Billy y su grupo se unieron al río de humillación, cuando el débil sol de media tarde salía de entre las nubes. Los americanos no tenían la carretera para ellos solos, sino sólo una calzada. En dirección contraria los motores de los vehículos que llevaban tropas alemanas al frente roncaban continuamente. Los reservistas eran hombres de aspecto rudo y violento, con la piel ajada por el viento.
Tenían los dientes como teclas de piano, iban adornados con cinturones de municiones para sus ametralladoras, fumaban cigarros y sobre todo comían. Daban voraces mordiscos a los bocadillos de salchicha que llevaban, y tenían las manos llenas de puré de patatas.
Un soldado vestido de negro, que estaba tomando el fresco como si fuera un héroe solitario tendido sobre un tanque, escupió a los americanos. El esputo fue a caer en la espalda de Roland Weary. Olía a comida y a tabaco.
Billy encontró la tarde terriblemente excitante. Había tantas cosas para ver… Dientes de dragón, máquinas de matar, cadáveres con los desnudos pies azules y marmóreos. Así era.
Andando y oscilando arriba-y-abajo, arriba-y-abajo, Billy se quedó mirando una encantadora granja que acusaba el impacto de las ametralladoras. En la puerta había un coronel alemán y con él una prostituta sin maquillaje ni colorete.
Billy tropezó una vez más con Weary y éste le gritó sollozando:
—¡Anda derecho de una vez!
Ahora subían por una suave pendiente. Cuando llegaron a la cima ya no estaban en Luxemburgo; estaban en Alemania.
En la frontera había una máquina de filmar destinada a registrar aquella fabulosa victoria. Dos civiles que llevaban chaquetas de piel de oso estaban inclinados sobre la cámara cuando pasaron Billy y Weary. Hacía horas que no tenían película.
Uno de ellos enfocó el rostro de Billy durante un momento, y después de nuevo hacia el infinito. En el horizonte se veía una débil columna de humo. En aquel punto se estaba desarrollando una batalla. Allí morían hombres. Así era.
Y se puso el sol. Y Billy se encontró renqueando en una estación de ferrocarril. Hileras y más hileras de vagones esperaban. Habían traído reservistas al frente y ahora llevarían prisioneros hacia el interior de Alemania.
Los alemanes clasificaron a los prisioneros según su categoría militar. Pusieron sargentos con sargentos, comandantes con comandantes, etc. Una patrulla entera de coroneles fue colocada cerca de donde estaba Billy. Uno de ellos padecía una pulmonía doble. Tenía mucha fiebre y vértigo. E intentaba mantenerse en pie mirando fijamente a los ojos de Billy, pues la estación le daba vueltas y saltos en la cabeza.
El coronel tosió una y otra vez, y después preguntó a Billy:
—¿Eres uno de mis muchachos?
Era un hombre que había perdido un regimiento entero, unos cuatro mil quinientos hombres, muchos de ellos en realidad unos niños. Billy no contestó. La pregunta no tenía sentido.
—¿Cuál era tu equipo? —inquirió nuevamente el coronel.
Y tosía una y otra vez. A cada inspiración sus pulmones roncaban como si tuvieran un montón de papeles grasientos en el interior.
Billy no podía recordar a qué equipo pertenecía.
—¿Eres del Cuatro-cincuenta-y-uno?
—Cuatro-cincuenta-y-uno, ¿qué? —inquirió Billy.
Hubo un silencio. Finalmente, el coronel explicó:
—… Regimiento de Infantería.
Billy Pilgrim exclamó:
—¡Ah!
Hubo otro largo silencio. El coronel moría y moría, ahogándose, de pie. Después gritó tristemente:
—¡Soy yo, muchachos! ¡Soy Wild Bob!
Eso es lo que siempre había deseado que le llamaran sus soldados: «Wild Bob».
Ninguno de los hombres que ahora podían oírle era de su regimiento, a excepción de Roland Weary. Pero Weary no le escuchaba; estaba demasiado ocupado en pensar en la agonía de sus propios pies.
El coronel imaginó que estaba dirigiéndose a sus queridos soldados por última vez y les dijo que no tenían por qué avergonzarse de nada, que el suelo estaba lleno de alemanes muertos que habían deseado ante Dios no oír hablar jamás del Cuatro-cincuenta-y-uno. Acabó su arenga prometiendo que después de la guerra haría una reunión con todo el regimiento en su ciudad natal, Cody, Wyoming. Asaría novillos enteros para todos.
Dijo todo eso mirando fijamente a los ojos de Billy. Sus palabras resonaban como un eco en el interior de la cabeza del pobre Billy.
—¡Que Dios os acompañe, muchachos! —gritó con una voz que resonó interminablemente, para luego añadir—: Si alguna vez uno de vosotros se encuentra en Cody, Wyoming, ¡que pregunte por Wild Bob!
Yo estaba allí. Y también estaba mi viejo camarada de guerra, Bernard V. O’Hare.
Billy Pilgrim fue metido en un vagón junto con muchos otros soldados. Le separaron de Roland Weary, a quien instalaron en un vagón distinto del mismo tren.
En cada esquina superior del vagón había unos pequeños respiraderos. Billy se situó debajo de una de aquellas ventanitas mientras los soldados se apiñaban a su alrededor y lo apretaban contra la pared. Pronto tuvo que subirse a un tablón de madera colocado de forma que cerrara la escuadra formada por la esquina de la pared, para eludir algo la presión de los demás, y esto puso sus ojos al nivel del respiradero. Así fue como pudo ver otro tren situado a unos nueve metros.
Los alemanes estaban escribiendo sobre los vagones, con yeso azul, el número de personas que contenía cada uno de ellos, su rango, su nacionalidad y la fecha en que habían sido «facturados» en el tren. También aseguraban el cierre de los vagones con clavos y alambres. Billy oyó que alguien escribía en su vagón, pero no pudo ver quién lo estaba haciendo.
La mayoría de los soldados que ocupaban el vagón donde iba Billy eran jóvenes, acababan de salir de la infancia. Apretujado en la esquina, junto a él, estaba un antiguo vagabundo que tenía por lo menos cuarenta años.
—He pasado más hambre otras veces —comentó el hombre, dirigiéndose a Billy—. He estado en lugares peores que éste. ¡Esto no está tan mal!
Un hombre gritó, por entre la rendija del respiradero de uno de los vagones, que acababa de morir uno de sus compañeros. Le oyeron cuatro guardas sin que la noticia pareciera conmoverles en absoluto.
—
Ya, ya
—dijo uno, asintiendo lentamente—.
Ya, ya
.
Pero no abrieron el vagón donde estaba el muerto, sino el contiguo a ése. Entonces Billy Pilgrim quedó maravillado ante lo que allí vio. Era como el paraíso. Había luz, literas con colchones y mantas, un hornillo sobre el que humeaba una cafetera y una mesa con una botella de vino, rebanadas de pan, salchichas y cuatro tazones de sopa.
En las paredes colgaban fotografías de castillos, lagos y bonitas muchachas. Aquello era el hogar ambulante de los guardas del ferrocarril, hombres cuya tarea consistía en estar siempre custodiando cargas rodantes de acá para allá. Una vez hubieron entrado en el vagón, los cuatro guardas cerraron la puerta.
Poco después salieron fumando cigarros y hablando con satisfacción en el tono bajo suave del idioma alemán. Uno de ellos vio el rostro de Billy en el respiradero y movió un dedo con gesto de advertencia, al tiempo que le decía que fuera un buen muchacho.
Los americanos del otro vagón seguían gritando que había un hombre muerto allí dentro. Entonces los alemanes les hicieron caso, sacaron una camilla de dentro de su vagón, abrieron el otro y entraron. El vagón del hombre muerto no estaba lleno. Había solamente seis coroneles vivos y uno muerto.
Los alemanes sacaron el cadáver y Billy pudo ver que era Wild Bob. Así fue.
Durante la noche, algunas locomotoras empezaron a funcionar y a moverse. La locomotora y el último vagón de cada tren exhibían una banda de color naranja y negro, indicando que el convoy no era un buen blanco para los bombarderos pues llevaba prisioneros de guerra.
La guerra estaba a punto de terminar. Las locomotoras empezaron a moverse hacia el Este a finales de diciembre y la guerra terminaría en mayo. En Alemania las prisiones estaban totalmente llenas. Ya no había alimentos para dar a los prisioneros, ni combustible para mantenerlos a una temperatura decente. A pesar de lo cual, llegaban muchos más prisioneros.
El tren en el que iba Billy Pilgrim, el más largo de todos los que allí había, estuvo parado todavía dos días. Al llegar al segundo día, el vagabundo le dijo a Billy:
—Esto no es nada. No está tan mal.
Billy miraba a través del respiradero. La estación de ferrocarril era ahora un desierto, a excepción del tren hospital marcado con una cruz roja, que estaba muy lejos. Su locomotora silbó y la locomotora del tren de Billy Pilgrim le devolvió el silbido. Se saludaban.
Aun cuando no se movieran, los vagones del tren de Billy estaban completamente cerrados. Nadie podía salir de ellos hasta llegar al final de su destino. Para los guardas que paseaban arriba y abajo, cada vagón se había convertido en un organismo único que comía, bebía y evacuaba a través de los respiraderos. Incluso hablaba y, a veces, gritaba a través de los mismos. Por ellos entraban agua, rebanadas de pan moreno, salchichas y queso, y salían mierda, orina y vocerío.
Los seres humanos que allí había hacían sus funciones evacuadoras en cascos de acero que luego pasaban a los que estaban en los ventiladores para que los vaciaran. Billy era un vaciador. Aquellos seres humanos se pasaban también las cantimploras llenas de agua que les entregaban los guardas. Y cuando les llegaba la comida, aquellos seres humanos se tranquilizaban tanto que una maravillosa ola de confianza les invadía a todos. Y la compartían.
Los seres humanos del interior del vagón organizaron turnos para repartir el estar echado o de pie. Las piernas de los que estaban de pie eran como postes hundidos en un cálido suelo de cuerpos retorcidos y suspirantes. Y el extraño suelo era un mosaico de durmientes encogidos como bebés. El tren empezó a dirigirse hacia el Este.
En aquellos momentos, en alguna parte, era Navidad. Billy Pilgrim estaba encogido como un bebé, junto al vagabundo, y se quedó dormido. Era la Nochebuena. De pronto viajó otra vez en el tiempo hasta 1967, hasta aquella noche en que fue raptado por un platillo volante de Tralfamadore.
Billy Pilgrim no podía dormir aquella noche. Tenía cuarenta y cuatro años y su hija acababa de casarse.
La boda había tenido lugar bajo el cobijo de un alegre entoldado a rayas instalado en el jardín de Billy. Las rayas eran anaranjadas y negras.
El y su esposa, Valencia, estaban en su gran cama de matrimonio, encogidos como bebés. Los dedos mágicos les acunaban. Valencia no necesitaba que la acunasen para dormirse. Valencia roncaba como una motosierra. La pobre mujer ya no tenía ni ovarios ni útero ni nada. Se los había sacado un cirujano, socio de Billy en el nuevo Holidays Inn.
Había luna llena.
Billy se levantó de la cama a la luz de la luna. Se sentía fantasmagórico y luminoso, como si estuviera envuelto en frías pieles cargadas de electricidad estática. Se miró los desnudos pies y los sintió marmóreos y helados.
Salió al rellano de las escaleras, sabiendo que estaba a punto de ser raptado por un platillo volante. El rellano tenía el aspecto de una cebra, con franjas de oscuridad y de luz lunar que entraba a través de las puertas de las habitaciones vacías de los dos hijos de Billy. Ya no había niños en la casa. Se habían ido para siempre. Billy se dejaba guiar por el miedo y por la falta de miedo. El miedo le decía cuándo debía detenerse. La falta de miedo le decía cuándo debía seguir adelante.
Se dirigió a la habitación de su hija. Los cajones estaban fuera de su sitio, el armario vacío. En el centro de la habitación permanecían, amontonadas, todas las posesiones que no se había podido llevar en su luna de miel. Y encima de la repisa de la ventana el teléfono modelo «Princesa» que le había regalado, con línea independiente, despedía una débil luz fosforescente que llamó su atención. En aquel momento, el aparato sonó.
Contestó. Al otro lado del hilo había un borracho. Billy casi olía su aliento a gas de mostaza y rosas. Resultó que se había equivocado de número. Billy colgó. Entonces, sobre la repisa de la ventana, vio, junto al teléfono, una botella de plástico blando. La etiqueta decía que no contenía ningún líquido nutritivo.
Billy Pilgrim bajó las escaleras con sus fríos y marmóreos pies. Se dirigió a la cocina y allí la luz de la luna dirigió su atención hacia una botella de champaña medio vacía que había sobre la mesa de la cocina. Era todo lo que quedaba de la fiesta. Alguien había tapado otra vez la botella. Y parecía decir: «¡Bébeme!»
Así que Billy la destapó con los dedos. No hizo ruido alguno. El champaña estaba muerto. Así fue.
Billy miró el reloj que había sobre la cocina de gas. Tenía que matar el tiempo durante una hora antes de que llegara el platillo. Se fue a la salita balanceando la botella como si fuera una campana, se sentó en una butaca y puso en marcha el televisor. Entonces, tras haberse aislado ligeramente del tiempo, vio la última película, primero al revés, de fin a principio, y luego otra vez en sentido normal. Era una película sobre la actuación de los bombarderos americanos durante la Segunda Guerra Mundial y sobre los valientes hombres que los tripulaban. Vista hacia atrás la historia era así:
Aviones americanos llenos de agujeros, de hombres heridos y de cadáveres, despegaban de espaldas en un aeródromo de Inglaterra. Al sobrevolar Francia se encontraban con aviones alemanes de combate que volaban hacia atrás, aspirando balas y trozos de metralla de algunos aviones y dotaciones. Lo mismo se repitió con algunos aviones americanos destrozados en tierra, que alzaron el vuelo hacia atrás y se unieron a la formación.
La formación volaba de espaldas hacia una ciudad alemana que era presa de las llamas. Cuando llegaron, los bombarderos abrieron sus portillones y merced a un milagroso magnetismo redujeron el fuego, concentrándolo en unos cilindros de acero que aspiraron hasta hacerlos entrar en sus entrañas. Los containers fueron almacenados con todo cuidado en hileras. Pero allí abajo, los alemanes también tenían sus propios inventos milagrosos, consistentes en largos tubos de acero que utilizaron para succionar más balas y trozos de metralla de los aviones y de sus tripulantes. Pero todavía quedaban algunos heridos americanos, y algunos de los aviones estaban en mal estado. A pesar de ello, al sobrevolar Francia aparecieron nuevos aviones alemanes que solucionaron el conflicto. Y todo el mundo estuvo de nuevo sano y salvo.