Mataelfos (28 page)

Read Mataelfos Online

Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

BOOK: Mataelfos
9.89Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¡Aquí, maldito! —gritó Félix, imbuido del propósito de la espada, pero no sirvió para nada.

El jinete se ocultó tras el escudo cónico y clavó las espuelas en los costados del cuello del dragón. La cabeza de ariete de la bestia salió disparada hacia el Matador. En el último segundo, Gotrek se lanzó hacia un lado y barrió con el hacha detrás de sí.

Dragón y jinete cayeron sobre la popa, la atravesaron y desaparecieron bajo el agua. Entonces, Félix comprendió para qué servía el escudo cónico. Desplazaba el agua hacia los lados para que el golpe no arrancara al jinete de la silla cada vez que la montura se sumergía bajo las olas.

Y luego se dio cuenta de que el dragón parecía haberse llevado a Gotrek consigo. El Matador había desaparecido.

—¿Gotrek?

El reptil y el jinete volvieron a salir disparados del agua. Gotrek emergió con ellos, con el hacha trabada detrás de una pierna del jinete. El druchii descargó un tajo dirigido al enano con su curva espada, y el Matador lo bloqueó con su brazo cubierto de brazaletes de oro, para luego aferrar la pierna del jinete y liberar el hacha.

Él jinete volvió a dirigir un golpe hacia él, pero el peso del Gotrek en la pierna lo desequilibraba y erró. Gotrek balanceó el hacha por encima de la cabeza, la hoja atravesó la armadura del jinete con un sonoro resonar metálico y se le clavó en el vientre.

El jinete gritó y cayó de la silla. Él y Gotrek se precipita-

ron girando en un enredo de extremidades que, entre chapoteos, desapareció bajo las olas. El dragón marino se zambulló tras ellos, rugiendo de furia.

Félix blandió la espada hacia él.

—¡Enfréntate conmigo, dragón! —gritó.

El reptil no le hizo ni caso, concentrado en matar a quien había muerto a su amo. Se zambulló en el agua, y luego salió otra vez a la superficie, donde miró en torno. Gotrek emergió detrás de él y rodeó con un brazo los restos del banco del remero.

—¡Aquí abajo, wyrm! —rugió—. ¡Mi hacha tiene sed de sangre!

El dragón marino bramó y se lanzó hacia él con las fauces abiertas. Gotrek pateó hacia un lado al tiempo que soltaba el banco y ejecutaba un barrido a dos manos. Se oyó la detonación de un impacto, y luego tanto el dragón como el Matador desaparecieron bajo el agua en un chapoteo tremendo.

—¡Maldito seas, Matador! —gritó Félix—. ¡El dragón era mío!

Sólo le respondieron los ecos. El mar estaba en silencio. Las ondas provocadas por la inmersión se alejaban cada vez más y desaparecían.

—Tal vez se han matado el uno al otro —dijo Aethenir, que miraba el mar con ojos preocupados.

Pero entonces Félix reparó en que las runas de su espada brillaban con luz más viva.

—¡Ya vuelve!

El dragón marino salió del agua justo detrás de ellos, las escamas convertidas en un borrón debido a su gran velocidad. Sacudió la cabeza de un lado a otro como un terrier que intenta matar a una rata, y Félix temió lo peor, pero cuando echó una buena mirada vio que Gotrek no estaba dentro de las fauces del monstruo, sino que colgaba de la parte posterior, con un pie atrapado en un bucle de las bridas, y volaba de un lado a otro como una bandera en un vendaval. El hacha del Matador estaba clavada en un costado del hocico del dragón marino, y ése era el motivo de que se zarandeara tan violentamente.

Serpenteó hacia Félix y Aethenir, y Jaeger pateó para impulsarse hacia él, aferrado al tablón.

—¡Sí! ¡A mí! —gritó, y le asestó un tajo cuando chocó con él. Karaghul penetró profundamente, atravesando las protectoras escamas del dragón como si estuvieran hechas de queso, y llegó hasta el hueso. De la tremenda herida manaron sangre y negra bilis, y el reptil aulló de dolor al tiempo que se volvía para encararse con el nuevo atacante.

Félix le rugió cuando se encumbró por encima de él, y la bestia lo miró a los ojos por primera vez.

—¡Ven, dragón! ¡Tu muerte aguarda!

Junto a él, Aethenir gritó:

—¡No, lunático! ¡Os matará!

A Félix no le importaba, siempre que su espada tuviera otra oportunidad para golpear. La serpiente se alzó, vertical. Félix vio que Gotrek se cogía a las riendas y comenzaba a izarse.

—¡HOOOGH!

La cabeza descendió hacia Félix como una bala de cañón. Alzó la espada y bramó, expectante. Una mano lo aferró por el cuello de la ropa y tiró de él hacia atrás. La cabeza de la bestia chocó contra el agua a unos tres centímetros de su pecho. A pesar de todo, el impulso del dragón marino lo sumergió e hizo girar en una confusión de agua, burbujas y trozos de madera arremolinados.

La mano aún lo sujetaba cuando salió otra vez a la superficie, escupiendo agua. Al volverse vio que Aethenir lo tenía aferrado a él con una mano y un trozo de bote con la otra.

—¡Elfo entrometido! —le espetó, y el agua le salió dolorosamente por la nariz—. ¡Casi lo tenía!

—Os he salvado la vida —dijo Aethenir.

—¿Acaso os lo he pedido yo?

El elfo negó con la cabeza, asombrado.

—Los dos estáis locos.

Justo en ese momento, con un enfurecido «¡HOOOGH!», el dragón volvió a salir bruscamente a la superficie, contorsionándose y lanzándole dentelladas a algo que tenía en el lomo. Félix y Aethenir vieron que se trataba de Gotrek, quien se sujetaba con sus cortas y poderosas piernas en torno al cuello del reptil, justo detrás de la cabeza, con el hacha en alto y rugiendo un inarticulado grito de guerra mientras le chorreaba agua de la cresta y la barba.

Justo cuando el dragón marino se alzaba en toda su estatura, el Matador descargó el arma cuya hoja se clavó profundamente en el cráneo e hizo saltar sangre en todas direcciones.

Con un último «hooogh» suave, el fuego de los ojos del dragón marino se apagó. Durante un breve instante, mientras Gotrek luchaba por arrancar el hacha, la bestia quedó inmóvil en el aire, para luego desplomarse, con Gotrek aún sujeto, tan lenta e inevitablemente como un árbol talado, directamente hacia Félix y Aethenir.

—¡Huid! ¡Nadad! —gritó el elfo, y pataleó desesperadamente sin soltar el tablón.

Félix pataleó con él. El reptil impactó contra el agua, junto a ellos, con un estruendo ensordecedor, y la ola generada por la caída los desplazó por el agua. El enorme cuerpo se hundió con rapidez bajo la superficie, dejando tras de sí pequeños remolinos. También pareció haberse llevado a Gotrek consigo, ya que no se lo veía por ninguna parte.

Félix giraba en círculo mientras los segundos corrían. ¿Acaso el Matador no había logrado arrancar el hacha? ¿Estaría aún atrapado en las correas de las bridas de la bestia? ¿Habría hallado su muerte, al fin?

Pero entonces, cuando ya parecía que no podía caber esperanza ninguna, una cabeza conocida salió a la superficie, jadeando, atragantándose y sacudiéndose para quitarse la cresta de los ojos.

—¡Gotrek! ¡Estás vivo! —dijo Félix, y le tendió una mano.

—Sí —replicó el enano, al cogerle la mano—. Mala suerte.

Félix tiró de él para llevarlo hasta el tablón flotante, y los tres permanecieron sujetos a él y simplemente respiraron durante un rato. Con la muerte del dragón marino, las runas de Karaghul se habían apagado, y lo mismo había sucedido con el odio absoluto de Félix hacia la especie de los dragones, el cual había sido reemplazado por un miedo cerval ante todos los riesgos suicidas que acababa de correr. ¿Realmente le había gritado al dragón a la cara y aguardado su ataque?

Se volvió hacia Aethenir.

—Gracias, alto señor, por apartarme. Y os pido disculpas por haberos insultado.

Aethenir agitó una mano para quitar importancia al asunto.

—Estabais dominado por la espada. No me sentí ofendido.

En tomo a ellos, la luz gris que anunciaba la aurora comenzaba a desplazar la oscuridad. La niebla continuaba alzándose y el mar permanecía en calma. La penosa noche había concluido. Pero eso no cambiaba nada. Aunque habían sobrevivido a la lucha con el dragón marino, estaban tan muertos como si se los hubiera comido porque, sin el bote, las frías aguas del mar los matarían mucho antes de lo que podrían matarlos la sed o el hambre.

—Tal vez los skavens nos salvarán —dijo Aethenir—. Tal vez han estado observando todo lo ocurrido.

Gotrek escupió al agua.

—Salvado por skavens… Antes prefiero morir.

Entonces, a aproximadamente un kilómetro y medio de distancia, silueteados contra el horizonte gris perla, Félix vio unos puntiagudos peñascos negros que se alzaban del mar.

—¡Una isla! —gritó, señalándolos—. ¡Mirad! ¡Estamos salvados!

Los otros miraron hacia donde señalaba, y entrecerraron los ojos para distinguir mejor en la media luz.

Junto a él, Aethenir gimió.

—No, herr Jaeger, eso no es ninguna isla, y no estamos salvados. —Se estremeció y apoyó la frente en el tablón rajado—. Estamos condenados.

Capítulo 13

Félix se volvió hacia Aethenir, confundido.

—¿Qué queréis decir? Ya lo creo que es una isla. Miradla.

El alto elfo negó con la cabeza.

—Es un arca negra, una ciudad flotante, un trozo de la hundida Nagarythe que mantiene a flote la magia profana de los druchii. Es una fortaleza móvil desde la que parten los corsarios para saquear y esclavizar. Y viene hacia nosotros.

Félix parpadeó sin dejar de mirarlo, horrorizado, y volvió la vista hacia la isla. El miedo le comprimió el corazón. Ahora estaba más cerca, mucho más cerca, y repentinamente comprendió el tamaño que tenía. Se alzaba a centenares de metros por encima del mar, y debía de tener casi un kilómetro y medio de ancho. Los altos peñascos estaban erizados de torres y fortificaciones, palacios, templos y ciudadelas ascendían en escarpada pendiente hacia el centro, donde una fortaleza descomunal dominaba severamente el resto de la isla como un negro dragón que vigilara los dominios que había escogido para sí.

Félix giró en redondo dentro del agua, en busca de una escapatoria. No había ninguna.

—Esto es una locura —dijo—. ¡Nosotros íbamos tras una nave pequeña! ¡Los malditos skavens nos han situado en el camino de los druchii equivocados! —Volvió a hundirse hasta que sólo su cabeza quedó por encima del agua—. Tal vez no nos verán. Quizá piensen que estamos muertos y pasen de largo.

—No, humano —dijo Gotrek—. No será así.

Félix lo miró. El único ojo del Matador echaba chispas.

—Esto es lo que yo he estado esperando —dijo Gotrek, sin apartar el ojo del arca en ningún momento—. Esta es la montaña negra que me prometió la vidente. Ésta es mi muerte.

«Y también la mía», pensó Félix. Porque si Gotrek hallaba su muerte sobre aquella roca flotante, no habría manera de que Félix pudiera salir de ella con vida.

Mientras observaban, un trozo de negrura se separó de la peñascosa isla para convertirse en una nave negra con vela latina.

—¿Nos están buscando? —preguntó Félix, y tragó.

—Están buscando al jinete —replicó Aethenir—. Habrán oído los gritos de guerra de la bestia, y vienen a investigar.

Y así parecía, porque la esbelta nave remaba directamente hacia ellos mientras Gotrek reía entre dientes.

—Cuando matemos a éstos —dijo—, iremos con la nave hasta la isla. Entonces comenzará la verdadera matanza.

Félix miró a Gotrek con ansiedad. El Matador hablaba en serio.

—Dejando a un lado que podría resultar difícil matar a toda la tripulación de un barco druchii, por no hablar de la isla—dijo—, tres no seremos suficientes para hacer navegar el barco.

—Los esclavos galeotes nos llevarán de vuelta —dijo Gotrek.

—¿Y por qué iban a hacer eso? —quiso saber Aethenir.

—Por ver morir a sus amos.

La nave se aproximaba cada vez más, ralentizando y describiendo un arco en dirección a los pecios. Gotrek la contemplaba como un lobo observaría acercarse a una oveja, al parecer sin darse cuenta de que era él la presa y el barco, el depredador.

—Más cerca —murmuraba—. Más cerca.

Aethenir, por otro lado, parecía estar rezando, y Félix se unió a él.

La nave se puso al pairo a considerable distancia de ellos, donde permaneció moviéndose lentamente. Era una embarcación baja y de aspecto maligno, con una vela latina rojo sangre, e hileras de grandes remos y gigantescos lanzadores de virotes en forma de arco alineados en cada borda. Félix vio un destello en la cubierta. Alguien los observaba con un catalejo.

Una orden apagada resonó sobre el agua, y un lanzador de virotes giró hacia ellos.

—¡Van a disparar! —gritó Aethenir.

—¡Sumergios! —dijo Gotrek, que desapareció bajo el agua.

Aethenir se sumergió, pero antes de que Félix pudiera seguirlo se oyó un chasquido seco y algo salió disparado del arma. No era un proyectil. Cuando comenzaba a sumergirse, se detuvo a observar la extraña forma amorfa que volaba hacia ellos, girando y abriéndose por el aire. ¡Una red!

Aterrado, soltó el tablón flotante y se sumergió, para volver a aterrarse al recordar que llevaba una cota de malla y ver que comenzaba a hundirse. Pataleó y agitó desesperadamente los brazos para volver a la superficie, y finalmente logró asir algo, pero no era el tablón. Era la red. De todos modos se sujetó a ella con agradecimiento y sacó la cabeza fuera del agua a través de las cuerdas entretejidas.

Gotrek y Aethenir también habían salido, y también ellos se sujetaban a la red.

—Hacia el borde —dijo Gotrek—. Antes de que la recojan.

Pero al intentar moverse a lo largo de la parte inferior de la red, descubrieron que tenían las manos sólidamente pegadas a las primeras cuerdas que habían tocado. Tiraron y tiraron, pero de nada sirvió. Era peor que el alquitrán, y no sólo tenían atrapadas las manos. Las cuerdas que tocaban los hombros de Félix se le habían pegado a la cota de malla. Una que había quedado sobre la cabeza de Gotrek se le había pegado al cuero cabelludo y la cresta. El largo cabello rubio de Aethenir estaba adherido a la red, al igual que las mangas de su ropón.

Gotrek gruñó una maldición mientras intentaba apartar las manos de la pegajosa red. No pudo. Alzó un pie que trabó en la cuerda para darse apoyo, y luego tiró con todas sus fuerzas. Tras muchos esfuerzos y gruñidos logró arrancar la mano, que se dejó un trozo de piel pegada a la cuerda, pero entonces la bota quedó atrapada.

—¡Que Grimnir se lleve a todos los tramposos elfos! —maldijo mientras intentaba liberar el pie. Sin pensarlo, cogió la red para darse apoyo y volvió a hallarse donde había empezado. Rugió de frustración.

Other books

Bending Bethany by Aria Cole
The Virgin at Goodrich Hall by Danielle Lisle
A Train of Powder by West, Rebecca
Renegade with a Badge by Claire King
The Color of Silence by Liane Shaw
The Creepy Sleep-Over by Beverly Lewis
Matt Archer: Redemption by Kendra C. Highley
Nightingale's Lament by Simon R. Green