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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

Mataelfos (30 page)

BOOK: Mataelfos
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bles, luego avanzó hacia el esclavo y abrió el libro que llevaba sobre la espalda. Hizo algunas anotaciones, y luego les entregó a los captores una especie de recibo. Los esclavistas se marcharon por donde habían llegado, mientras los guardias conducían a Félix, Gotrek y Aethenir hacia una de las puertas de hierro, la abrían con una llave y los empujaban al interior de una celda donde reinaba la más negra oscuridad, para luego cerrar la puerta tras ellos y echar la llave.

Al principio, Félix no pudo ver nada, y no oyó nada más que susurros y un constante zumbido. Su nariz no tuvo tanta suerte. El hedor de la porquería humana lo golpeó como una sólida pared, se abrió paso a la fuerza a través de sus sentidos embotados por la droga y le provocó arcadas. Luego sus ojos se adaptaron a la mortecina luz reflejada de las antorchas del exterior, y vio dónde se originaba el olor.

La habitación era como un túnel —largo, bajo y oscuro—, con lo que parecía ser un banco que corría por el centro, a la altura de la rodilla, sobre el que se apiñaba más gente de la que Félix había visto jamás en un sitio tan pequeño. Hombres, mujeres y niños demacrados cubrían como una alfombra el suelo mugriento de porquería, sentados, acuclillados o tumbados lo mejor posible. Centenares de ojos inexpresivos se volvieron a mirarlos a él, Gotrek y Aethenir, y parpadearon con vacua desdicha.

Félix, Gotrek y Aethenir los miraron fijamente. Eran desdichados, de aspecto horrible, ataviados con andrajos, cubiertos de porquería y macilentos por la inanición. Muchos presentaban heridas abiertas, sin tratar, y temblaban de fiebre, y Félix se dio cuenta de que el zumbido que había oído era el sonido de los miles y miles de moscas que pululaban por encima de ellos y comían.

Un hombre que se encontraba a medio camino del fondo de la sala, se puso de pie y los miró con ferocidad.

—¡Un tesoro, dijisteis! —declaró, con voz ronca, sacudiendo las cadenas que lo retenían—. ¡Un pequeño barco druchii, dijisteis!

Félix necesitó un momento para darse cuenta de que el desgraciado macilento que tan venenosamente le escupía estas palabras era Euler.

Capítulo 14

La sorpresa se abrió paso a través de la indiferencia inducida en Félix por la droga.

—¿Herr Euler?

—¡Sí, mentiroso embaucador! —replicó Euler, mientras los restos de su tripulación se ponían de pie en torno a él—. Primero vinieron a buscarnos las condenadas ratas, y luego toda una flota de elfos oscuros. ¡Por los abismos de Manann, maldigo el día en que entrasteis en mi casa, desgraciado!

Los hombres miraron amenazadoramente a Félix, que vio a Nariz Rota y a Una Oreja entre ellos. No sabía cuánto daño podían causar con las muñecas y los tobillos engrilletados, pero no quería averiguarlo. Le lanzó una mirada a Gotrek. El Matador continuaba con los ojos fijos ante sí, al parecer sin darse cuenta de nada de lo que sucedía.

Félix levantó las manos tanto como se lo permitió la cadena.

—Herr Euler, por favor, yo no os mentí. Lo único que sucedió fue que no conocía todos los hechos. Pensaba que la nave de exploración estaba sola.

—Una historia muy verosímil —se burló Euler.

—Pero ¿qué os ha sucedido? —quiso saber Félix—. ¿El magíster Schrieber y fraulein Pallenberger están con vosotros? ¿Sobrevivieron?

—¿Y mi guardia, Celorael, está vivo? —preguntó Aethenir.

Euler se encogió de hombros.

—El elfo murió luchando contra las ratas. Los hechiceros estaban vivos cuando los trajeron aquí, pero se los llevaron.

A Félix se le cayó el alma a los pies al oír esto último. ¿Adónde los habían llevado? ¿Qué les habían hecho? ¿Estarían vivos todavía?

—Al menos, ellos se portaron bien con nosotros —prosiguió Euler—. No se escabulleron cuando las cosas se pusieron feas, como algunos a quienes podría mencionar. Aunque la pequeña vidente está como una auténtica cabra, debo añadir.

—¿Qué queréis decir? —preguntó Félix.

—Cuando descubrió que vos habíais desaparecido en la lucha contra las ratas, saltó al mar. Pensó que se os habían llevado.

Félix parpadeó.

—¿Saltó al agua?

—Sí —dijo Euler—. Expulsamos a esas ratas y descubrimos que habíais desaparecido. El magíster Schrieber insistió en que diéramos media vuelta y os buscáramos, convencido de que habíais caído por la borda, pero la vidente dijo que os tenían las ratas y que debíamos bucear hasta su nave para salvaros. —Sacudió la cabeza—. No se veía ninguna nave, pero ella dijo que estaba bajo el agua y que era todo culpa suya. Se zambulló con toda la ropa puesta, y tuvimos que echarle un garfio para que no se ahogara.

Félix volvió a parpadear.

—Eso… sí que parece algo peculiar. —¿Qué podía haber querido decir Claudia con eso de que era culpa suya? Ella no había llamado a los skavens. Habían ido tras él y Gotrek desde el principio.

—Pero se portó muy bien cuando encontramos a los elfos oscuros. Ella y el magíster los atacaron con luz y rayos como si fueran el sol y la tormenta, aunque no bastó. —Negó con la cabeza—. Casi habíamos alcanzado vuestro pequeño barco de exploración, cuando salieron cinco galeras negras de la niebla. Dimos media vuelta para huir, pero no podíamos competir con su velocidad. El magíster y la muchacha lanzaron sus hechizos desde la popa, mientras los bombardeábamos con los cañones de balas de cuatro kilos. Los rayos de ella prendieron fuego a una de las galeras, que chocó contra otra, pero entonces la nave de exploración se situó en vanguardia y seis mujeres aparecieron en la proa. —Escupió—. Ése fue el fin de vuestros amigos, y luego el fin de nosotros. Unas extrañas nubes negras los golpearon y derribaron sobre la cubierta, se atragantaron y vomitaron, y al quedar ellos fuera de combate no tuvimos ni la más mínima posibilidad.

Aethenir murmuró algo al oír esto, pero Félix no lo entendió.

—Lo lamento, herr Euler —dijo Jaeger—. No tenía ni idea de que fuera a acabar así. —Por muy mal que le cayera aquel hombre, no le desearía esa suerte a nadie. Por supuesto, si el estúpido no hubiera salido a perseguirlos en busca de tesoros, estaría en su casa, mordisqueando pastelitos en su acogedora casa.

—Me importa un bledo que lo «lamentéis» —respondió Euler—. Ya arreglaremos las cosas entre nosotros, si logramos salir de este pozo. —Volvió a sentarse y recostarse contra el muro—. Hasta entonces, simplemente manteneos apartado de mí y de los míos. Traéis mala suerte.

Félix asintió, y luego avanzó con dificultad entre los cuerpos apiñados de los demás prisioneros, hacia la pared opuesta, donde buscó un sitio en el que sentarse. Gotrek y Aethenir fueron tras él, con rostro inexpresivo.

Félix despertó pasado un tiempo indeterminado, con mal sabor en la boca, seca, y dolor de cabeza, pero al fin libre de la soñolienta letargía causada por el humo negro. Miró en torno con ojos legañosos. Dentro de la celda, la oscuridad teñida por la luz de antorcha no había cambiado, así que resultaba imposible saber durante cuánto tiempo había dormido. Los cuerpos mugrientos de los otros prisioneros se apretaban contra él por todas partes. La mayoría yacían acurrucados y dormidos, aunque otros gemían de dolor, permanecían sentados con los ojos fijos ante sí, o temblaban y se retorcían presas de la enfermedad, mientras nubes de moscas ascendían y descendían sobre ellos, y las formas negras de intrépidas ratas se movían entre el gentío. Junto a él, Aethenir tenía la cabeza apoyada en las rodillas, y las engrilletadas manos cogidas sobre el regazo. Gotrek medio yacía de costado. Nadie hablaba. Nadie despotricaba. Nadie intentaba quitarse los grilletes.

¿Y por qué iban a hacerlo? Antes, Félix no había captado la realidad de su situación. La lasitud provocada por la droga, la sorpresa de ver allí a Euler, la historia que les había contado… todo esto había desplazado momentáneamente la realidad. Pero ahora, al despertar entre los perdidos y los condenados dentro de un corral de esclavos situada en las profundidades de una flotante isla de elfos oscuros que, sin duda, navegaba hacia las remotas orillas de Naggaroth con innumerables guerreros y hechiceras de los elfos oscuros interpuestos entre ellos y la dudosa escapatoria que ofrecía el mar, comprendía la desesperanza de quienes lo rodeaban. No había esperanza. Ni la más remota. Morirían allí, o como esclavos en alguna ciudad de los elfos oscuros. Pensó que ojalá tuviera más humo negro. Todo sería mejor con unas cuantas inspiraciones de placentero olvido.

A su derecha, Aethenir se movió, luego alzó la cabeza y abrió los ojos.

Volvió a cerrarlos con un gemido.

—Así que no era un sueño.

—¿No estáis contento? —preguntó Félix con acritud—. ¿No queríais encontrar a los elfos oscuros para recuperar el arpa?

—No hagáis bromas, herr Jaeger —dijo el alto elfo—. Ya no hay esperanza para nosotros. Habría sido mejor que nos mataran los dientes del dragón, ya que la muerte que los druchii dan a los esclavos es cruel en comparación. —Se estremeció.

Extrañamente, aunque él había estado pensando más o menos lo mismo segundos antes, el hecho de oír a Aethenir decirlo en voz alta despertó el espíritu de contradicción de Félix.

—Mientras hay vida, hay esperanza —dijo, intentando hablar como si lo dijera en serio.

—No estamos vivos —replicó Aethenir—. Morimos en el momento en que la red de los druchii cayó sobre nuestras cabezas. Nuestros cadáveres aún sufren espasmos, eso es todo.

Gotrek despertó con un bufido, a la izquierda de Félix. Parpadeó y miró alrededor; entonces, por instinto, intentó pasar una mano por encima del hombro para coger el hacha. Las cadenas se lo impidieron, y él tironeó con más fuerza.

—No la tienes, Gotrek —dijo Félix.

—¿Dónde está?

—Se la llevaron los elfos oscuros.

Gotrek se esforzó para sentarse, luchando contra los grilletes. Se detuvo al posar los ojos sobre los brazos recubiertos de sangre seca.

—¿Dónde está mi oro?

—Eso también se lo llevaron.

Gotrek quedó inmóvil, con las manos cerradas con tal fuerza que las muñecas, al hincharse, hicieron crujir los grilletes.

—Mataré hasta el último elfo de este lugar.

Se puso de pie, gruñendo, y aferró la cadena que unía los grilletes de las muñecas con los que le rodeaban los tobillos, dispuesto a arrancarla.

—Espera, Gotrek —dijo Félix. Si iba a fingir estar esperanzado, debía fingir también que hacía todo lo posible para convertir esa esperanza en realidad—. Necesitamos un plan.

—Al infierno con todos los planes —dijo Gotrek, y se enrolló la cadena en tomo a las muñecas engrilletadas—. No me quedaré encadenado.

Los otros prisioneros se volvían a mirar al Matador con ojos soñolientos.

—Cállate, ¿quieres? —dijo una voz cansada.

—Gotrek —susurró Félix con urgencia—. Si les das a conocer ahora tu fuerza, los druchii te matarán antes de que tengas oportunidad de actuar. Ocúltala hasta que puedas hacer algo útil con ella.

—¿Qué es más útil que matar druchii?

—¿A cuántos matarás desarmado? —preguntó Félix—. ¿A unos pocos carceleros? ¿Basta con eso? ¿No te gustaría morir con tu hacha en las manos?

Gotrek se detuvo y miró a Félix con su único ojo encendido.

—Sí, ya lo creo.

—En ese caso, espera. Podríamos hallar un modo de escapar de esta celda para ir a buscarla.

—¿Y si no? —quiso saber Gotrek.

—En ese caso, me parecerá muy bien que te libres de las cadenas y mates a tantos como puedas.

Gotrek gruñó y soltó las cadenas.

—¿Y tienes algún plan, humano?

Félix se encogió de hombros.

—De momento, no.

Aethenir alzó la cabeza.

—Sé dónde están vuestras armas —dijo—. Y vuestro oro.

Ambos se volvieron a mirarlo.

—¿Dónde? —preguntaron, los dos a la vez.

El alto elfo se encogió ante tanta atención.

—Eh… quiero decir que sé quién los tiene. El capitán corsario que os las quitó. Se llama Landryol Alaveloz. Le oí decir que pensaba vender vuestras cosas a un coleccionista, en Karond Kar.

—¿Y de qué nos sirve eso? —gruñó Gotrek.

Aethenir se encogió de hombros.

—Sabiendo su nombre, podríamos averiguar dónde está su alojamiento, y entonces… —Calló para recorrer otra vez con la mirada la húmeda celda atestada, y luego dirigir los ojos hacia la sólida puerta de hierro—. Y entonces… —Suspiró y volvió a apoyar la frente en las rodillas—. Es igual.

—Landryol —gruñó Gotrek, mientras volvía a sentarse—. Será el primero que muera cuando recupere mi hacha.

De repente, Aethenir volvió a alzar la cabeza.

—¡Por Asuryan! ¡Lo había olvidado!

—¿Qué sucede, alto señor? —preguntó Félix, que esperaba, contra toda probabilidad, que el elfo acabara de recordar algún hechizo que milagrosamente pudiera sacarlos de la situación en que se encontraban.

—¡La suma hechicera! —exclamó, al tiempo que volvía la cabeza para mirarlos—. ¡La vi cuando nos traían hacia este lugar!

—También yo la vi —recordó Félix.

—¡Si ella está aquí, también está aquí el arpa! —dijo Aethenir. Miró a Félix—. Tal vez sí que podamos recuperarla.

—Moriríamos mucho antes de llegar hasta ella —intervino Gotrek—. Entre ella y nosotros hay enemigos sin cuenta —murmuró con la mirada perdida.

—¡En ese caso, debemos esquivarlos! —gritó Aethenir—. Lo único que importa es el arpa. ¡Si no la recuperamos, Ulthuan estará condenada!

Gotrek hizo una mueca a causa del tono agudo de la voz del elfo.

—Buen viento y buena vela —murmuró.

Aethenir se puso de pie con enojo, y dio un traspié al detenerlo en seco las cadenas cuando intentaba erguirse en toda su estatura.

—¡Enano! Vuestra estupidez me asombra. Si los druchii nos destruyen, vosotros seréis los siguientes, y, armados con el arpa, aplastarán vuestras fortalezas una por una hasta que de vuestra raza no quede nada más que cadáveres podridos enterrados bajo ruinas. Tenéis que prometerme que…

Gotrek efectuó un barrido con las manos encadenadas, golpeó las piernas de Aethenir para derribarlo, y luego cerró los dedos en torno al cuello del alto elfo.

—Un enano no hace promesas que no pueda cumplir, elfo. Buscaré el arpa, pero no haré ninguna promesa. En alguna parte de esta arca me aguarda la muerte. Si ella me encuentra primero, los defensores de Ulthuan tendrán que librar sus propias batallas, por una vez.

Empujó al alto elfo lejos de sí con un gruñido de enfado. Los prisioneros que lo rodeaban lo miraban con temor a causa del violento estallido.

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