los pasajes peatonales elevados, individuos de todas las especies que iban y venían en todas las direcciones. Los coches del metro exprés pasaban volando elevados sobre un monorraíl, cada uno lleno de trabajadores, estudiantes y curiosos en general, que se apuntaban a dar una vuelta en la alta velocidad. Las calles inferiores estaban repletas de vehículos de transporte terrestre que zigzagueaban entre las vías públicas señaladas, cada conductor con más prisa que el anterior. En la Ciudadela, siempre era hora punta.

Afortunadamente, no necesitaba hacer señales a un taxista para que se detuviera ni dirigirse hacia una estación de enlace. Su apartamento estaba sólo a veinte minutos de distancia a pie, así que se llevó sus pertenencias al hombro y se mezcló con la muchedumbre, a empujarse y empellerse con el resto de la enloquecida multitud.

Mientras caminaba, sus sentidos estaban bajo el constante asedio de un flujo continuo de anuncios electrónicos. Allá donde mirara había imágenes holográficas destellando, vallas publicitarias futuristas promocionando un millar de marcas en un centenar de mundos distintos. Comida, bebidas, vehículos, ropa, entretenimiento: en la Ciudadela, todo estaba a la venta. Sin embargo, tan sólo un puñado de los anuncios iba dirigido específicamente a los humanos. Éstos seguían siendo una minoría y las empresas preferían gastarse el dinero de los anuncios en especies con una mayor cuota de mercado. Aunque a cada mes que pasaba, Anderson veía a más y más de los suyos entre la ajetreada multitud.

Anderson sabía que era importante que los humanos se integraran junto al resto de la comunidad interestelar. Y qué mejor sitio para hacerlo que la Ciudadela, donde todas las diferentes culturas del espacio del Consejo estaban a la vista. Ése era el verdadero motivo por el que Anderson mantenía su apartamento en los distritos. Quería comprender a las otras especies y el modo más rápido de lograrlo era vivir entre ellas.

Llegó a su edificio, se detuvo frente a la puerta principal y pronunció su nombre para que el sistema de reconocimiento de voz le dejara entrar. Su apartamento estaba en la segunda planta así que se abstuvo de coger el ascensor y acarreó su equipaje escaleras arriba. En la puerta de su vivienda particular volvió a pronunciar otra vez su nombre y entonces entró en la habitación, tambaleándose, y dejó caer sus pertrechos en medio del suelo. Estaba demasiado cansado para encender las luces mientras se dirigía, pasando por la pequeña cocina, hacia el dormitorio individual que había al fondo; apenas reparó en el tenue silbido de las puertas del apartamento al cerrarse automáticamente tras él. Al llegar al dormitorio, ni siquiera se tomó la molestia de desvestirse; simplemente se desplomó sobre la cama, exhausto aunque contento de estar en casa.

Anderson se despertó varias horas después. El día y la noche apenas tenían sentido en medio de la actividad perpetua de la Ciudadela pero, cuando se dio la vuelta para echar un vistazo al despertador que había a un costado de la cama, el visor digital marcaba las 17:00. En las colonias humanas y al estar de patrulla, la Alianza seguía usando el conocido reloj de veinticuatro horas basado en el Tiempo Universal Coordinado Terrano, el protocolo que se estableció a finales del siglo
XX
para sustituir al arcaico sistema horario de Greenwich. Sin embargo, en la Ciudadela, todo funcionaba según el estándar galáctico del día de veinte horas. Para complicar aún más las cosas, cada hora se dividía en cien minutos de cien segundos… aunque cada segundo medía aproximadamente la mitad de lo que duraban los segundos humanos.

El resultado final era que el día estándar galáctico de veinte horas era aproximadamente un quince por ciento más largo que el día de veinticuatro horas calculado sobre la base del Tiempo Universal Coordinado Terrano. A Anderson le daba dolor de cabeza sólo de pensar en ello; arruinaba sus patrones de sueño, cosa que, teniendo en cuenta que estaba condicionado por varios millones de años de evolución terrana, era de esperar.

En tan sólo tres horas, la noche daría paso al día en que debía presentarse ante la embajadora para informarle sobre Sidon. Sin embargo, no tenía que estar allí hasta las 10:00, lo que significaba que le quedaba mucho tiempo por matar. Probablemente necesitaría dormir unas cuantas horas para recuperar el sueño perdido antes de la reunión, pero ahora mismo no se sentía cansado. Así que se levantó de la cama, se quitó la ropa y la arrojó dentro de la pequeña lavadora-secadora. Después de darse una ducha rápida y ponerse ropa limpia —de paisano— se conectó a la terminal de datos para consultar los mensajes y las últimas noticias.

La comunicación a lo largo de toda una galaxia, no era sencilla. Las naves podían emplear los propulsores de efecto de masa para sobrepasar la velocidad de la luz, pero las señales transmitidas por medios convencionales a través del frío vacío del espacio tardarían años en viajar de un sistema solar a otro.

Transferir adecuadamente información, mensajes personales o incluso datos sin procesar a lo largo de miles de años luz, sólo podía hacerse de dos maneras. Los archivos podían transportarse en naves de correo no tripuladas; vehículos programados para viajar por la red de relés de masa a través de las rutas más directas. Aunque producir o manejar naves de correo no tripuladas no era barato: el combustible era caro. Y si tenían que atravesar varios repetidores, podían tardar horas en llegar a su destino. En las comunicaciones de ida y vuelta la solución no resultaba práctica.

La otra opción era transmitir los datos vía extranet, una serie de balizas emplazadas a lo largo de la galaxia y expresamente diseñadas para facilitar la comunicación entre sistemas a tiempo real. La extranet permitía enviar información a la serie de balizas de comunicación más cercana mediante señales de radio convencionales. Se alineaban telemétricamente con una serie similar ubicada a cientos o incluso miles de años luz de distancia y quedaban conectadas por un campo de efecto de masa a través de la proyección de un haz de luz concentrado (que era el equivalente a los cables de fibra óptica empleados en la Tierra a finales del siglo
XX
de la era espacial). Dentro de este estrecho corredor, las señales podían proyectarse a una velocidad varios miles de veces más rápida que la de la luz. Los datos en forma de señales de radio se podían transmitir de una serie a la siguiente casi de manera instantánea. Una vez que las series estaban correctamente alineadas, era posible incluso hablar con alguien en el otro extremo de la galaxia con tan sólo un desfase de unas centésimas de segundo.

No obstante, aunque las series de balizas de la extranet facilitaban la comunicación, ésta seguía sin ser exactamente accesible para la inmensa mayoría. Billones de personas de millares de mundos accedían a la extranet a cada segundo del día y sobrecargaban las capacidades finitas del ancho de banda de las series de comunicación. Para satisfacer la demanda, la información se enviaba en paquetes de datos cuidadosamente ajustados y, en cada paquete, el espacio se repartía según un sistema de preferencias estrictamente regulado. Las organizaciones directamente responsables de la protección de la seguridad galáctica recibían la máxima prioridad en cada paquete. Después venían los diversos gobiernos oficiales y las fuerzas armadas de todas y cada una de las especies del espacio del Consejo. Y luego, los diferentes conglomerados de los medios de comunicación. Si sobraba algo, se dividía para ser vendido al mejor postor.

Las empresas proveedoras de extranet adquirían prácticamente la totalidad del espacio que quedaba sin utilizar en cada paquete, para luego dividir su espacio asignado en miles de pequeños paquetes que se revendían a los abonados particulares. Dependiendo del proveedor y de cuánto estaba dispuesto a pagar un particular, era posible obtener actualizaciones personales en paquetes por horas, por días o incluso por semanas. No es que Anderson tuviera que preocuparse por eso. Como oficial de la Alianza, su cuenta privada de extranet disponía de paquetes oficiales cada quince minutos. Aprovechar los paquetes oficiales para incluir mensajes personales era una de las ventajas de su rango.

En la bandeja de entrada sólo le esperaba un mensaje. Frunció el ceño al reconocer la dirección del remitente. A pesar de que no le agradó encontrarse con el archivo, éste no era precisamente una sorpresa. Aunque sabía que era infantil, por un instante pensó en hacer como si no existiese. Pero sabía que lo mejor era acabar con ello cuanto antes.

Abrió el archivo y descargó una serie de documentos electrónicos y un breve mensaje pregrabado de vídeo de su abogado matrimonialista.

La imagen de Ib Haman, su abogado, apareció en la pantalla del terminal al iniciarse el vídeo. Ib era un hombre corpulento y, ya en la cincuentena, comenzaba a quedarse calvo. Llevaba puesto un traje de apariencia cara y estaba sentado tras su escritorio, en un despacho que durante el último año se había vuelto demasiado familiar para Anderson.

—Teniente. No pienso agobiarle con la formalidad de preguntarle cómo le va… Sé que esto no ha sido fácil ni para usted ni para Cynthia.

—Es cierto —murmuró Anderson entre dientes mientras el mensaje continuaba.

—Le he enviado copia de todos los documentos que le hice firmar la última vez que nos vimos. Cynthia también los ha firmado ya.

El hombre de la pantalla echó un vistazo hacia abajo, movió algunos papeles sobre el escritorio frente a él y entonces volvió a mirar a la cámara.

—Verá también una copia de mis honorarios. Ya sé que ahora mismo eso no supone demasiado consuelo, pero debería alegrarse de no tener hijos. Podía haber sido mucho peor… y mucho más caro. Cuando la custodia se convierte en un problema, el proceso judicial rara vez suele desarrollarse sin contratiempos.

Anderson resopló. No había nada en todo este lío que le hubiera parecido «tranquilo».

—El matrimonio se disolverá oficialmente en la fecha indicada en los documentos. Sospecho que cuando reciba este mensaje, su divorcio será definitivo. Teniente, si tiene alguna pregunta, puede hacérmela con total libertad. Y si alguna vez me necesita para…

Al borrarlo y arrastrarlo a la papelera de reciclaje, el mensaje finalizó de manera abrupta. No pensaba volver hablar con Ib Haman nunca más. El tipo era un buen abogado; sus tarifas eran razonables y había sido justo e imparcial durante el transcurso del divorcio. De hecho, había sido nada menos que un modelo de eficiencia y profesionalidad. Y, si ahora mismo estuviera en su apartamento, Anderson le habría dado un puñetazo en plena cara.

Mientras desconectaba la terminal, Anderson pensó que era gracioso. Acababa de tomar parte en dos de las más antiguas y perdurables costumbres humanas: el matrimonio y el divorcio. Ahora había llegado el momento de una tradición aún más antigua: se iba al bar a emborracharse.

SIETE

El antro de Chora era el único bar que quedaba a poca distancia del apartamento de Anderson. No era exactamente un antro, aunque sí tenía cierto aire cutre. Ése, junto con las flexibles bailarinas y las copas cargadas, era parte de su encanto. Aunque a Anderson lo que le gustaba más era la clientela.

A cualquier hora, El antro de Chora podía estar concurrido, pero nunca abarrotado. En los distritos había un montón de clubs mucho más populares donde la gente podía ir para dejarse ver… o para formar parte de la movida. La gente iba a comer, a beber y a relajarse; gente normal y corriente que vivía y trabajaba en los distritos. Gente común, si podía llamarse común a semejante colección de interesantes especímenes alienígenas.

Aquí, naturalmente, incluso los humanos eran alienígenas. Anderson se percató de ello al instante, nada más cruzar por la puerta. Decenas de ojos se volvieron hacia él, muchos de ellos observándole con franca curiosidad mientras se detenía en la entrada.

No es que los humanos tuvieran una apariencia particularmente extraña. Especies como los hanar, seres translúcidos que se asemejaban a medusas de tres metros de altura, eran la excepción más que la regla. La mayor parte de las especies de la galaxia que viajaban por el espacio eran bípedas y medían entre uno y tres metros de altura. Existían unas cuantas teorías para explicar dicha semejanza: algunas eran banales; otras sumamente extravagantes e hipotéticas.

Dado que la mayoría de las especies de la Ciudadela habían accedido al vuelo interestelar mediante el descubrimiento y la adaptación de las reservas ocultas de tecnología proteana halladas en planetas pertenecientes al mismo sistema solar que sus respectivos mundos de origen, muchos antropólogos creían que, a lo largo y ancho de la galaxia, los proteanos habían desempeñado algún papel en la evolución.

No obstante, Anderson coincidía con la teoría más comúnmente aceptada: que existía una ventaja evolutiva en la forma bípeda que causó su proliferación por la galaxia. Las reservas de tecnología podían explicarse con facilidad; los proteanos sólo encontraron lógico estudiar a las razas inteligentes —aunque primitivas— que guardaban algunas similitudes con ellos mismas. Las diferentes especies, tales como la humana, evolucionaron primero y luego llegaron los proteanos para estudiarlas y no al revés. El hecho de que la mayoría de las formas de vida de la Ciudadela se basaran en el carbono, dependieran mucho del agua y respiraran una mezcla de gases similar a la que se encontraba en la Tierra no hacía sino corroborar aún más la teoría de la evolución en paralelo.

De hecho, casi todos los planetas habitables de la galaxia eran, en varias de sus características fundamentales, esencialmente similares a la Tierra. Solían existir en sistemas solares que, de acuerdo con el tradicional sistema de Morgan-Keenan que la Alianza seguía utilizando, encajaban dentro de la clasificación tipo G. Todas sus órbitas caían dentro del estrecho límite conocido como la zona de vida: demasiado cerca del sol y el agua existiría sólo como un gas, demasiado lejos y estaría permanentemente solidificada en forma de hielo. Por eso, en los mundos de origen de casi todas las especies principales, el tiempo que éstos tardaban en completar una órbita alrededor de su sol variaba en unas pocas semanas. Un año estándar galáctico —el promedio de un año asari, salariano y turiano— era tan sólo 1,09 veces más largo que el de la Tierra.

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