Matadero Cinco (10 page)

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Authors: Kurt Vonnegut

Tags: #Ciencia Ficción, Humor, Relato

BOOK: Matadero Cinco
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Los americanos desnudos se colocaron bajo unas duchas alineadas en una pared pintada de blanco. No había grifos que pudieran controlar. Sólo podían esperar los acontecimientos. Tenían los sexos encogidos. Menos mal que la función reproductiva no estaba en el programa de la noche.

Una mano invisible dio vuelta a una manivela también invisible y por las duchas salió una lluvia hirviente, semejante a una antorcha, pero que no calentaba. Hizo brincar a Billy sin quitarle el frío que llevaba arraigado en la médula de sus huesos.

Mientras, desinfectaron las ropas de los americanos con un gas venenoso. Los parásitos del cuerpo y las bacterias de las ropas morían a millones. Así era.

Y Billy retrocedió hasta el tiempo de su infancia. Era un bebé, al que su madre acababa de bañar. Ahora su madre le envolvía con una toalla y le llevaba hasta una alegre habitación llena de sol. Allí le sacaba de la toalla, se lo ponía sobre las rodillas y lo empolvaba, sonriéndole y hablándole cariñosamente. Después le daba unas palmaditas en su abultada barriguita, que sonaba como un tambor.

Y él lanzaba grititos de alegría.

Luego se adelantó hasta el tiempo en que sería un óptico de mediana edad, y esta vez se vio jugando al golf durante un calurosísimo domingo estival. Bill ya no iba a la iglesia. En lugar de eso jugaba al golf con tres ópticos más. Aquel día había llegado al green en siete golpes, y ahora le tocaba acertar el agujero, situado a unos dos metros y medio.

Acertó. Fue hasta el hoyo, se inclinó y sacó la bola. En aquel momento, el sol se escondió tras una nube. Y Billy quedó adormilado momentáneamente. Cuando se recobró, ya no estaba en el golf.

Se encontraba atado a una silla amarilla, en una habitación blanca, a bordo del platillo volante que se dirigía a Tralfamadore.

—¿Dónde estoy? —preguntó Billy Pilgrim.

—Atrapado en otro bloque de ámbar, señor Pilgrim. Estamos precisamente donde debemos estar en este instante, a quinientos millones de kilómetros de la Tierra. Y nos dirigimos, por un hilo del tiempo, hacia Tralfamadore. Este viaje quizá nos lleve horas, o tal vez siglos.

—¿Cómo… he llegado hasta aquí?

—Eso, para usted, requeriría otra explicación terrenal. Los terrestres son grandes narradores; siempre están explicando por qué determinado acontecimiento ha sido estructurado de tal forma, o cómo puede alcanzarse o evitarse. Yo soy tralfamadoriano, y veo el tiempo en su totalidad de la misma forma que usted puede ver un paisaje de las Montañas Rocosas. Todo el tiempo es todo el tiempo. Nada cambia ni necesita advertencia o explicación. Simplemente
es
. Tome los momentos como lo que son, momentos, y pronto se dará cuenta de que todos somos, como he dicho anteriormente, insectos prisioneros en ámbar.

—Eso me suena como si ustedes no creyeran en el libre albedrío —dijo Billy Pilgrim.

—Si no hubiera pasado tanto tiempo estudiando a los terrestres —explicó el tralfamadoriano—, no tendría ni idea de lo que significa «libre albedrío». He visitado treinta y un planetas habitados del universo, y he estudiado informes de otros cien. Sólo en la Tierra se habla de «libre albedrío».

5

Billy Pilgrim afirma que, para las criaturas de Tralfamadore, el Universo no tiene la apariencia de pequeñas manchas luminosas. Esas criaturas pueden ver cada estrella donde ha estado, donde está y donde estará. Así pues, para ellos, el cielo es un enorme plato de
spaghetti
luminoso. Además, según él, los tralfamadorianos no ven a los seres humanos como criaturas de dos piernas. Los ven como grandes ciempiés, «con piernas infantiles en un extremo y piernas de anciano en el otro», afirma Billy Pilgrim.

Billy pidió algo para leer en su viaje a Tralfamadore. Sus raptores tenían cinco millones de libros terrestres metidos en un microfilm, pero era imposible proyectarlo en la cabina donde él estaba. El único libro de verdad que tenían era una novela en inglés que debía ser colocada en un museo tralfamadoriano. Era
El Valle de las Muñecas
, de Jacqueline Susann.

Billy lo leyó, y consideró que tenía algunas cosas buenas. Los personajes pasaban momentos buenos y malos, momentos de ánimo y de depresión. Pero Billy no tenía ganas de leer los mismos momentos buenos y malos de los personajes, repetidos una y otra vez. Preguntó si por favor podían darle otra cosa para leer.

—Sólo novelas tralfamadorianas, aunque me temo que todavía no pueda comprenderlas —dijo el altavoz de la pared.

—De todas maneras me gustaría ver una —repuso él.

Así pues, le hicieron llegar algunas. Eran objetos muy pequeños. Una docena de esas novelas abultaban como
El Valle de las Muñecas
con todos los momentos buenos y malos de sus protagonistas.

Billy no podía leer el tralfamadoriano, desde luego, pero al menos podía ver cómo se escribía, en pequeños montones de símbolos separados por estrellas. Billy comentó que el montoncito de signos podían ser telegramas.

—Exactamente —dijo la voz.

—¿Son telegramas?

—No existen telegramas en Tralfamadore, pero tiene usted razón. Cada montón de símbolos es un mensaje breve y urgente que describe una situación, una escena. Nosotros, los tralfamadorianos, los leemos todos a la vez y no uno después del otro. Por lo tanto, no puede haber ninguna relación concreta entre todos los mensajes, excepto la que el autor les otorga al seleccionarlos cuidadosamente. Así pues, cuando se ven todos a la vez dan una imagen de vida maravillosa, sorprendente e intensa. No hay principio, no hay mitad, no hay terminación, no hay «suspense», no hay moral, no hay causas, no hay efectos. Lo que a nosotros nos gusta de nuestros libros es la profundidad de muchos momentos maravillosos vistos todos a la vez.

Momentos después el platillo penetró en la urdimbre del tiempo, y Billy retrocedió hasta su infancia. Tenía doce años y se encontraba entre su padre y su madre en Bright Angel Point, al borde del Gran Cañón. La pequeña familia humana estaba contemplando el fondo del cañón, mil quinientos metros bajo sus pies.

—Bien —dijo el padre de Billy, dando un puntapié a una piedrecita que cayó al vacío—, ahí
está
.

Habían viajado hasta aquel famoso lugar en automóvil. Y por el camino habían tenido siete pinchazos.

—Valía la pena el viaje —dijo la madre de Billy, llena de emoción—. ¡Oh, Dios, y valdría la
pena
repetirlo!

Billy odiaba el cañón. Estaba seguro de que iba a caerse al fondo. Su madre le tocó y se orinó en los calzoncillos.

Había otros turistas que también contemplaban el cañón. Y un guía respondía a las preguntas que se le hacían. Un francés que había venido desde Francia preguntó al guía, en un inglés torpe, si mucha gente se suicidaba saltando por allí.

—Sí, señor —contestó el guía—, unos tres individuos al año.

Así es.

Y Billy continuó su viaje por el tiempo, haciendo una parada diez días más tarde, de manera que seguía teniendo doce años y realizando aquel viaje turístico por el Oeste con su familia. Ahora se encontraba en las Cavernas Carlsbad, y Billy estaba rogando a Dios para que no les cayera el techo encima.

Un guía les explicaba que las cavernas habían sido descubiertas por un cowboy que vio salir una gran nube de murciélagos de un agujero del suelo. Y después dijo que iba a cerrar todas las luces para que, probablemente por primera vez en su vida, las personas que nos encontrábamos allí supiéramos lo que era la oscuridad total.

Cuando se apagaron las luces, Billy ya no sabía si estaba vivo o muerto. Y entonces, a su izquierda, vio flotar en el aire una especie de fantasma que tenía números. Su padre había sacado su reloj de bolsillo, cuyas cifras eran fosforescentes.

Billy pasó de la oscuridad total a la luz total y se encontró de nuevo en el control de depuración. La ducha había terminado. Una mano invisible había cerrado el grifo del agua.

Cuando a Billy le devolvieron sus ropas, no estaban más limpias que antes, pero todos los pequeños animalitos que habían vivido en ellas estaban muertos. Así era en efecto. En cuanto a su nueva cazadora, que se había deshelado y estaba ya blanda, era muy pequeña para él. Además, aunque tenía el cuello de piel y un forro de seda roja, parecía un colador de tantos agujeros de bala como tenía.

Billy Pilgrim se vistió. Cuando se puso la cazadora la espalda se descosió y los hombros y las mangas quedaron completamente sueltos. Así pues, la cazadora quedó convertida en una camiseta con cuello de piel. Estaba hecha de manera que el faldón tuviera un poco de vuelo a partir de la cintura, pero a Billy el vuelo le empezaba en los sobacos. Los alemanes lo consideraron lo más ridículo y divertido que habían visto en la Segunda Guerra Mundial. Y se desternillaron de risa.

Los alemanes hicieron alinear a todos los americanos, con Billy a la cabeza, para emprender el mismo recorrido que antes, una puerta tras otra, pero al revés. Los americanos se sentían mejor que antes. La ducha caliente les había animado. Llegaron hasta un cobertizo, donde un cabo con un solo brazo y un solo ojo escribía el nombre y número de cada prisionero en un gran libro rojo. Ahora todos estaban legalmente vivos. Antes, cuando sus nombres y números aún no estaban registrados en ese libro, se les consideraba desaparecidos en acción y probablemente muertos.

Así era.

Mientras los americanos esperaban su turno, se produjo un altercado casi al final de la fila. Un americano había murmurado algo que no le había sentado bien al guarda. Este, que sabía inglés, le había empujado fuera de la fila y derribado de un puñetazo.

El americano estaba atónito. Se levantó tembloroso y echando sangre por la boca, pues le habían saltado los dientes. Evidentemente no quería ofender a nadie con lo que había dicho, y no tenía ni idea de que el guarda le hubiera oído y comprendido.

—¿Por qué yo? —preguntó al guarda.

El guarda lo empujó de nuevo a la fila y replicó:

—¿Por qué tú? ¿Por qué cualquiera?

Cuando a Billy Pilgrim le anotaron el nombre en el libro del campo de prisioneros recibió también su número, grabado en una placa metálica. Lo había impreso un obrero polaco, que ahora estaba muerto. Así era.

Le dijeron a Billy que se colocara la placa colgada del cuello y él obedeció. Aquello parecía una galleta, pero con una ranura en medio. Así, un hombre fuerte podría partir la placa con las manos, en el caso de que Billy muriera, cosa que no hizo; una mitad quedaría colgando en su cuerpo, y la otra identificaría su tumba.

Cuando el pobre Edgar Derby, profesor de una escuela superior, fue fusilado en Dresde, un médico certificó su defunción y rompió la placa en dos. Así fue.

Debidamente registrados y clasificados, los americanos siguieron atravesando puerta tras puerta. Al cabo de dos días sus familias sabrían, por medio de la Cruz Roja Internacional, que estaban vivos.

Al lado de Billy estaba Paul Lazzaro, quien había prometido vengar a Roland Weary. Ahora Lazzaro no pensaba en venganzas sino en su terrible dolor de estómago, que se le había encogido hasta adquirir el tamaño de una nuez. Aquella bolsa seca y encogida era tan dolorosa como un tumorcillo.

Detrás de Lazzaro venía el pobre Edgar Derby con sus identificaciones alemana y americana colgando como medallas, por fuera de sus ropas. Había confiado en llegar a ser capitán, o quizá comandante de una compañía, a causa de su edad y de su cultura. Ahora se encontraba, a medianoche, en la frontera checoslovaca.

—Alto —ordenó un guarda.

Los americanos se detuvieron, quedándose allí, de pie, silenciosos y rodeados por el frío. Los cobertizos ante los que estaban ahora eran exteriormente iguales a cuantos habían pasado hasta entonces. Pero se apreciaba una diferencia: éstos tenían diminutas chimeneas, por las que salían constelaciones de chispas.

Un guarda llamó a la puerta.

La abrieron desde el interior y la luz se escapó a una velocidad de 300.000 kilómetros por segundo. Dentro del cobertizo cincuenta ingleses de mediana edad cantaban solemnemente «Ah, ah, los muchachos han llegado», de la obra
Piratas de Penzance
.

Aquellos rudos y fervientes vocalistas eran quizá los primeros prisioneros de habla inglesa que se habían hecho en la Segunda Guerra Mundial. Ahora, cerca ya del final, cantaban. No habían visto una mujer o un niño durante cuatro años. Tampoco habían visto pájaros. Ni siquiera los gorriones entraban en el campo.

Los ingleses eran oficiales. Todos habían intentado escapar de otra prisión por lo menos una vez. Por eso los tenían allí, en aquella isla yerma rodeada de un mar de rusos moribundos.

Podían abrir tantos túneles como quisieran. Inevitablemente volverían a la superficie comprendida dentro del rectángulo rodeado de alambre de púas, y se encontrarían circundados de rusos cadavéricos que no les comprenderían ni tendrían alimentos, información útil o planes de fuga propios. Podían decidir escapar a bordo de algún vehículo o robar uno. Fracasarían por la simple razón de que ningún vehículo llegaba hasta el campo o sus alrededores. Si querían incluso podían fingir una enfermedad. Eso tampoco les iba a servir de nada, porque nadie les sacaría de allí: el único hospital del campo era un cobertizo con seis camas, situado en el mismo bloque de los prisioneros británicos.

Los ingleses iban limpios, estaban de buen humor y se veían decentes y fuertes. Cantaban rugiendo a pleno pulmón. Y eso que llevaban cantando juntos, cada noche, desde hacía años.

También habían levantado pesos y hecho gimnasia durante aquel tiempo. Por eso tenían la barriga fuerte y los músculos de las pantorrillas y de los brazos como balas de cañón. Además todos eran maestros del ajedrez, del juego de damas, del bridge, del dominó, de los crucigramas, del ping-pong, del billar e incluso del morse.

Se les podía contar entre la gente más sana de Europa, en términos de alimentación. Pues un error burocrático cometido a principios de la guerra, cuando todavía llegaban alimentos a los prisioneros, había sido causa de que la Cruz Roja les enviara cada mes quinientas raciones de comida en lugar de las cincuenta que les correspondían. Los ingleses las habían distribuido y ahorrado tan bien que ahora, al final de la guerra, tenían tres toneladas de azúcar, una de café, dos de harina, una de carne de buey en conserva y dos de mermelada de naranja, setecientos kilos de té, cuatrocientos de chocolate, quinientos de mantequilla en conserva, seiscientos de queso y trescientos de leche en polvo.

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