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Authors: Drew Karpyshyn

Tags: #ciencia ficción

Mass Effect. Revelación (3 page)

BOOK: Mass Effect. Revelación
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Los peces gordos de Arturo no se esperaban su petición pero hicieron lo posible por satisfacerla. Le prepararon una pequeña habitación amueblada con un escritorio, una estación de trabajo y una sola silla. Grissom se sentó tras el escritorio y revisó las fichas del personal por última vez en el monitor. La competencia para ser admitido en el programa de entrenamiento para especialistas N7 de Arturo era feroz. Cada recluta de la estación había sido escogido cuidadosamente de entre los mejores chicos y chicas que la Alianza podía ofrecer. Pero el puñado de nombres que aparecían en su lista destacaba del resto de la élite. Incluso aquí, sobresalían por encima de la multitud.

Llamaron a la puerta. Dos golpes firmes y rápidos.

—Adelante —gritó el contralmirante.

La puerta se abrió deslizándose y el teniente segundo David Edward Anderson, el primero en la lista de Grissom, entró. Recién salido del adiestramiento, ya había sido ascendido al rango de oficial subalterno; echando un vistazo a su ficha era fácil entender el porqué. La lista de Grissom estaba ordenada alfabéticamente, pero de acuerdo con sus calificaciones en la Academia y las evaluaciones de sus oficiales de adiestramiento, probablemente su nombre habría figurado al principio de la lista de todos modos.

El teniente era un hombre alto, de metro noventa y dos, según su ficha. Con veinte años y de complexión fuerte —su amplio pecho y los hombros anchos y cuadrados aún estaban acabando de formarse—, tenía la piel de un color marrón oscuro y el pelo negro al rape conforme a los reglamentos de la Alianza. Sus facciones, como las de la mayoría de los ciudadanos de la sociedad multicultural de finales del siglo
XXII
, eran una mezcla de diversos rasgos raciales, predominantemente africanos, aunque Grissom creyó poder percibir también persistentes indicios de ascendencia centroeuropea y amerindia.

Anderson atravesó la habitación con paso elegante, se detuvo justo frente al escritorio y permaneció en posición de firmes mientras saludaba rápida y formalmente.

—Descanse, teniente —ordenó Grissom, devolviéndole instintivamente el saludo.

El joven hizo lo que se le ordenaba, relajando la postura para permanecer con las piernas separadas y los brazos cruzados por detrás de la espalda.

—¿Señor…? —preguntó—. ¿Puedo…? —A pesar de ser un oficial subalterno haciéndole una petición a un contralmirante, hablaba con confianza; no había indecisión en su voz.

Grissom frunció el ceño antes de asentir con la cabeza para indicarle que continuara.

Aunque apenas se podía discernir el acento regional, la ficha indicaba que Anderson había nacido y crecido en Londres.

Su acento neutro se debía probablemente al resultado de la exposición intercultural a través de la educación electrónica y las redes de información combinadas con una constante avalancha de vídeos y música: entretenimiento planetario.

—Contralmirante, sólo querría expresarle el gran honor que supone conocerle en persona —informó el joven. No estaba siendo ni adulador ni efusivo, cosa que Grissom agradecía; en realidad, simplemente estaba afirmándolo—. Recuerdo haberle visto cuando tenía doce años en las noticias tras la expedición a Caronte. Fue entonces cuando decidí que quería alistarme en la Alianza.

—¿Joven, pretende usted hacerme sentir viejo?

Anderson, creyendo que se trataba de una broma, esbozó una sonrisa, pero la mirada furiosa que Grissom le lanzó hizo que ésta se desvaneciera.

—No, señor —respondió, con la voz aún firme y segura—. Tan sólo quise decir que usted es una inspiración para todos nosotros.

Supuso que el teniente tartamudearía, balbuceando alguna clase de disculpa, pero Anderson no se ponía nervioso tan fácilmente. Grissom tomó un rápido apunte en la ficha.

—Teniente, veo que aquí dice que está usted casado.

—Sí, señor. Con una civil. Vive en la Tierra.

—Yo estuve casado con una —le explicó Grissom—. Tuvimos una hija. Hace doce años que no la veo.

La inesperada revelación personal hizo que Anderson se quedara momentáneamente perplejo.

—Yo… Lo siento, señor.

—Mantener unido un matrimonio cuando se está de servicio es un infierno —le advirtió Grissom—. ¿No le parece que cuando salga para una misión de seis meses, preocuparse por su mujer, allá en la Tierra, se lo hará todo más duro?

—Quizá lo haga más fácil, señor —replicó Anderson—. Está bien saber que hay alguien esperándome en casa.

No había rastro de ira en la voz del joven, pero estaba claro que no pensaba dejarse intimidar, aun cuando estuviera hablando con un contralmirante. Grissom asintió y tomó otra nota en su ficha.

—¿Sabe por qué programé esta reunión, teniente?

Tras meditarlo seriamente por unos instantes, Anderson negó con la cabeza.

—No, señor.

—Hace doce días una escuadra partió de expedición desde nuestro puesto de avanzada en Shanxi. Se dirigían hacia una región inexplorada del espacio desde el repetidor de masa Shanxi-Theta. Dos buques cargueros y tres fragatas. Allí contactaron con una especie alienígena. Creemos que se trataba de algún tipo de escuadra de patrulla. Sólo una de nuestras fragatas logró regresar.

Grissom acababa de lanzarle una bomba al joven, pero la expresión de Anderson apenas cambió. Su única reacción fue abrir más los ojos.

—¿Proteanos, señor? —preguntó, yendo directo al grano.

—No lo creemos —dijo Grissom—. Tecnológicamente, parecen estar al mismo nivel que nosotros.

—Señor, ¿cómo podemos estar seguros?

—Porque las naves que partieron de Shanxi al día siguiente para entrar en combate con ellos tuvieron suficiente potencia de fuego para aniquilar a la patrulla entera.

Anderson se quedó boquiabierto antes de respirar profundamente para recobrar la calma. Grissom no se lo reprochó; hasta el momento, estaba impresionado por lo bien que el teniente había manejado la situación.

—¿Alguna represalia por parte de los alienígenas, señor?

El chico era listo. Su mente trabajaba deprisa, analizaba la situación y avanzaba hasta las cuestiones relevantes en tan sólo unos pocos segundos.

—Enviaron refuerzos —le informó Grissom—. Tomaron Shanxi. Todavía no tenemos más datos. Los satélites de comunicación no funcionan; tan sólo tuvimos noticia de ello porque alguien consiguió enviar una nave de comunicación no tripulada justo antes de que Shanxi cayera.

Anderson asintió para mostrar que comprendía, pero a continuación permaneció en silencio. Grissom se alegró de comprobar que el joven tenía la paciencia de darse el tiempo para procesar la información. Era demasiada como para ser asimilada de golpe.

—Nos envía a combatir, ¿verdad, señor?

—El mando de la Alianza debe tomar esa decisión —dijo Grissom—. Lo único que puedo hacer es aconsejarles. Por eso estoy aquí.

—Contralmirante, creo que no lo comprendo.

—Teniente, en toda acción militar no hay más que tres opciones posibles: combatir, retirarse o rendirse.

—¡Pero no podemos dar la espalda a Shanxi! ¡Debemos luchar! —exclamó Anderson. Y un segundo después, recordando con quién estaba hablando, añadió—: Con el debido respeto, señor.

—No es tan sencillo —aclaró Grissom—. No existe ningún precedente; jamás nos hemos enfrentado a un enemigo así. No sabemos nada sobre ellos.

»Si agravamos este incidente hasta llegar a una guerra contra una especie alienígena, no hay manera de predecir cómo acabará. Puede ser que tengan una flota mil veces mayor que la nuestra. Podríamos estar a punto de iniciar una guerra que culminara con la aniquilación total de la raza humana —Grissom hizo una pausa enfática, dejando que asimilara sus palabras—. ¿De verdad cree que deberíamos asumir ese riesgo, teniente Anderson?

—¿Es una pregunta, señor?

—Teniente, el mando de la Alianza quiere mi consejo antes de tomar una decisión, pero no seré yo quien esté en primera línea librando una guerra. Usted fue cabeza de pelotón durante su adiestramiento N7. Quiero saber qué opina. ¿Cree que nuestras tropas están preparadas para esto?

Anderson frunció el ceño, pensando largo y tendido antes de responderle.

—No creo que quede otra elección, señor —dijo escogiendo sus palabras con cuidado—. La retirada no es una opción. Ahora que los alienígenas saben de nosotros no van a quedarse de brazos cruzados. Al final, o bien tendremos que luchar o bien rendirnos.

—¿Y no cree que rendirse pueda ser una opción?

—No creo que la Humanidad pudiera sobrevivir subyugada a un dominio alienígena —replicó Anderson—. Vale la pena luchar por la libertad.

—¿Incluso si perdemos? —insistió Grissom—. Soldado, esto no se reduce únicamente a lo que usted está dispuesto a sacrificar. Les provocamos y ahora esta guerra podría dirigirse a la Tierra. Piense en su mujer. ¿Está dispuesto a arriesgar su vida en nombre de la libertad?

—No lo sé, señor —fue su solemne contestación—. ¿Está usted dispuesto a condenar a su hija a llevar una vida de esclava?

—Ésa es la respuesta que andaba buscando —señaló Grissom, asintiendo rápidamente—. Si contamos con suficientes soldados como usted, Anderson, puede que, después de todo, la Humanidad sí que esté preparada para esto.

UNO

Ocho años más tarde

Nada más empezar a sonar la alarma, el teniente del Estado Mayor David Anderson, comandante segundo de la
SSV Hastings
, se levantó de la litera. Su cuerpo, condicionado por años de servicio activo a bordo de las naves espaciales de la Alianza de Sistemas, se movía instintivamente. Cuando sus pies tocaron el suelo ya estaba alerta y despierto, y evaluaba la situación mentalmente.

La alarma sonó de nuevo desde el casco y rebotó por toda la nave. Dos toques cortos se repetían una y otra vez. Una llamada general a los puestos. Al menos, no estaban bajo un ataque inminente.

Mientras se ponía rápidamente el uniforme, Anderson repasó los posibles escenarios. La
Hastings
era una nave patrullera en el Confín Skylliano, una región aislada en los confines más remotos del espacio de la Alianza. Su misión principal era proteger a las decenas de colonias humanas y avanzadas de investigación desperdigadas por el sector. Una llamada general a los puestos probablemente significaba que habían descubierto una nave no autorizada en territorio de la Alianza. O eso, o estaban respondiendo a una señal de socorro. Anderson confiaba en que fuera lo último.

Aunque no resultaba fácil vestirse entre los estrechos límites del camarote que compartía con otros dos tripulantes, tenía mucha práctica. En apenas un minuto, se puso el uniforme, se abrochó las botas y comenzó a caminar rápidamente por los angostos pasillos hacia el puente de mando, donde el capitán Belliard debía de estar esperándole.

Como comandante segundo, la responsabilidad de transmitir las órdenes a la tropa y de asegurarse de que éstas se cumplieran como es debido recaía sobre Anderson.

En cualquier nave militar, el espacio era el bien más preciado, cosa que recordaba a cada instante al tropezar con otros tripulantes que se dirigían apresuradamente en dirección contraria hacia los puestos asignados. Invariablemente, en un intento por cederle el paso a Anderson, se apretaban contra la pared del pasillo, saludando rápida y torpemente a su superior mientras éste se estrujaba al pasar por su lado. Pero, a pesar de las estrecheces, el proceso entero se llevaba a cabo con una eficiencia y precisión que eran el sello de toda tripulación de la flota de la Alianza.

Anderson estaba llegando a su destino. Pasó por Navegación, donde reparó en un par de oficiales subalternos que realizaban cálculos rápidos y los aplicaban sobre una carta estelar tridimensional que se proyectaba sobre sus consolas. Ambos saludaron al comandante segundo con la cabeza, de un modo brusco aunque respetuoso, demasiado absortos en sus obligaciones como para ser estorbados por la formalidad de un auténtico saludo. Anderson respondió ladeando secamente la cabeza. Pudo ver cómo trazaban una ruta a través del repetidor de masa más cercano. Eso significaba que la
Hastings
estaba respondiendo a una señal de socorro. Y la cruda verdad era que, la mayoría de las veces, la respuesta llegaba demasiado tarde.

En los años que siguieron a la Primera Guerra de Contacto, la Humanidad se dispersó demasiado lejos y demasiado rápido; carecían de naves suficientes para patrullar adecuadamente por una región del tamaño del Confín Skylliano. Los colonos que vivían ahí fuera sabían que la amenaza de ataques e incursiones era muy real; cuántas veces la
Hastings
aterrizaba en un mundo sólo para encontrarse con una pequeña aunque próspera colonia reducida a cuerpos, edificios consumidos por las llamas y un puñado de supervivientes con neurosis de guerra.

Anderson había sido un testigo directo de esa clase de muerte y destrucción y seguía sin haber encontrado aún la manera de enfrentarse a ello. Había presenciado combates durante la guerra, pero esto era diferente. Aquello fueron principalmente batallas entre naves, matar a combatientes enemigos situados a decenas de miles de kilómetros de distancia. No era lo mismo que escarbar entre los escombros carbonizados y los cuerpos ennegrecidos de civiles.

La Primera Guerra de Contacto, a pesar del nombre que recibió, fue una campaña corta y relativamente incruenta. Comenzó cuando una patrulla de la Alianza entró involuntariamente y sin autorización en territorio del Imperio turiano. Lo que para la Humanidad fue el primer contacto con otra especie inteligente, para los turianos supuso una invasión por parte de una especie agresiva y desconocida. El malentendido y una reacción exagerada en ambos bandos condujeron a diversas e intensas batallas entre escuadras de patrulla y de reconocimiento. Pero el conflicto nunca estalló en una guerra total a escala planetaria. Afortunadamente para la Humanidad, la intensificación de las hostilidades y el repentino despliegue de la flota turiana atrajeron la atención de la gran comunidad galáctica.

Resultó que los turianos no eran sino una especie más entre una docena, cada una de ellas independiente aunque unidas voluntariamente bajo el dominio de un organismo gubernamental conocido como el Consejo de la Ciudadela. El Consejo, deseando evitar una guerra interestelar con los recién aparecidos humanos, intervino y se dio a conocer a la Alianza e intermedió una solución pacífica entre ésta y los turianos. Menos de dos meses después de haber comenzado, la Primera Guerra de Contacto concluyó oficialmente.

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