Cuando acabó, Claudia lo miró de un modo extraño.
—¿Y cuántos años hace que seguís al Matador? —preguntó.
—Más de veinte —repuso él.
—Eso parece mucho tiempo para continuar haciendo honor a un juramento hecho en estado de embriaguez —dijo ella.
Félix asintió.
—Sí, lo es.
—Es asombroso que continuéis.
—Un juramento es un juramento, por mucho tiempo que haga que fue hecho —declaró Félix.
—¡Pero ¿qué me decís de vuestra vida?! —gritó Claudia, repentinamente abrumada por la emoción—. ¿Acaso no teníais planes propios? ¿No teníais sueños? ¿Cómo pudisteis renunciar a vuestra vida para seguir a otro?
Félix frunció el ceño. Era raro que hablara de esas cosas con alguien.
—Sí que tenía planes. Quería ser escritor. Posiblemente dramaturgo. Creía que pasaría la vida entre las posadas y los teatros de Altdorf. Pero, como ya he dicho, un juramento es un juramento.
—¡Pero estabais borracho!
—Aun así fue un juramento.
Ella negó con la cabeza. Parecía realmente alterada.
—Tiene que haber algo más. Estoy segura de que herr Gurnisson os habría disculpado de vuestra obligación si se lo hubierais pedido. No puedo creer que nadie sea capaz de exigirle a alguien que mantenga una promesa hecha cuando uno era demasiado joven o estaba demasiado borracho para saber qué significaba… cuando esa persona no tenía ni idea de todas las maravillas que la vida puede ofrecer. ¿No tenéis pesares? ¿Nunca habéis deseado dejarlo?
Félix no estaba seguro de que Gotrek lo hubiera liberado de su juramento. Como todos los enanos, el Matador era inflexible cuando se trataba de hacer honor a una promesa. No obstante, ella tenía razón: había algo más que la promesa.
—Sí que tengo pesares —dijo él, al fin—. Y sí que quise dejarlo. Muchas veces. En un caso, incluso convine en abandonarlo. —Lo recorrió un estremecimiento al recordar las circunstancias—. Aunque al final no lo hice. Por otro lado, siguiendo al Matador he visto más mundo del que habría visto escribiendo poemas en Altdorf, y aunque a menudo ha sido peligroso, y he estado a punto de perder la vida en más ocasiones de las que puedo contar, no creo que pudiera cambiar eso por una vida más segura. Ya no. Creo que me he vuelto adicto a la emoción.
—Bueno, esa parte, al menos, os la envidio —dijo la vidente—. Aunque no el hecho de que no podáis llamar «vuestra» a la vida que lleváis. No tener la posibilidad de decir «quiero ir por este camino» o «quiero intentar esto» o «quiero hablar con esta persona», porque habéis jurado obligar vuestra vida a la de otro por todos los tiempos me parece… ¡insoportable! ¡No sé cómo podéis sobrellevarlo!
Félix parpadeó mientras la observaba. ¿Estaba hablando aún de él, o de sí misma?
—En efecto, es duro —dijo él—, hacer un juramento que luego se lamenta, pero un hombre de honor… o una mujer de honor, ya que estamos…
—Fraulein Pallenberger —dijo una voz.
Ambos alzaron la mirada.
Max Schrieber se encontraba en la puerta y los miraba con ojos fríos.
—Pensaba que habíais regresado al barco para buscar los guantes.
Claudia le dedicó una brillante sonrisa.
—Y los he encontrado, magíster Schrieber —respondió, al tiempo que alzaba un par de guantes largos de color marrón claro—. Pero luego vi a herr Jaeger aquí, solo, y pensé que podría tomar un té con él.
—Habéis perdido el almuerzo —dijo Max, que hablaba como un director de colegio malhumorado.
—A veces, una conversación puede llenar más que una comida, magíster —replicó ella, mientras se levantaba. Se volvió hacia Félix y le tendió una mano, al tiempo que le dedicaba una afectada sonrisa conspiradora—. Gracias por vuestra compañía, herr Jaeger —dijo—. Resulta muy refrescante hablar de vez en cuando con alguien que aún comprende los anhelos de la juventud debido a sus propios conocimientos y experiencias.
—El placer ha sido todo mío, fraulein. —Al inclinarse para besar la mano, Félix desvió la mirada hacia Max. El hechicero le lanzaba dagas con los ojos. Claudia apretó los dedos de Félix antes de soltarlo.
Jaeger suspiró mientras ella se reunía con Max y ambos daban media vuelta para marcharse. ¿Es que ese viaje no acabaría nunca?
Se sentó y volvió a sus viajes con Gotrek.
El viaje acabó, por fin, siete días después, aunque a Félix se le hizo muy largo. Con Claudia saliéndole al encuentro desde cada rincón, y Max mirándolo con expresión ceñuda desde todas las puertas, se sentía como un hombre acosado cuando el barco fluvial llegó a Marienburgo, así que desembarcó con un suspiro de alivio en los muelles, envueltos en la niebla.
Él y Gotrek se alojaron en una posada que le había recomendado su padre, llamada Las Tres Campanas, situada en el bullicioso barrio de Handelaarmarkt, un lugar de oficinas de fletes, locales gremiales y asociaciones de comercio. Félix le envió un mensaje a Hans Euler para decirle que deseaba reunirse con él por un asunto de negocios. Mientras aguardaba la respuesta, continuó leyendo el primer volumen de Mis viajes con Gotrek, que estaba resultando ser mejor de lo que él había temido. De vez en cuando se sorprendía asintiendo ante un determinado giro en una frase, y pensando que de joven era mejor escritor de lo que él había pensado.
Gotrek se había instalado de inmediato en una mesa del fondo del largo y estrecho salón de la posada, y procedido a beber hasta llegar a un estado de estupor, igual que había hecho en la taberna de El Grifo de Altdorf. Félix suspiró al verlo. Era como si al Matador le hubieran drenado completamente la vida, y sólo quedara un cuerpo vacío que nada recordaba de su vida anterior, salvo beber. Repelida la invasión de Archaon, ¿quedaba algo que pudiera sacar a Gotrek de su melancolía? ¿O pasaría el resto de su vida viajando de una taberna a otra, tan desdichado en una como en todas?
Aunque a menudo protestaba cuando se veía obligado a seguir al Matador hacia el peligro, tampoco le gustaba mucho esta perspectiva que, sin duda, no tenía nada de épica.
A la mañana siguiente, cuando Félix bajó de su habitación en busca del desayuno, el posadero le entregó una nota. Era de Hans Euler. Félix la abrió y leyó:
Herr Jaeger:
Os saludo muy cordialmente y os comunico que me sentiré muy complacido de reunirme hoy con vos, dos horas después de mediodía, en mi casa de Kaasveltstraat, en el barrio de Noordmuur.
Vuestro, Hans Euler Félix quedó muy satisfecho, si bien un poco sorprendido, ante la rapidez y cortesía de la respuesta. Por lo que su padre había dicho de aquel hombre, había esperado que le diera largas o que lo rechazara sin más. Envió un mensajero para comunicar que estaría allí a las dos, y fue a buscar a Gotrek.
No tuvo que ir muy lejos. El Matador se encontraba ante la misma mesa donde Félix lo había dejado la noche anterior, con la mirada fija en el vacío y una jarra enorme en un puño. Daba la impresión de que, una vez más, no había subido a la habitación que compartían. Félix le pidió a la moza de la taberna que le llevara el desayuno, y a continuación fue a reunirse con el Matador. Gotrek continuó con los ojos clavados ante sí. Félix carraspeó.
—Euler ha accedido a reunirse hoy conmigo —dijo. —¿Quién? —preguntó Gotrek con su voz tronante, sin volverse.
—Hans Euler. El hombre a quien he venido a ver. —Ah. —Gotrek vació la jarra y luego hizo una mueca—. Por Grungni, esto es terrible. Sabe a pescado. —Le hizo un gesto a la moza para que le llevara otra.
—Tenía la esperanza de que me acompañaras.
—¿Por qué?
—Bueno, porque Euler podría ponerse difícil. Puede que necesite un poco de ayuda para convencerlo de que me entregue la carta.
El único ojo de Gotrek se alzó hacia Félix, que vio agitarse en él un asomo de interés.
—¿Una pelea?
—Espero que no, pero es posible. Sobre todo, quiero que os vea a ti y a tu hacha mientras hablo con él.
Gotrek lo meditó y se encogió de hombros.
—Me parece demasiada molestia. Me quedaré aquí a beber.
Félix estuvo a punto de atragantarse. ¿El Matador le volvía la espalda a un posible enfrentamiento? Había llegado realmente el fin de los tiempos.
—Pero si no te gusta la cerveza. Sabe a pescado.
—Sigue siendo cerveza —replicó Gotrek, y volvió a fijar la mirada en la pared.
Félix suspiró. Era verdad que quería que Gotrek lo acompañara. Había pocas cosas más intimidantes que un Matador, y Gotrek era un ejemplar de lo más impresionante. Podría suponer la diferencia entre el éxito y el fracaso de sus negociaciones. Se inclinó hacia delante.
—Escucha, Gotrek, no puedo marcharme de Marienburgo hasta que haya resuelto este asunto. Si no me ayudas, podría tardar semanas… semanas de beber cerveza que sabe a pescado. Por otro lado, si me acompañas, podríamos conseguir la carta hoy mismo, y ponernos en camino para regresar a Altdorf donde la cerveza no sabe a pescado. ¿Qué te parece?
Mientras Gotrek meditaba esto, la moza les llevó la siguiente cerveza del enano y el desayuno de Félix. Gotrek cogió la jarra en cuanto se la dejó delante, se la llevó a la boca y se detuvo, con la nariz fruncida. Gruñó, bebió de todos modos, y luego dejó la jarra sobre la mesa mientras tragaba con cierta dificultad.
—De acuerdo, humano. Te acompañaré.
Kaasveltstraat era una calle de ricas residencias en medio del barrio discretamente próspero de Noordmuur, flanqueada a ambos lados por bellas casas de tres pisos de piedra y ladrillo, todas provistas de una escalinata de mármol blanco que ascendía hasta una sólida puerta de madera; en la fachada se abrían ventanas con cristales en forma de diamante que destellaban bajo el gélido sol de la tarde. La casa de Hans Euler estaba en el lado este de la calle, de espaldas a un canal, y los pisos superiores sobresalían por encima del agua. Todo parecía muy sólido y respetable, muy diferente de la apariencia que Félix había imaginado que tendría la morada del hijo de un pirata.
Gotrek se encontraba detrás de él e intentaba rascarse una zona que le picaba debajo de la escayola; avanzó hasta la puerta para llamar, y vaciló. No anhelaba lo que vendría a continuación. Ese tipo de situación siempre lo hacía sentir mal. ¿Por qué estaba haciendo esto, para empezar? Nunca le habían importado los asuntos empresariales de su padre. No le importaba si su padre perdía una parte de la empresa a favor de otra persona. Por lo que a Félix concernía, podía consumirse en llamas. Estaba medio decidido a regresar a la posada y olvidarlo todo.
Pero no lo hizo. Por el contrario, maldijo por lo bajo y llamó a la puerta. La familia era una trampa más pegajosa que la tela de cualquier araña.
Pasado un momento, un pulcro mayordomo menudo, ataviado con un jubón negro de cuello alto, abrió la puerta. Llevaba un perfecto rizo de aceitoso pelo negro pegado a la frente, y sus labios se fruncieron con desdén mientras miraba a Félix de arriba abajo.
—Oui? —dijo.
—Soy Félix Jaeger, he quedado con Hans Euler —replicó Félix—. Él es mi compañero, Gotrek Gurnisson.
Los ojos del mayordomo se abrieron un poco más al ver a Gotrek, pero luego recobró la compostura, y ejecutó una reverencia que implicó más movimientos que una partida de ajedrez.
—Por favor, entrad, messieurs. Monsieur Euler los espera.
Félix y Gotrek entraron en un vestíbulo forrado con paneles de madera, que tenía una estrecha escalera de caracol a un lado y una puerta por la que se accedía a un amplio salón situado al fondo. Había un mirador que daba sobre el canal.
Félix examinó la casa mientras el mayordomo cerraba la puerta tras ellos. Era pequeña, pero ricamente amueblada. Oscuros cuadros de hombres con apretadas gorgueras atestaban las paredes, y costosas alfombras estalianas cubrían los suelos de madera pulimentada. Todo esto le decía a Félix que Hans Euler no estaba a la altura de su padre, pero a pesar de todo era un hombre rico.
—¿Vuestra espada, señor? —dijo el mayordomo, que entrechocó los talones al tiempo que hacía otra reverencia.
Félix abrió la hebilla del cinturón y se lo entregó con la espada rúnica envainada.
El mayordomo hizo otra reverencia y se volvió hacia Gotrek.
—¿Y el hacha, monsieur enano?
Gotrek se limitó a mirarlo fijamente con su único ojo.
El mayordomo le sostuvo la mirada durante un breve instante. Pareció que estaba a punto de volver a hablar, y luego lo pensó mejor. Hizo una convulsiva reverencia y dio media vuelta, pálido.
—Carece de importancia —tartamudeó—. Con sólo un brazo, ¿cómo ibais a poder usarla?
Félix podría haberlo informado mejor, pero lo dejó correr.
El mayordomo guardó la espada de Félix dentro de un pequeño armario que había junto a la puerta, y luego les hizo una reverencia más al tiempo que les indicaba la escalera.
—¿Los messieurs me acompañarán por aquí?
Lo siguieron hasta el primer piso, donde se detuvo ante una puerta situada justo en lo alto de la escalera de caracol, y llamó con los nudillos. Se oyó una voz apagada, y abrió.
—Félix Jaeger y su acompañante, monsieur—dijo, hacia el interior de la habitación, luego hizo una reverencia y se apartó a un lado para dejar pasar a Félix y Gotrek.
Entraron por el centro de una larga sala que tenía altas ventanas de cristales en forma de diamante a lo largo de una pared. Era una sala mucho más luminosa que la que tenía debajo. Frente a la puerta crepitaba el fuego de un pequeño hogar. A la izquierda había un conjunto de gráciles sillas bretonianas dispuestas en torno a una mesa baja, y a la derecha se veía un lujoso escritorio, detrás del cual, montada sobre un aparador de madera de cerezo, había una caja fuerte de hierro hecha por enanos que desentonaba por su pragmatismo en aquel entorno por lo demás sofisticado.
De pie junto al escritorio y con una expresión de bienvenida en el amable rostro redondo, estaba el hombre de aspecto menos práctico que Félix hubiera visto jamás. Era grueso, bajo y en proceso de quedarse completamente calvo, con una nariz informe y bondadosos ojos azules. Sus ropas de corte conservador eran del más costoso paño fino de Middenland, y con una de sus regordetas manos sujetaba un bastón con empuñadura de plata. Parecía más un comerciante que un pirata.
«Tal vez —pensó Félix—, en estos tiempos modernos no hay mucha diferencia entre ambos.»
—Messieurs, herr Euler —dijo el mayordomo.
La cálida sonrisa de herr Euler vaciló al ver las toscas ropas de viaje de Félix, y se borró del todo cuando Gotrek, medio desnudo y tatuado, atravesó la estrecha puerta.