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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

Matahombres (25 page)

BOOK: Matahombres
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—¿Quién os ha enviado?

El hombre le escupió, con los ojos encendidos de ardor fanático.

—¡Estás muerto! —dijo—. ¡La llama te consumirá! ¡A ti y a todos los de tu raza! —Se lanzó deliberadamente hacia adelante para clavarse la espada de Félix en el cuello, y rió entre gárgaras mientras la sangre manaba a borbotones—. ¡La transformación se avecina! —siseó, y luego se desplomó de espaldas, ya muerto.

Félix se estremeció. Igual que el que se había matado contra el hacha de Gotrek. El fanatismo de aquellos hombres era atemorizador. Al menos, ahora sabía quién los había enviado.

—¿Se ha acabado? —preguntó Otto, que se asomó fuera del carruaje.

Félix asintió con la cabeza.

—Se ha acabado.

Se arrodilló junto a Olaf. El guardaespaldas apenas respiraba. Yan se agachó, y lo levantaron entre ambos.

Otto abrió la portezuela del carruaje, y lo tendieron en el suelo.

—A la casa del doctor Koln, Manni —dijo—. De prisa.

Cuando Yan subió al estribo de detrás, Félix entró en el carruaje. Volvió a sentarse con un suspiro cansado y cerró los ojos. Él vehículo partió bruscamente y le causó dolor en la herida. Gruñó de dolor y abrió los ojos.

Otto posaba sobre él una mirada feroz.

—Esto no ha sido un simple asalto —dijo—. Iban por nosotros. ¡Por ti!

—Lo siento, Otto —dijo Félix—. Yo…

Otto no lo escuchaba. Estaba demasiado enfadado.

—Esto tiene algo que ver con el hijo de Gephardt, ¿verdad? ¡Por eso querías ir al Wulf's! No tenías ningún interés en hablar conmigo sobre la posibilidad de trabajar en la compañía. ¡Estabas corriendo una de tus aventuras, y me enredaste en ella! ¡Por Sigmar! ¡Podrían haberme matado! —De repente, su rostro palideció—. ¡Dioses! ¡Aún podrían hacerlo! Gephardt tiene que haberme reconocido del mismo modo que lo reconocí yo a él. Vendrá por mí. ¡Irá por Annabella y Gustav! —Los ojos de Otto ardían de furia, y sus redondas mejillas estaban rojas—. ¡Cómo te atreves! ¡Cómo te atreves a poner en peligro a mi familia con tus dementes bufonadas!

Félix bajó la cabeza.

—Lo lamento, Otto. No pensé que…

—¡Está claro que no pensaste! —gritó Otto—. ¡Estás loco! ¡Largo! ¡Lárgate y no vuelvas!

—Yo…

Félix se sentía como si un demonio le estuviera retorciendo los intestinos con ambas manos. Era verdad. No había pensado…, no hasta que ya fue demasiado tarde. Había estado tan concentrado en encontrar a los dirigentes de la Llama Purificadora, que no había considerado del todo las consecuencias que sus actos podrían tener para quienes lo rodeaban. No importaba que Otto no supiera nada. Los adoradores del Caos lo habían visto con Félix, y supondrían que era una amenaza.

—Al menos, permíteme que te acompañe hasta tu casa —pidió—. Podrían volver.

—¡No! —le contestó Otto—. No te quiero cerca de mí ni… —Vaciló, sus ojos se desviaron con nerviosismo hacia la ventanilla del carruaje, y entonces asintió—. De acuerdo, hasta mi casa. Pero no vuelvas nunca más. No te dejaré pasar de la puerta.

—Lo entiendo —replicó Félix con tristeza.

No podía discutírselo. Otto tenía razón. A dondequiera que fuera, llevaba consigo el desastre y la destrucción. Primero incendiaba todo un vecindario, y ahora ponía a la familia de su hermano en peligro de muerte. ¡El héroe de Nuln, en efecto!

* * *

Dejaron a Olaf en casa del médico —y Otto aguardó con impaciencia mientras el anciano cosía también la herida de Félix, le aplicaba ungüento y la vendaba—, y luego continuaron el camino apresuradamente, bajo nubes que amenazaban lluvia pero hicieron poco más que escupir.

Cuando el carruaje se detenía ante la casa de Otto, se abrió la puerta principal y salió Gustav, con una capa impermeable sobre los ropones de estudiante. Llevaba una linterna en una mano y un cartapacio en la otra.

Otto casi saltó afuera del vehículo.

—¡No! —dijo, agitando las manos—. ¡Vuelve a entrar en casa! ¡No vas a salir!

—¿Qué? —preguntó Gustav—. No seas ridículo, padre. Sólo voy a…

—¡No! ¡No irás a ninguna parte!

—Pero…, pero ¿por qué?

—¡Porque tu tío —dijo, y se volvió para lanzarle una mirada furiosa a Félix, que salió del vehículo tras él—, nos ha convertido en blanco de unos locos con los que está enemistado!

Gustav frunció el ceño.

—No lo entiendo.

—Yo tampoco —dijo Otto—, ni quiero entenderlo. En un momento dado, está haciéndome preguntas sobre un hijo de Linus Gephardt, y al siguiente nos atacan en la calle unos…

—¿Un hijo de Gephardt? —preguntó Gustav, con las cejas fruncidas—. ¿Te refieres a Nikolas? ¿Qué tiene que ver Nikolas con…?

—¿Lo conoces? —preguntó Félix, ansioso.

—¿A Nikolas? Es compañero mío de la universidad. —Gustav sonrió con desdén—. Se cree un gran folletista. He leído prosa mejor en un libro de contabilidad.

—¿Sabes dónde vive? —continuó Félix.

—Vive en casa de su padre, justo…

—¡No! —gritó Otto—. ¡Te lo prohíbo! ¡No lo ayudarás! —Se volvió a mirar a Félix y señaló la calle con un dedo tembloroso—. Ya nos has causado bastante daño. Vete. Vete y no vuelvas.

Félix asintió con tristeza.

—Muy bien. —Saludó a su hermano con una inclinación de cabeza—. Lo lamento, Otto. Y haré todo lo que pueda para arreglar esto.

—No quiero saber nada más —respondió Otto—. Simplemente, márchate. ¡Márchate!

Félix suspiró y echó a andar calle abajo, hacia la puerta del Neuestadt, con la mente hirviendo de culpabilidad, cólera y determinación de cumplir la promesa hecha a Otto y arreglar las cosas por lo que respectaba a él y su familia. La lluvia se hizo más intensa. Se subió la capucha de la elegante capa nueva. Al menos, continuaba estando de una pieza.

Capítulo 11

Félix salió al tejado del Colegio de Ingenieros; las palabras de su hermano aún le resonaban dentro de la cabeza. La brillante luz de los faroles desterraba la noche y hacía que el verde rejado plano de cobre, con su perímetro almenado, pareciese una isla en un negro mar infinito. Las gotas de lluvia que pasaban en línea oblicua ante los faroles parecían pequeños cometas.

Los estudiantes sacaban rodando barriles de pólvora por la puerta de la escalera y los apilaban en varios montones debajo de la Espíritu de Grungni, que flotaba por encima de ellos como una nube de hierro. Un torno estaba subiendo una red llena de barriles a través de una trampilla abierta en el vientre de la barquilla. Había otra red extendida sobre el tejado, y estaban colocando los barriles en el centro. Más allá de toda esta actividad, había un girocóptero que parecía un marchito cadáver de insecto, al que unas cadenas retenían posado en el tejado.

Malakai se encontraba junto a la red, donde supervisaba la carga. Gotrek estaba con él. Félix se les acercó, cojeando. No le pasaba nada en las piernas, pero tenía tan rígido el costado herido que apenas si podía caminar erguido. Le latía con un fuerte dolor sordo e insistente. Lo único que quería hacer era insensibilizarse la mente con cerveza e intentar dormir, pero era necesario informar al Matador sobre los acontecimientos de la noche.

Los dos enanos alzaron la mirada cuando se aproximó.

—Buenas noches, joven Félix —dijo Malakai.

—Debes de haber averiguado algo —dijo Gotrek—. Has estado luchando.

—Sí —asintió Félix—, he averiguado lo estúpido que puedo llegar a ser. —Miró distraídamente los barriles que estaban desapareciendo por la trampilla—. No me atrevo a esperar que hayáis recuperado la pólvora en mi ausencia.

Malakai negó con la cabeza.

—Esta es la pólvora nueva, comprada con el dinero del señor Pfaltz-Kappel. Pero ¿qué te ha sucedido a ti?

Félix suspiró.

—Fui al Wulf's. Uno de los adoradores del Caos con los que luchamos anoche llevaba…

—Sí, un colgante en forma de cabeza de lobo. Ya lo sé —dijo Malakai—. Gurnisson me contó todo lo que sucedió en la bodega. No es necesario que me lo expliques. Continúa.

Félix frunció el entrecejo, intranquilo. ¿Cuánto le había contado Gotrek? ¿Había mencionado a Ulrika? Eso no le gustaría a la condesa Gabriella. Bueno, no podía preguntárselo a Gotrek en presencia de Malakai, ¿no? Tosió y continuó.

—Bueno, en el club vi a un hombre que tenía una mano quemada. Por desgracia, él también me vio, y envió a unos cuantos asesinos para que nos tendieran una emboscada a mi hermano y a mí cuando me traía hacia aquí en su carruaje. Se produjo una pelea. Mi hermano…, mi hermano me ha dicho que no vuelva nunca más a su casa.

—¿Y por qué, si se puede saber? —preguntó Malakai.

—Me culpa por haberlo implicado y por llevar problemas a su casa. —Félix suspiró cuando las dagas de la culpabilidad volvieron a clavársele y causarle un dolor casi tan intenso como el tajo que tenía en el costado—. Y tiene razón. Debería haber hallado alguna otra manera de entrar en el Wulf's. Ahora, la Llama Purificadora también va tras él. Temo haberlos condenado a una muerte que me estaba destinada sólo a mí.

Gotrek y Malakai bufaron al mismo tiempo.

—Hombres —gruñó Gotrek, despectivamente.

—Un enano habría sumado su hacha a la de su hermano, y habría enfrentado a los enemigos junto a él —dijo Malakai.

—¿Atrapaste a ese hombre de la mano quemada? —preguntó Gotrek.

—No —respondió Félix—, pero averigüé su nombre, y dónde vive.

—Bien —dijo Gotrek, y giró hacia la escalera—. Vamos.

—¡Gurnisson! —le espetó Malakai—. No seas burro. ¿No ves que el muchacho necesita tumbarse un ratito?

Gotrek se detuvo y se volvió para dirigirle una feroz mirada a la camisa empapada de sangre de Félix. Parecía ofendido porque Félix se hubiera dejado herir.

—No hay tiempo. Esos estúpidos podrían usar la pólvora esta misma noche. Y la Espíritu de Grungni parte en menos de dos días.

—Estoy bien —dijo Félix, aunque se sentía de todo menos bien, tanto en cuerpo como en alma—. Pero no creo que esta noche podamos dar con él, de todos modos.

—¿Quién dice que no? —gruñó Gotrek.

—Es el hijo de un rico —dijo Félix—. Vive en casa de su padre, en el distrito Kaufman. La guardia de la ciudad no deja pasar a los plebeyos por la puerta del Altestadt a esta hora de la noche. En particular cuando se trata de delincuentes buscados como nosotros.

—Entonces, iremos por las cloacas —dijo Gotrek—. Vamos.

La mención de las cloacas y de la condición de forajidos de ambos le recordó a Félix el encuentro que habían tenido con la guardia debajo de la Escuela Imperial de Artillería en un momento anterior de ese mismo día. Se volvió a mirar a Malakai.

—¿Te ha visitado hoy la guardia para hablarte de nosotros?

—¡Ah, sí! —replicó Malakai—. Ya se lo conté a Gurnisson. Vinieron a preguntar por vosotros.

Malakai se encogió de hombros.

—Les dije que no sabía dónde estabais, cosa que era verdad. Y les dije que, si regresabais, os diría que no volvierais a hacerlo. —Le dedicó una ancha sonrisa—; así que no volváis a hacerlo. Y no me digas quién es ese rico muchacho ni dónde está su casa. Los enanos no mienten nunca.

Félix rió con desgana entre dientes; luego gimió y se apoyó una mano contra las costillas.

Malakai chasqueó la lengua.

—No deberías ir a ninguna parte, muchacho, salvo a la cama.

—Dormiré cuando esto acabe —dijo Félix, y siguió a Gotrek. «Si todavía estoy vivo», pensó.

* * *

Félix caminaba junto a Gotrek, otra vez por los hediondos túneles de ladrillo, en dirección al distrito Altestadt, con la cabeza gacha e hirviéndole como un estofado al fuego. A la superficie afloraba un pensamiento como si fuera una cebolla, un trocito de carne o de zanahoria, y luego volvía a sumergirse en las profundidades mientras aparecía otro que reclamaba su atención: la culpabilidad por el peligro que corría su hermano, la responsabilidad por el incendio del Laberinto, las amenazas de la condesa y sus aún más malignas rivales, la catástrofe que caería sobre la Escuela Imperial de Artillería si no lograban encontrar la pólvora, el hecho de que no llevaban ni dos semanas en el Imperio y ya fueran forajidos otra vez.

Miró a Gotrek, que caminaba junto a él con la barba apuntando hacia adelante y las cejas fruncidas, viva imagen de inamovible determinación. ¿Alguna vez tenía dudas o cambiaba de idea? ¿Alguna vez sentía arrepentimiento? Entonces, recordó al Matador encorvado sobre el cuerpo de su amigo Hamnir, a quien acababa de matar. Por supuesto que lo sentía y, sin duda, más de lo que Félix llegaría a saber jamás.

Félix se sacudió e intentó aclararse la cabeza para abordar la tarea que tenían por delante.

—Así pues —dijo, al fin—, cuando lleguemos, ¿tu plan es golpear a ese Gephardt hasta que nos diga dónde está la pólvora y quiénes son sus dirigentes?

—Sí —replicó Gotrek— ¿Qué, si no?

—No creo que vaya a dar resultado —dijo Félix—. El orador al que capturamos ayer, en Las Chabolas, prefirió cortarse el cuello contra tu hacha antes que hablar. Y el cabecilla de los hombres que atacaron anoche el carruaje de mi hermano hizo lo mismo cuando intenté interrogarlo. Se lanzó contra mi espada y murió riéndose de mí.

Gotrek gruñó.

—Al menos, no son cobardes —dijo.

—No —convino Félix—. Están locos. —Sorbió aire entre los dientes al sentir otra punzada de intenso dolor en el costado herido—. Creo que lo mejor que podemos hacer es vigilar a Gephardt y seguirlo hasta que se reúna con los dirigentes del culto.

Gotrek se encogió de hombros.

—De acuerdo. Pero si aún no se ha reunido con ellos cuando la Espíritu de Grungni esté lista para partir, lo intentaremos a mi manera.

—Me parece justo —dijo Félix.

Continuaron caminando; la corriente de porquería del canal de la cloaca era más alta y rápida de lo habitual a causa de la lluvia, y por todos lados se oían cascadas que caían a través de las alcantarillas. Las paredes de ladrillo estaban brillantes de humedad.

Un poco más adelante, Félix se detuvo y miró a su alrededor cuando un fétido olor que le resultaba familiar llegó hasta él. Inhaló profundamente para intentar aislarlo del penetrante hedor propio de las cloacas. ¿Lo era? Sí que lo era. Inconfundible —el rancio hedor almizclado de los hombres rata—, débil pero inconfundible. ¿Habían dado con una antigua pista, o los skavens habían regresado a Nuln?

Gotrek volvía la cabeza de un lado a otro como un perro que olfateara el viento. Su mirada se encontró con la de Félix.

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