Mataelfos (3 page)

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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

BOOK: Mataelfos
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—¡Cobardes! —gritó Gotrek—. ¡Bajad a luchar!

El Matador intentó cortar la cuerda con el hacha, pero antes de que pudiera asestar el tajo un adoquín impactó en su cara. Gruñó y se volvió, con la frente chorreando sangre.

Félix giró sobre sí mismo, mientras se le oscurecía la visión a causa de la falta de aire. De las sombras salió corriendo un grupo de hombres agachados que empuñaban porras, redes y sacos. Gotrek les dirigió un tajo de hacha, pero un tirón de la cuerda que le sujetaba el brazo escayolado hizo que fallara, y los hombres lo rodearon por todas partes para lanzarle cuerdas y redes.

Una porra le dio a Félix un golpe de soslayo en la parte posterior de la cabeza, mientras se manoteaba el cinturón en busca de la daga. Otra le golpeó un hombro. Les lanzó patadas a los atacantes, pero perdió el equilibrio y se fue hacia un lado, momento en que la totalidad de su peso quedó aguantado por la cuerda. El dolor y la falta de aire hicieron que ante sus ojos danzaran puntos negros. Puños y porras lo golpeaban desde todas partes. Los ojos de los hombres eran salvajes y estaban muy abiertos, con los labios negros y húmedos de saliva. Parecía haberlos a decenas.

Tres hombres que tenían un saco abierto llamaban a otros.

—¡Levantadlo! ¡Rápido!

Félix oyó golpes y chasquidos, y los hombres se apartaron de Gotrek, sangrantes y vapuleados, pero al punto otros se cernieron sobre él para golpearlo y envolverlo. Gotrek tenía el hacha inmovilizada a un lado.

—¡Soltadme, malditos gusanos! —rugía el Matador. En ese momento pateó con ambos pies y cayó sentado sobre la porquería del callejón, al tiempo que lanzaba de espaldas a sus torturadores. Aprovechó la oportunidad para tirar bruscamente de la cuerda que le sujetaba el brazo escayolado. Se oyó un chillido procedente de lo alto, y de los pisos superiores de la posada El Grifo se precipitó una figura que fue a caer con un golpe sordo sobre un tejado más bajo, del otro lado del callejón. La cuerda quedó floja.

Los hombres volvieron a acometer a Gotrek mientras sus compañeros alzaban a Félix y lo llevaban hacia la boca del saco. Pero el Matador tenía ahora una mano libre. La escayola mugrienta salió disparada para estrellarse contra varios hombres. Gotrek se levantó y se quitó las redes que lo atrapaban mientras sus agresores retrocedían con paso tambaleante.

Con todo, intentaron inmovilizarlo antes de que lograra liberar el hacha, pero la hoja rúnica, afilada como una nava-

ja, libre ya de las últimas redes destripó al primer hombre que tuvo al alcance. Este retrocedió, las entrañas se derramaban entre sus manos mientras intentaba sujetarlas, y se estrelló contra los hombres que estaban metiendo a Félix dentro del saco.

El que sujetaba a Jaeger por el brazo izquierdo salió despedido hacia un lado. Félix aprovechó la oportunidad para desenvainar la daga que llevaba al cinturón. Sus captores se acobardaron y gritaron, pero no eran ellos el objetivo de Félix. Hizo con el arma un barrido por encima de la cabeza y cortó la delgada cuerda que lo estrangulaba. Al verse cargados inesperadamente con todo su peso, los hombres lo dejaron caer y se estrelló contra la mugre del callejón.

—¡Lo tengo! —gritó un hombre, cuando consiguió sujetar la mano con que Félix empuñaba la daga.

Pero la otra mano de Félix encontró la espada y le asestó un golpe con ella. El hombre chilló cuando la hoja le abrió un corte en un hombro, y se apartó mientras la sangre le empapaba la ropa harapienta. Los otros acometieron a Félix con palos y porras, pero él respondió con tajos de Karaghul que los hicieron retroceder, con graves heridas.

Félix se alzó sobre sus piernas inseguras, con la visión borrosa y escaso equilibrio. Blandió la espada débilmente ante sí mientras dejaba caer la daga y llevaba la otra mano hasta la cuerda gris que aún se le hundía en el cuello. Al fin logró quitársela y se llenó los pulmones con una pletórica y dolorosa inspiración.

La visión se le aclaró un poco cuando la sangre afluyó, palpitante, al interior de su cabeza. Miró en torno. Por todas partes yacían cadáveres ensangrentados, algunos con manos o brazos de menos. Los atacantes que quedaban corrían hacia ambos extremos del callejón. Gotrek persiguió a la docena aproximada que huía hacia el patio de la posada, y les gritó que dieran media vuelta y lucharan. Félix lo siguió con paso tambaleante, mientras intentaba obligar a sus piernas a obedecer sus órdenes. Era como si fueran de gelatina.

¿Quiénes eran esos hombres? ¿Y qué querían de ellos? Era imposible que se tratara de un ataque casual. ¿Acaso eran miembros de la Llama Purificadora que buscaban venganza? ¿Serían esclavos de las vampiresas Lahmianas que habían jura-

do vengarse de ellos? De ser así, ¿por qué habían intentado capturarlos en lugar de matarlos? Félix se estremeció al imaginar qué podrían hacerle esas tres arpías si lo tuvieran indefenso. Una muerte sangrienta en un callejón oscuro sería algo infinitamente preferible.

Félix entró trastabillando en el patio de El Grifo, un fangoso trozo de tierra con los establos y retretes a un lado, y un carro de cerveza vacío al otro. Gotrek estaba desapareciendo a través de una puerta trasera, arrastrando aún un trozo de cuerda que le rodeaba el brazo escayolado.

Félix fue a la carrera tras él. Los misteriosos atacantes giraban en una esquina que había más adelante, hacia otro estrecho callejón.

—¡Volved aquí, alimañas! —rugió Gotrek.

Los hombres no le hicieron caso.

—¿Sabes de qué va esto? —preguntó Félix mientras corrían hacia el callejón, tras ellos—. ¿Quiénes son?

—Los que derramaron mi cerveza —jadeó Gotrek.

Persiguieron a los atacantes a través de un laberinto de callejas que, aunque era mediodía, estaban oscuras como si fuera de noche debido a la altura de los edificios que las rodeaban. A Félix le sorprendió descubrir que, a pesar de que a él le faltaba el aire y Gotrek tenía las piernas cortas, mantenían con facilidad la misma velocidad que los hombres. Parecían estar en muy baja forma, débiles y confundidos; daban traspiés, gemían y chocaban unos con otros en la huida.

Por desgracia, no constituían el único peligro. Cuando Félix y Gotrek giraron en otra esquina, otro dardo atravesó la cresta del Matador y rebotó en la pared del callejón. Miraron hacia arriba. Una silueta oscura se trasladó de un tejado a otro a una velocidad vertiginosa y desapareció detrás de una chimenea. Por la mente de Félix pasaron visiones de Ulrika desplazándose por los tejados de Nuln. ¿Sería ella? ¿Otra de las Lahmianas? Eran los únicos enemigos que se le ocurrían que pudieran saltar de ese modo.

Gotrek y Félix salieron bruscamente del estrecho callejón a un concurrido mercado. Félix lo recordaba de su juventud. El Huhnmarkt, un mercado de aves de corral donde el cocinero de su padre compraba pollos y patos. Los atacantes se abrían paso a empujones a través de la masa de sirvientes que compraban y vendedores que gritaban, y dejaban tras de sí una estela de caos. Derribaban jaulas de pollos y gansos, y los hueveros y carniceros agitaban puños y cuchillas amenazadores hacia ellos. Gotrek se lanzó tras los fugitivos sin hacer caso de nada, pisoteando jaulas caídas y derribando más en la tenaz persecución. Félix apretó los dientes y lo siguió, con las orejas ardiendo al oír los furibundos gritos que los seguían.

—¡La guardia! —gritó una mujer—. ¡Que alguien llame a la guardia!

El grito fue repetido por todas partes en torno a ellos.

Cuando estaban en medio de la plaza, los hombres andrajosos ralentizaron la marcha, atrapados entre una muralla de jaulas y un carro que descargaba más. Antes de que pudieran pasar, Gotrek cayó sobre ellos, clavó el hacha en la espalda del último y cogió al siguiente. Acorralados, se volvieron para luchar y los acometieron con sus toscas armas y con todo lo que encontraron a mano.

En su mayor parte, esto último fueron pollos. Pollos en jaulas, pollos fuera de las jaulas, pollos muertos, pollos vivos y pollos cayeron sobre Gotrek y Félix en una tormenta que cacareaba y chocaba con golpes sordos. Félix y el Matador los apartaban a un lado con la espada, el hacha y la escayola, destrozando jaulas y matando aves al intentar llegar hasta sus enemigos. Por todas partes volaba sangre, plumas y astillas de madera.

Félix se agachó para esquivar una jaula de gansos frenéticos y ensartó a un hombre armado con un garrote tachonado de púas de hierro, para luego acometer a otro que se había apoderado de una cuchilla de carnicero y la blandía enloquecidamente hacia él. Desde que el lazo se le había cerrado en torno al cuello, era la primera vez que podía echarles una mirada clara a los atacantes. Y descubrió que eran realmente extraños.

Eran, hasta el último, tan harapientos y degenerados como cualquier mendigo con el que hubiera tropezado Félix, con pelo y barba enredados, piel mugrienta, ropa andrajosa… pero lo que alarmó de verdad a Jaeger fueron las caras. Sus ojos destellaban con un entusiasmo antinatural, y babeaban constantemente, espesos hilos de baba negra que les manchaban los labios, las encías y la ropa.

Aunque eran débiles y flacos como alambres, peleaban con un febril entusiasmo que hacía que sus ataques resultaran difíciles de predecir. ¿Estarían drogados? ¿Serían fanáticos de un dios? ¿Estaban esclavizados por algún amo maligno? Félix habría podido sentir lástima por su miserable estado de no haber sido porque habían estado a punto de estrangularlo, e incluso en ese momento trataban de dejarlo sin sentido de un golpe. Le abrió un corte en los nudillos al hombre de la cuchilla. Aunque la herida llegó hasta el hueso, el hombre apenas pareció sentirla y volvió a acometerlo.

Félix respondió con una estocada que se clavó en un hombro de su contrincante; el hombre gritó y cayó a un lado. Félix miró a Gotrek. El Matador estaba rodeado de cuerpos, y otros dos hombres caían ahora ante él, con calamitosas heridas de las que manaban chorros de sangre. Otros tres hombres enloquecidos saltaron sobre él por detrás, lanzando lamentos como condenados. Gotrek giró sobre sí mismo y abrió en canal a uno, y luego cogió al segundo por el cinturón y lo arrojó hacia otro enemigo. Ambos se estrellaron contra un tenderete, derribaron el techo de lona y cayeron sobre sacos de plumas mientras el carnicero y sus aprendices se apartaban. Una explosión de plumas inundó el aire.

Otros dos hombres cargaron contra Félix a través de la arremolinada nube. Éste cortó fácilmente las porras con la espada rúnica, y con la misma facilidad atravesó músculo y hueso con el golpe de retorno. Sus enemigos cayeron ante él, gritando.

Félix miró en torno, alerta, pero la lucha había concluido. En medio del destrozado tenderete, Gotrek se erguía tras haber decapitado al último de los hombres. Se enjugó la sanguinolenta frente con el dorso de su mano ensangrentada.

—A ver si ahora puedo beber en paz —le gruñó a un cadáver.

El Matador estaba cubierto de sangre, sudor y plumas, de la cabeza a los pies. Estas últimas también se adherían a la sangre colgada en el hacha, en su cara y hombros, y se le pegaban en la barba, la cresta y las cejas. Félix bajó los ojos hacia sus propias manos y se dio cuenta de que debía tener el mismo aspecto. Estaban recubiertos de plumas blancas y marrones. Tenía plumas dentro de la boca y la nariz. Tenía plumas pegadas a las pestañas…

—A ver, ¿qué es todo esto? —dijo una voz detrás de él.

Félix y Gotrek se volvieron. Una patrulla de la guardia de la ciudad atravesaba la nube de plumas que aún no se habían posado en el suelo, encabezada por un alto capitán nervudo que recorría con la mirada el desastre como un director de escuela disgustado.

—¡Por la sangre de Sigmar! —dijo, al encontrar el cuerpo de uno de los extraños hombres—. ¡Se ha cometido un asesinato! ¿Quién es responsable de esto?

Todos los presentes en la plaza señalaron a Gotrek y a Félix.

—¡Han sido ellos! —gritó una mujer voluminosa que llevaba delantal e iba arremangada—. ¡Han perseguido a estos pobres mendigos y los han hecho pedazos!

—¡Esos villanos han destrozado mi tenderete! —gritó un vendedor.

—¡Han matado a mis pollos! —se quejó otro.

—¡Han roto todos mis huevos! —gimoteó un tercero.

—Capitán, puedo explicarlo —dijo Félix, acercándose.

Pero el capitán retrocedió y les hizo un gesto a sus hombres para que se pusieran en guardia. De repente, Félix se encontró ante un haz de espadas.

—Os quedaréis donde estáis, asesino —dijo el capitán, y sacudió la cabeza—. Nueve, diez, once muertos. ¡Por todos los dioses, qué masacre!

—Nos atacaron —dijo Félix—. Nos defendimos.

El capitán no pareció creerlo.

—Podréis presentar vuestros argumentos al comandante Halstig, en el cuartel de la guardia. Ahora entregad las armas y unid las manos a la espalda.

Gotrek bajó la cabeza con aire amenazador.

—Ningún hombre me quita el hacha.

—Gotrek… —dijo Félix.

El capitán sonrió burlonamente.

—La resistencia sólo empeorará las cosas para vos, enano. —Les hizo un gesto a sus hombres para que avanzaran—. Quitádsela.

Gotrek adoptó una postura de lucha mientras los hombres se le aproximaban con cautela.

—Si lo intentáis, moriréis.

—Gotrek —dijo Félix, desesperado—. No puedes luchar contra la guardia. No son nuestros enemigos.

—Si intentan quitarme el hacha, lo son —gruñó el Matador.

Félix se interpuso entre Gotrek y los guardias, con las manos alzadas.

—Caballeros, por favor. Si nos permitís conservar las armas, os acompañaremos pacíficamente. Os lo prometo.

—¿Y qué valor tiene la promesa de un asesino? —preguntó el capitán—. Entregad las armas de inmediato.

Félix retrocedió cuando avanzaron los guardias. Miró por encima de un hombro.

—Gotrek, por favor.

—Hazte a un lado, humano.

Un guardia joven alzó la espada hacia Félix, con ojos nerviosos.

—Vuestra espada. Ahora.

Félix retrocedió otro paso.

—No… no puedo.

Los guardias avanzaron un paso más, acortando la distancia.

—No seáis estúpido… —dijo el guardia joven. De pronto, lanzó un grito ahogado y se llevó la mano al cuello, en el que tenía clavado un dardo negro, justo por encima del borde del peto. Se le pusieron los ojos en blanco y cayó al suelo.

Los otros guardias retrocedieron de un salto, gritando, sin saber qué había sucedido. Félix también retrocedió, se acuclilló y recorrió con la mirada los tejados que rodeaban la plaza. Otro dardo pasó junto a él. Gotrek lo desvió con el hacha. Se estrelló con un golpe sordo contra la lona del tenderete derribado, y la punta destelló, negra y mojada.

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