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Authors: Drew Karpyshyn

Tags: #ciencia ficción

Mass Effect. Revelación (5 page)

BOOK: Mass Effect. Revelación
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La nave de reconocimiento debía de haber visto cómo éste se ponía en marcha mientras la
Hastings
se aproximaba al repetidor de enlace que estaba en el otro extremo de la región y llamó por radio a las naves de tierra. La señal de aviso debió de darles justo el tiempo necesario para despegar, abandonar la atmósfera y conectar los motores MRL antes de que la
Hastings
llegara. Hacía rato que las naves involucradas en el ataque a la base habían desaparecido… aunque cabía la posibilidad de que en su huida precipitada se hubieran visto obligadas a dejar atrás a parte de sus tropas.

Unos segundos después, cuando la nave tomaba tierra en el puerto de aterrizaje del Complejo de Investigación de Sidon, se produjo un fuerte golpe; la interminable espera había acabado. La puerta a presión del compartimiento de carga de la
Hastings
silbó al abrirse y descendió la pasarela.

—Equipo de tierra —la voz del capitán Belliard llegó a través del intercomunicador—, desembarque autorizado.

DOS

La jefa de artillería Dah y Lee, los dos marines al frente, descendieron corriendo por la pasarela. Con las armas desenfundadas, escudriñaron la zona, atentos a posibles emboscadas, mientras Anderson, O’Reilly y Shay les cubrían desde la bodega, por encima de ellos.

—Zona de aterrizaje segura —informó Dah por la radiofrecuencia.

Una vez que todo el equipo estuvo sobre el terreno, Anderson evaluó la situación. El puerto de aterrizaje era pequeño, con espacio para tres fragatas o puede que para dos naves de carga. Se encontraba a unos cien metros de un par de pesadas puertas blindadas que conducían hacia la estructura de la base en sí: un edificio rectangular de una sola planta que apenas parecía lo bastante grande para poder albergar a las treinta personas asignadas al proyecto y menos aún algún tipo de laboratorio de investigación.

El exterior parecía extrañamente normal. Aparte de media docena de grandes cajas que estaban cerca de otra de las plataformas de aterrizaje, no había ningún indicio de que estuviera ocurriendo algo fuera de lo corriente.

Así es como comenzó el ataque
, pensó Anderson para sus adentros.

El equipamiento y los suministros entrantes debieron de ser transportados hasta las puertas a mano, en trineos de carga, desde las naves que llegaban. En Sidon debían de estar esperando una remesa. Cuando los invasores aterrizaron debieron de comenzar a descargar las cajas. Alguien de dentro debió de abrir las puertas blindadas, y dos o tres miembros del destacamento de seguridad de Sidon debieron de salir para ayudar con el cargamento… y fueron abatidos por tropas enemigas escondidas en el interior de las bodegas de las naves.

—Es extraño que no haya cuerpos en el exterior —advirtió Dah, haciéndose eco de los propios pensamientos de Anderson.

—Debieron de llevárselos a rastras después de asegurar el puerto de aterrizaje —respondió Anderson, sin saber a ciencia cierta por qué alguien querría hacer algo así.

Haciendo señas con la mano, condujo a su equipo a través del puerto de aterrizaje, y subieron hacia la entrada de la base. Las puertas blindadas corredizas eran lisas, sin rasgos distintivos, y estaban controladas por un sencillo panel de seguridad situado en la pared. Aunque al teniente no le gustó encontrarse con las puertas cerradas.

Anderson iba a la cabeza del equipo. Al ponerse en cuclillas y levantar el puño en alto, todos pararon en seco. Levantó dos dedos haciéndole una señal a O’Reilly. Caminando con la espalda encorvada, el cabo se situó a la cabeza de la fila y se alineó junto al líder, descansando sobre una rodilla.

—¿Existe algún motivo por el que esas puertas debieran estar cerradas? —le preguntó el teniente, con un nítido susurro.

—Parece un poco extraño —admitió—. Si alguien pretendía arrasar la base, ¿por qué molestarse en sellar las puertas al partir?

—Compruébalas —le pidió Anderson al técnico especialista—. Hazlo despacio y con cuidado.

O’Reilly pulsó un botón de su fusil de asalto, haciendo que la empuñadura, la culata y el cañón se plegaran sobre sí mismos hasta que éste quedó como un rectángulo compacto con la mitad de su longitud normal. Dejó caer el arma plegada en la pistolera con cierre que llevaba en la cadera. De un bolsillo de la otra pierna extrajo una herramienta y avanzó sigilosamente, empleándola para barrer la zona en busca del más mínimo indicio que indicara la presencia de cualquier dispositivo electrónico fuera de lo corriente.

—Bien visto, teniente —murmuró tras comprobar los resultados—. Mina de proximidad conectada a la puerta.

El cabo hizo unos cuantos ajustes en la herramienta multifunción, que emitió una breve pulsación de energía para bloquear los sensores de la mina y así poder deslizarse con sigilo suficientemente cerca para poder desactivarla. Todo el proceso llevó menos de un minuto. Anderson contuvo la respiración hasta que O’Reilly se volvió y le mostró el pulgar extendido hacia arriba para indicar que la trampa estaba desactivada.

A una señal de Anderson, el resto del equipo avanzó apresuradamente y tomó las posiciones preasignadas para abrir una brecha en la puerta. Anderson y Shay se situaron cada uno a un lado de la entrada, con la espalda apretada contra el muro exterior del edificio. Unos metros más allá, la jefe Dah se agachó alineándose con la puerta. Tras ella y ligeramente a un lado, Lee levantaba su fusil de asalto, apuntando a la entrada para cubrir a Dah.

O’Reilly se acuclilló junto a Anderson y extendió la mano para introducir el código de acceso en el panel. Mientras las puertas se abrían, deslizándose, Dah cogió una granada lumínica de su cinturón, la arrojó al vestíbulo que se abría tras éstas y entonces se lanzó rodando a un lado para cubrirse. Lee hizo lo mismo mientras la granada estallaba con un destello de luz cegador y una niebla de humo fino y tenue.

Justo después de la explosión, Anderson y Shay se dieron la vuelta y atravesaron la puerta con los rifles alzados y listos para abatir a cualquier enemigo que pudiera haber en el interior. Era una clásica maniobra de fogonazo y despeje, ejecutada con una precisión impecable. Pero en la sala que había tras la puerta, a excepción de unas cuantas salpicaduras de sangre en las paredes y el suelo, no había nadie.

—Despejado —dijo Anderson, mientras el resto del equipo entraba para reunirse con él. La entrada era una habitación desnuda con un único corredor que conducía a la pared trasera, al fondo de la base. Había unas cuantas mesas boca abajo en un rincón y varias sillas volteadas. Un monitor en la pared mostraba una imagen del puerto de aterrizaje de afuera.

—El puesto de guardia —señaló Dah; los indicios le confirmaban la sospecha anterior de Anderson—. Probablemente cuatro de ellos se apostaron aquí para vigilar el puerto espacial. Al aterrizar las naves, debieron de abrir las puertas blindadas y salieron para ayudarles a descargar los bultos.

—Hay manchas de sangre en dirección al corredor, teniente —gritó el soldado raso Indigo—. Parece que arrastraron los cuerpos desde esta sala al interior del complejo.

Anderson seguía sin explicarse por qué alguien querría arrastrar los cuerpos de este modo, aunque, por lo menos, les proporcionaba una pista clara. El equipo de tierra avanzó lentamente hacia las profundidades de la base siguiendo las manchas de sangre. El rastro les llevó hacia la cafetería, donde encontraron más sillas y mesas volteadas además de agujeros en las paredes y el techo, un claro indicio de que la habitación había sido testigo de un breve pero intenso enfrentamiento armado.

Más adelante pasaron junto a dos alas de dormitorios separadas. La puerta de cada habitación había sido abierta a patadas y los interiores, igual que la cafetería, estaban forrados de agujeros de bala. Anderson se hizo una composición mental: una vez dentro, los atacantes fueron sistemáticamente de habitación en habitación, masacrando a todo el mundo bajo una lluvia de proyectiles… para después llevarse consigo los cuerpos a rastras.

Cuando llegaron a la parte trasera del edificio seguían sin haber visto aún ningún signo que indicara que las tropas enemigas seguían allí. Sin embargo, hicieron otro descubrimiento con el que ninguno de ellos contaba: al final del complejo encontraron un único y gran montacargas que bajaba directamente bajo tierra.

—No me extraña que la base parezca tan pequeña —exclamó O’Reilly—. ¡Todo lo bueno está enterrado ahí abajo! Mierda, ojalá supiera en qué andaban trabajando —murmuro en un tono más sombrío unos instantes después—. Sabe Dios dónde vamos a meternos.

Anderson asintió, aunque le preocupaba un detalle más urgente. De acuerdo con el panel que había a un lado de la pared, el montacargas seguía abajo, en la última planta. Si alguien hubiera accedido a los pisos inferiores de la base, al enterarse de que llegaba la
Hastings
y salir huyendo, el montacargas debería de estar en la planta superior.

—¿Algo no va bien, teniente? —preguntó Dah.

—Alguien bajó con el montacargas —dijo, ladeando la cabeza en dirección al panel—. Pero no volvió a subir.

—¿Cree que siguen ahí abajo? —preguntó la jefe de artillería, dejando claro por el tono que esperaba que así fuera.

El teniente asintió, insinuándose en sus labios la sombra de una lúgubre sonrisa.

—¿Qué fue lo que ocurrió entonces con sus naves? —pregunto el soldado raso Shay, sin saber todavía cómo reconstruir la escena.

—Quienquiera que atacara la base, venia en busca de algo —explicó Anderson. Fuera lo que fuese que buscaba, no estaba aquí arriba. Debieron de enviar a un equipo abajo, a los niveles inferiores, para acabar el trabajo. Es probable que sólo dejaran aquí a unos cuantos hombres para vigilar esto. Pero no contaban con que una nave de patrulla de la Alianza estuviera lo bastante cerca para responder a la señal de socorro con tanta rapidez. Cuando la nave de reconocimiento alertó de que llegaba alguien a través del repetidor de masa, sabían que disponían de veinte minutos para recoger y largarse. Estoy convencido de que ni siquiera se molestaron en avisar a sus colegas de ahí abajo.

—¿Qué? ¿Por qué no? ¿Por qué harían algo así?

—Puede que este montacargas baje hasta una profundidad de dos kilómetros —interrumpió el cabo O’Reilly, ayudando a explicárselo con detalle al soldado novato—. Parece que el panel de comunicación del nivel inferior quedó destrozado durante el tiroteo. Con tanta roca y tanto mineral, no tuvieron ninguna posibilidad de enviar un mensaje a ninguno de los que estaban abajo. Y el montacargas podría tardar hasta diez minutos en hacer el viaje en un sólo sentido. Si hubieran querido alertar a sus amigos del sótano, les hubiera llevado media hora: diez minutos para hacer venir al montacargas desde abajo, diez para enviar a alguien de arriba a avisarles y diez más para volver a subir —continuó—. Para entonces ya hubiera sido demasiado tarde. Era más fácil largarse y dejar al resto atrás.

Shay abría los ojos con incredulidad.

—¿Abandonaron a sus amigos sin más?

—Ésa es la diferencia que hay entre los mercenarios y los soldados —le aclaró Anderson, antes de volver a centrar la atención en la misión—. Esto cambia las cosas. Ahí abajo hay una unidad enemiga y no tienen ni idea de que aquí arriba hay un pelotón de la Alianza esperándoles.

—Podemos tenderles una emboscada —dijo Dah—. ¡Tan pronto como se abran las puertas del montacargas abrimos fuego y hacemos picadillo a esos hijos de puta! —Hablaba deprisa y un pícaro destello brillaba en sus ojos—. ¡No tendrán la menor oportunidad!

Anderson se lo pensó por un segundo y negó con la cabeza.

—Está claro que vienen en una misión de búsqueda y destrucción: no piensan dejar supervivientes. Podría haber personal de la Alianza con vida en los niveles inferiores. Si existe alguna posibilidad de salvarles, debemos intentarlo.

—Podría ser peligroso, señor —advirtió O’Reilly—. Estamos dando por sentado que ellos no saben que estamos aquí. Si de algún modo estuvieran al tanto, entonces seríamos nosotros los que caeríamos en una emboscada.

—Es un riesgo que debemos asumir —respondió Anderson, golpeando con el puño el panel para llamar al montacargas de vuelta a la superficie—. Vamos a por ellos.

El resto del grupo, O’Reilly incluido, respondió con un seco «¡señor, sí, señor!».

El largo y lento descenso en el montacargas fue aún más angustioso que la espera en las bodegas de la nave al comienzo de la misión. Mientras se hundían cada vez más bajo la superficie del planeta la tensión crecía minuto a minuto.

El teniente podía oír el débil zumbido del cabrestante del montacargas, un ruido sordo que le taladraba el cráneo y se hacía cada vez más tenue, aunque sin llegar a desaparecer nunca del todo, mientras descendían cada vez más hueco abajo. El aire se tornó cargado, caliente y húmedo. Sintió chasquidos en los oídos y percibió un extraño olor en el aire, un hedor desconocido que imaginó que era una mezcla de gases sulfurosos combinados con moho alienígena y hongos subterráneos.

Anderson sudaba con profusión bajo el blindaje corporal y continuamente se llevaba la mano que tenía libre a la visera para desempañar la humedad que se condensaba en ella. Hizo lo que pudo para no pensar en lo que ocurriría si se abrían las puertas y el enemigo estaba esperando al otro lado, preparado.

Cuando al fin llegaron al fondo del hueco, el enemigo estaba esperándoles pero a buen seguro que no estaba preparado. El montacargas daba a una enorme antecámara: una cueva natural llena de estalagmitas, estalactitas y gruesas columnas de piedra caliza.

Unas lámparas artificiales, engarzadas a lo largo del techo, iluminaban toda la estancia y la luz rebotaba sobre las gruesas vetas de relucientes minerales metálicos de las innumerables formaciones de roca natural. Al otro extremo había un pasadizo que era la otra salida de la cueva, un largo túnel que daba la vuelta a la esquina y se perdía de vista.

Las fuerzas enemigas, cerca de una docena de mercenarios armados y blindados, iban hacia ellos desde el otro extremo de la cámara. Con las armas a un lado, reían y bromeaban mientras se dirigían al montacargas que habría de llevarles de vuelta a la superficie del planeta.

Anderson no tardó más de una fracción de segundo en decidir que, más que personal de la Alianza, parecían asaltantes asesinos y ordenó abrir fuego. El equipo estaba preparado y a punto cuando las puertas se abrieron y reaccionaron a su orden casi al instante, cargando desde el ascensor con una barrera de fuego… La primera descarga del ataque desgarró al pelotón de desprevenidos mercenarios. De no ser por el blindaje corporal y los escudos cinéticos la lucha hubiera acabado ahí mismo.

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