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Authors: Drew Karpyshyn

Tags: #ciencia ficción

Mass Effect. Revelación (13 page)

BOOK: Mass Effect. Revelación
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No
, pensó Anderson mientras cruzaba el bar en busca de un asiento libre,
no era su apariencia ni sus inusuales características físicas las que hacían destacar a los humanos. Simplemente, eran los recién llegados y habían causado una terrible primera impresión.

Un par de turianos clavaron sus ojos de ave en él y siguieron todos sus movimientos como si fueran halcones listos para abatirse sobre un ratón desprevenido. Los turianos medían más o menos lo mismo que los humanos, aunque eran mucho más delgados. Sus huesos eran finos y su constitución, marcada y angulosa. Sus manos de tres dedos parecían casi garras y tenían la cabeza y el rostro recubierto por un rígido caparazón de hueso y cartílago gris-marrón, que solían acentuar con tatuajes tribales y a rayas.

Recubierto de púas cortas y romas, comenzaba en la nuca y la coronilla y se extendía hacia abajo hasta cubrirles la frente, la nariz, el labio superior y las mejillas, y hacía difícil distinguir entre sí a los miembros de su especie. Al mirar a los turianos, Anderson siempre recordaba el vínculo evolutivo entre los dinosaurios y los pájaros.

Sus miradas se encontraron durante un segundo, luego apartó la suya rápidamente, haciendo lo posible por ignorarles. Aquella noche estaba de un humor de perros pero no pensaba intentar revivir la primera guerra de contacto. Dirigió su atención a la bailarina asari que estaba sobre el escenario, en medio del bar.

De todas las especies en el espacio del Consejo, la asari era la más extensa y la que guardaba un parecido más estrecho con los humanos. En todo caso, con las mujeres humanas: las asari eran una especie asexual y el concepto de género no era pertinente. Pero, a ojos de Anderson, eran claramente hembras. Incluso sus rasgos faciales eran humanos… aunque hubiera en ellos una cualidad angelical y casi etérea. Su tez estaba teñida de un tono azul o verdoso pero el cambio de pigmentación era un procedimiento bastante simple y también era posible ver a humanos con un color de piel similar. Sólo las nucas delataban su origen alienígena. En vez de pelo, tenían unos pliegues ondulados esculpidos en la piel… que no resultaban completamente carentes de atractivo, aunque sí un desconcertante rasgo alienígena en una especie que, por lo demás, era tan humana en apariencia.

Para Anderson las asari eran, hasta cierto punto, una paradoja. Por una parte eran una especie estéticamente cautivadora. Parecían aceptar este rasgo de sí mismos y, a menudo, se dedicaban a profesiones abiertamente seductoras o sensualmente provocadoras. Con frecuencia, las asari hacían de bailarinas o alquilaban sus servicios como acompañantes. Por otra parte, eran la especie más respetada, admirada y poderosa de la galaxia.

Conocidas por su sabiduría y su visión de futuro, las asari fueron, según era comúnmente aceptado, la primera especie en alcanzar el vuelo interestelar tras la extinción de los proteanos. También fueron las primeras en descubrir la Ciudadela y eran miembros fundadores del Consejo. Las asari controlaban más territorios y ejercían más influencia que cualquier otra raza.

Anderson estaba al tanto de todo ello aunque, a menudo, le costaba reconciliar el papel dominante de las asari en la política de la galaxia con la fascinante actuación de una de ellas sobre el escenario. Sabía que el fallo era suyo: la suma de sus prejuicios humanos y de sus expectativas equivocadas. Resultaba estúpido juzgar a toda una especie a partir de un individuo. Pero esto iba más allá de una impresión formada por mirar a unas cuantas bailarinas. Las asari parecían hembras y eran víctimas, por tanto, de la estereotipada predisposición humana antimatriarcal.

Al menos era consciente de sus prejuicios y hacía lo posible por luchar contra ellos. Por desgracia, sabía que había muchos otros humanos que se sentían igual y que estaban más que dispuestos a ceder ante éstos. Una prueba más de que aún tenían mucho que aprender del resto de la galaxia.

Mientras observaba a la bailarina actuar sobre el escenario, a Anderson le pareció que era fácil pasar por alto las sutiles diferencias de su fisiología. Había oído numerosas historias muy gráficas sobre relaciones sexuales interespeciales (entre especies), había visto incluso algunos vídeos. Se enorgullecía de tener una mente abierta, pero, por lo general, esa clase de historias le repugnaban. Sin embargo, en el caso de las asari, podía comprender esta atracción. Y, por todo lo que había oído, eran además amantes altamente cualificadas.

Aunque tampoco era ésa la razón por la que se encontraba allí.

Volvió la espalda al escenario justo cuando el barman, un volus, llegó contoneándose para atenderle. El mundo de origen de los volus tenía una gravedad casi una vez y media superior a la de la Tierra y, debido a ello, eran más bajos que los humanos, con unos cuerpos tan gruesos y pesados que prácticamente parecían esféricos. Mientras que los turianos evocaban a águilas o halcones, a Anderson los volus le recordaban a los manatíes que había visto en una reserva marina durante su última visita a la Tierra: lentos, pesados y algo cómicos.

En la Ciudadela, la atmósfera era menos densa de lo que estaban acostumbrados por lo que solían llevar unas máscaras respiradoras que ocultaban sus rostros. Pero Anderson había ido a El antro de Chora suficientes veces como para reconocer a este volus en concreto.

—Maawda, necesito una copa.

—Por supuesto, teniente —respondió el barman, con la voz resollándole a través del respirador y los pliegues de piel de la garganta—. ¿Qué clase de bebida desea?

—Sorpréndeme con algo nuevo. Y que esté bien cargado.

Maawda cogió una botella azul de los estantes que había tras la barra y una copa de debajo del mostrador.

—Esto es elasa —le explicó a la vez que llenaba la copa con un líquido verde pálido—. De Thessia.

El mundo de origen de las asari. Anderson asintió y luego dio un sorbo de prueba. Aunque la bebida era ácida y estaba fría, no era precisamente desagradable. El persistente regusto era muy fuerte y marcadamente distinto al del primer trago. Tenía un sabor amargo con un matiz de dulzor ácido. Si tuviéramos que describirlo en una palabra, hubiéramos dicho que era «conmovedor».

—No está mal —dijo con aprobación mientras le daba otro sorbo.

—Hay quien lo llama «compañero de penas» —observó Maawda, poniéndose cómodo y apoyándose sobre la barra frente a su cliente—. Una bebida melancólica para un tipo taciturno.

El teniente no pudo evitar sonreír ante la situación: un barman volus que vislumbra la depresión de su cliente humano y siente la suficiente compasión para preguntar qué es lo que va mal. Una prueba más de aquello en lo que Anderson creía sinceramente: a pesar de las obvias diferencias físicas y culturales, en el fondo, casi todas las especies compartían las mismas necesidades básicas, aspiraciones y valores.

—Hoy he recibido malas noticias —respondió, pasando el dedo por el borde de la copa. No sabía demasiado sobre la cultura volus así que no estaba muy seguro sobre cómo explicar su situación—. ¿Sabes lo que es el matrimonio?

El barman asintió.

—¿Es la unión formalizada entre parejas, no? Un reconocimiento institucionalizado del proceso de apareamiento. Mi pueblo tiene una tradición similar.

—Bueno, pues hoy acabo de divorciarme. Mi mujer y yo ya no estamos juntos. Desde hoy, mi matrimonio ha terminado oficialmente.

—Lo siento por su pérdida —resolló Maawda—. Aunque también estoy sorprendido. En todas las veces que ha venido antes, jamás ha mencionado tener alguna clase de pareja.

Allí estaba el problema. Cynthia estaba en la Tierra. Anderson, no. O estaba aquí, en la Ciudadela, o estaba de patrulla por el Confín. En primer lugar era un soldado y después un marido… y Cynthia merecía algo mejor.

Se bebió el resto de la bebida de un trago y dejó la copa de golpe sobre la barra.

—Golpéame de nuevo, Maawda.

El barman hizo como se le ordenaba.

—¿Puede que la situación sea sólo temporal, no? —preguntó, mientras volvía a llenar la copa de Anderson—. ¿Puede que con el tiempo reanude esta relación, no?

Anderson negó con la cabeza.

—Eso no va a ocurrir. Se acabó. Es hora de cambiar.

—Eso es fácil de decir aunque no tan fácil de cumplir —respondió el volus, con complicidad.

Anderson se tomó otra copa, aunque esta vez lo hizo a sorbos. No era prudente excederse con una bebida nueva, cada combinado tenía sus propios y únicos efectos. Notaba ya una extraña sensación extendiéndose por su interior. Un calor entumecedor le subió lentamente desde el estómago hacia los brazos y las piernas, haciendo que le hormiguearan las puntas de los pies y le picaran los dedos. No era desagradable, tan sólo desconocido.

—¿Exactamente, cómo de fuerte es esta cosa? —le preguntó al barman.

Maawda se encogió de hombros.

—Depende de cuánto beba. Si le apetece salir de aquí a gatas, puedo dejarle la botella.

La oferta del volus parecía una idea terrible. Anderson sólo quería beber hasta que todo desapareciera: el dolor sordo e intenso del divorcio, las espantosas imágenes de los cuerpos sin vida de Sidon y la persistente e indefinible tensión que siempre le perseguía los días inmediatamente posteriores a dejar de patrullar. Pero tenía una reunión por la mañana con la embajadora humana en la Ciudadela y no sería profesional presentarse con una resaca.

—Perdona, Maawda. Será mejor que me vaya. Mañana temprano tengo una reunión. —Se terminó la copa y se puso en pie, aliviado al ver que la habitación no daba vueltas a su alrededor—. Cárgalo en mi cuenta.

Tras lanzar una última y persistente mirada a la bailarina asari, se dio la vuelta y se dirigió hacia la entrada. Los dos turianos le miraron con hostilidad al pasar junto a su mesa, y uno de ellos murmuró algo entre dientes. Anderson no necesitaba comprender sus palabras para saber que le estaban insultando.

Vaciló durante unos instantes, apretó los puños al sentir cómo le invadía la furia. Presentarse a la reunión del día siguiente con resaca ya era grave, aunque peor era tener que explicar por qué el Seg-C había tenido que detenerle por dar una paliza a dos turianos
a quienes no conocía lo suficiente para hacerles callar
.

Esa era una de las cargas de ser un oficial de la Alianza. Era un representante de su especie; sus actos eran un reflejo de la Humanidad en su totalidad. Aun con la mente llena de pensamientos oscuros y la barriga repleta de alcohol, no podía permitirse el lujo de darles una patada en el culo. Respiró profundamente y se alejó sin más, tragándose el orgullo e ignorando las crueles y burlonas risas que le llegaban de atrás sólo porque era su deber.

Ante todo, un soldado.

OCHO

Anderson se levantó a las 7:00. Tenía un ligero dolor de cabeza, la leve secuela de su visita a medianoche a El antro de Chora. Aunque una carrera de cinco kilómetros en la cinta de correr que guardaba escondida en un rincón del apartamento y una ducha bien caliente eliminaron de su cuerpo los últimos residuos de elasa.

Cuando se puso el uniforme —limpio y planchado desde la noche anterior— volvió a sentirse el mismo. Apartó cualquier pensamiento sobre Cynthia y el divorcio en un pequeño compartimento al fondo de su mente; había llegado el momento de ponerse en marcha. Tan sólo había una cosa que importase esa mañana: obtener algunas respuestas sobre Sidon.

Deambuló por las calles hasta la estación de transportes públicos. Enseñó su identificación militar y se montó en el ascensor de alta velocidad que se empleaba para transportar gente desde los niveles inferiores de los distritos hasta lo alto del Presidium.

Anderson siempre disfrutaba de estas visitas. A diferencia de los distritos, que estaban construidos a lo largo de los brazos que se extendían hacia las afueras de la Ciudadela, el Presidium ocupaba el anillo central de la estación. Y aunque albergaba todas las oficinas del gobierno y las embajadas de las distintas especies, contrastaba vivamente con la metrópolis descontrolada que estaba dejando tras de sí.

El Presidium había sido diseñado para evocar el inmenso ecosistema de un parque natural. Un gran lago de agua dulce dominaba el centro de la planta y unos ondulantes campos de hierba verde se extendían a lo largo de su orilla. Una brisa artificial, suave como los céfiros primaverales, dibujaba ondas en el lago y diseminaba el aroma de los millares de árboles y flores plantados hasta el último rincón del Presidium. La luz solar artificial se derramaba desde un cielo sintético azul lleno de nubes blancas y esponjosas.

La ilusión era tan perfecta que la mayoría de la gente, Anderson incluido, eran incapaces de distinguirla de la realidad.

Los edificios desde los que se dirigían los asuntos de gobierno habían sido construidos de manera similar, sin perder de vista la estética de la naturaleza. Dispuestos junto a la bóveda suavemente curvada que marcaba el borde del anillo central de la estación, combinaban discretamente con el fondo. Amplios y abiertos pasajes peatonales serpenteaban entre edificio y edificio, repitiendo el paisaje de la escena pastoral tan cuidadosamente fabricada en el corazón del Presidium: la combinación perfecta de forma y función.

No obstante, en el instante en que Anderson pasaba del ascensor a la planta, recordó que lo que más apreciaba del Presidium no era su belleza orgánica. El acceso al anillo central de la ciudadela estaba restringido al gobierno y a los oficiales del ejército o a aquellos con asuntos legítimos de embajada. En consecuencia, el Presidium era el único lugar de la Ciudadela en el que Anderson no se sentía como si estuviera bajo el constante asedio de las aplastantes y ajetreadas multitudes.

No es que estuviera vacío, claro. La burocracia galáctica empleaba a millares de ciudadanos de cada especie que mantenía una embajada en el Presidium, incluida la Humanidad. Pero aquí, las cifras estaban a años luz de los millones que poblaban los distritos.

Mientras paseaba junto a la orilla del lago, disfrutó de la sosegada tranquilidad, se dirigió lentamente hacia la reunión en la embajada humana. A lo lejos podía ver la Torre de la Ciudadela, donde el Consejo se reunía con los embajadores que les presentaban peticiones sobre cuestiones de derecho y de política interestelar. La aguja de la Torre se alzaba con majestuosa soledad sobre el resto de los edificios, apenas visibles desde el punto en que la curva del anillo central creaba un falso horizonte. Anderson jamás había estado allí. Si alguna vez quería presentar una solicitud al Consejo, debía hacerlo por los canales adecuados; lo más probable era que el embajador acabase haciéndolo en su nombre. A él no le importaba: no era un diplomático, era un soldado.

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