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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

Matahombres (26 page)

BOOK: Matahombres
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—Sí, humano, también yo lo huelo; pero no tenemos tiempo para distracciones.

Continuó adelante. Félix sacudió la cabeza y lo siguió. Sólo Gotrek podía llamar «distracción» a aquellas horrendas abominaciones.

* * *

Unos cuantos túneles más adelante, Félix recordó lo que había dicho Malakai cuando estaban en el tejado, y el corazón le dio un salto en el pecho.

—Eh…, Gotrek, ¿le hablaste a Makaisson de nuestra alianza con Ulrika?

—Por supuesto que no —replicó Gotrek—. Podría matarla, pero jamás la traicionaría.

Félix se sonrojó.

—Ya suponía que no le habías dicho nada, pero cuando comentó que le habías contado lo referente al colgante…

—La dejé fuera del asunto.

—Bien.

Félix se sentía aliviado. En el hirviente guiso de temores, había uno que podía desaparecer. Ahora podía decirles a la condesa y sus compatriotas, con total seguridad, que él y Gotrek habían guardado silencio con respecto a su existencia. Aunque no sabía si eso les importaría a la dama Hermione y a la señora Wither. La desconfianza que les inspiraban los hombres parecía demasiado profunda.

Gotrek alzó la mirada.

—Ya estamos debajo del Altestadt. Por aquí.

Condujo a Félix hasta un túnel lateral donde había una escalerilla de hierro, como si hubiera subido por ella apenas el día anterior, no veinte años antes. A Félix le dolió el costado herido al ascender. Los peldaños estaban mojados, y, mientras ascendían, una constante corriente de gotas repiqueteaba sobre sus cabezas. Al llegar a lo alto de la escalera, Gotrek empujó con los hombros una rejilla de hierro y ayudó a Félix a salir a un callejón situado tras una hilera de tiendas. Al fin, había comenzado a llover en serio. Quedaron empapados al cabo de unos segundos.

Félix suspiró.

—Una noche perfecta para espiar.

* * *

El hogar de los Gephardt se alzaba en mitad de una manzana de elegantes casas: una mansión de granito con cuatro pisos y altas, estrechas ventanas en cada planta, así como un balcón sobre la puerta principal. Era casi medianoche cuando Gotrek y Félix la encontraron, una hora en que la mayoría de la gente honrada de Nuln estaba en la cama —«y los cuerdos están protegidos de la lluvia», pensó Félix, con sensación de desdicha, mientras las gotas que caían de un tejado le resbalaban por la nariz—, pero se veía una luz detrás de una de las ventanas de la planta baja y, cuando miraron al interior, vieron al joven Nikolas paseándose ante una enorme chimenea y bebiendo a morro de una botella de vino. No parecía haber nadie con él.

El joven estaba nervioso, pero ¿por qué razón? ¿Le habrían informado los asesinos que Félix y Otto habían escapado con vida? ¿Tenía miedo de que lo denunciaran? ¿Habría enviado a sus hombres otra vez al exterior en busca de Félix? ¿Se habrían reagrupado y habrían ido tras Otto? Este pensamiento hizo que Félix tuviera ganas de regresar corriendo a la casa de su hermano para defenderla, pero Otto había dicho que no lo quería allí, y a decir verdad, la mejor manera de salvarlos a él y a su familia de la amenaza de la Llama Purificadora era encontrar a los adoradores y borrarlos de la faz de la tierra. Félix sólo esperaba que eso fuera posible.

No podían permanecer ante la ventana durante demasiado tiempo. A diferencia de Las Chabolas y del Neuestadt, el distrito Kaufman estaba bien patrullado. Gotrek y Félix oyeron los golpecitos de las astas de las lanzas de los guardias contra el empedrado antes de verlos, y se retiraron a un pasaje de servicio desde donde observaron a los hombres que pasaban, mojados y de mal humor, precedidos por el capitán, que llevaba un farol colgado del extremo de una larga asta.

Cuando los guardias giraron en la esquina y desaparecieron en la noche, volvieron a la ventana de Gephardt. Nikolas se había marchado, y un viejo sirviente estaba cubriendo el fuego y guardando la botella de vino.

—Por la puerta trasera —dijo Gotrek.

Rodearon la manzana. El callejón de detrás de las casas no estaba tan pulcramente adoquinado como la calle de la fachada, y avanzaron chapoteando en charcos y fangosas roderas hasta llegar a la verja correcta. La parte posterior de la propiedad era amplia y estaba dividida en patio para carruajes y jardín. Cuando estiraban el cuello para ver por encima del muro se apagó una luz en una ventana del último piso.

—Se ha ido a dormir —dijo Félix.

—Tal vez —replicó Gotrek—, tal vez no.

Miró en derredor. Una pared de la cochera de la mansión de enfrente daba al callejón. Gotrek cruzó al otro lado y comenzó a trepar por la pared hacia el tejado, que era bajo y quedaba parcialmente oculto tras unos tejos.

—Yo vigilaré desde aquí —dijo el enano por encima del hombro—. Regresa a donde estábamos. Si sale por la puerta principal, golpea la espada contra algo de piedra. La oiré.

—¿Y si sale por aquí? —preguntó Félix—. Yo no tengo tu oído.

Gotrek acabó de trepar al tejado y sacó el hacha. La alzó y le dedicó una ancha sonrisa.

—No será necesario que lo tengas.

Félix se encogió de hombros.

—De acuerdo. Pero esperemos que salga pronto. Creo que estoy pillando un resfriado.

Gotrek bufó.

—Los humanos sois blandos. —Se instaló en un valle que había entre los picos del terrado de la cochera.

Félix puso los ojos en blanco, y luego se alejó a paso cansado por el callejón, para regresar a la calle.

* * *

Daba la impresión de que Nikolas no saldría jamás. Félix permaneció durante horas, temblando y sorbiendo por la nariz en el pasaje de servicio de enfrente de la mansión de Gephardt, mientras la lluvia le golpeteaba la cabeza y la herida le dolía y picaba como si tuviera trasgos arañándolo por dentro. No sucedió nada. A cada hora, la patrulla pasaba por la calle, y Félix retrocedía para adentrarse en las sombras del callejón, pero, aparte de eso, todo permaneció en calma. Llovía, deambulaban ratas y gatos, muy de vez en cuando un carruaje pasaba de largo o se detenía para dejar a alguien ante una de las elegantes casas —incluso ante la vivienda contra la que él se apoyaba, en una ocasión—, pero ninguno se detuvo en la mansión de Gephardt.

Pasado un rato, a Félix se le cansaron las piernas y se acuclilló, pero entonces las botas nuevas le cortaron la circulación de las piernas, así que volvió a ponerse de pie y pateó el suelo hasta que dejó de sentir pinchazos. Al fin, se sentó en los adoquines más secos que pudo encontrar, e intentó mantener abiertos los ojos mientras el asiento se mojaba y enfriaba más y más. «Ya no falta mucho —pensó—. De un momento a otro, se abrirá la puerta principal de Gephardt o se oirá el estruendo del hacha de Gotrek, y tendremos que salir corriendo. De un momento a otro.»

De un momento a otro.

—¿Qué es todo esto? —dijo una voz al oído de Félix—. ¿Os encontráis bien, mi señor?

Félix despertó con un sobresalto, y miró a su alrededor, confuso, parpadeando. Lo rodeaba un cerco de piernas metidas en botas y de astas de lanza. Una cara cuadrada, de nariz rota, estaba a poca distancia de la suya, y una voz potente le azotaba los tímpanos, acompañada por un aliento a cebollas, cerveza y pastel de carne barato. Continuaba lloviendo.

—Os habéis perdido cuando regresabais del club, ¿eh, mi señor? —dijo el guardia con tono no carente de cortesía. Le ofreció un brazo a Félix, que lo aceptó, para ayudarlo a levantarse—. Arriba, mi señor. Eso es. —Sacudió la ropa de Félix y le sonrió con dientes podridos—. Será mejor que encontréis vuestra cama, entonces, ¿eh? Enfermaréis de muerte si os quedáis aquí, en lo mojado.

—Gracias —dijo Félix, que aún intentaba aclararse la cabeza.

Parecía estar amaneciendo, o casi. ¿Durante cuánto tiempo había dormido? ¿Se había marchado Nikolas sin que lo viera? ¿No había oído la señal de Gotrek? Al menos, con las ropas nuevas parecía que lo habían confundido con un noble y no sospechaban de él por encontrarlo allí, en la calle.

—Creo… Bueno, creo que me iré.

«Pero ¿adonde?», se preguntó. Se envolvió los hombros con la capa empapada. ¿Lo seguirían si rodeaba la manzana para buscar a Gotrek? ¿Y si Nikolas se escabullía por la puerta delantera antes de que pudiera regresar a su puesto?

Cuando echó a andar hacia la calle, uno de los guardias se acercó al sargento y le susurró al oído. Félix lo vio y aceleró el paso.

No sirvió de nada.

—Un momento, mi señor —dijo el sargento detrás de él.

Félix se volvió en la boca del callejón.

—Os pido perdón —dijo el sargento—, pero ¿podríais decirnos vuestro nombre? ¿Y dónde vivís, exactamente?

—¿Mi nombre? —preguntó Félix, a cuya garganta ascendía el pánico. Probó con una despectiva sonrisa aristocrática—. ¿Y en qué os incumbe a vos cuál es mi nombre?

—Bueno, eh…, veréis, señoría —dijo el sargento con aspecto incómodo—, Edard, aquí presente, piensa que os parecéis a un tipo que debería estar bajo arresto domiciliario en el Colegio de Ingeniería. Se lo describe como poseedor de una espada con empuñadura en forma de dragón, igual a la que lleváis vos, y bueno…

—¡Ay, sargento! —dijo una voz argentina por encima de ellos.

Todos alzaron la mirada. Una hermosa mujer vestida de verde, con largo cabello castaño que caía por debajo de un chal, y que estaba asomada por una ventana de la casa de la esquina del callejón, les sonrió.

Félix se quedó mirándola fijamente.

Era Ulrika.

Capítulo 12

El sargento se tocó la gorra con los dedos.

—Buenos días, señora. Lo lamento de verdad si os hemos despertado.

—En absoluto, sargento —replicó ella, con dulzura, y sin el más leve rastro de acento kislevita—. Pero debo pediros que dejéis libre a ese hombre, por sinvergüenza que pueda ser. Lo eché anoche, después de que tuviéramos una rencilla de amantes. Desde entonces ha languidecido bajo mi ventana, pero creo que ya ha sufrido lo suficiente y lo he perdonado. Dejadlo marchar, que le abriré la puerta para que entre.

—Como digáis, mi señora —dijo el sargento con incertidumbre—. Es sólo que tenemos razones para creer que podría tratarse de…

—Tonterías —dijo Ulrika con voz aún más dulce—. No puede ser nadie en quien vosotros tengáis interés alguno. No es más que mi pobre, dulce, desaliñado amante, desconsolado bajo la lluvia. —Su voz era como jarabe, empalagosa como la miel, y sus ojos parecían haberse vuelto muy grandes y muy profundos—. Mi pobre, dulce, desaliñado amante —repitió—. Desconsolado bajo la lluvia.

—Sí, señora —murmuró el sargento—. Desconsolado bajo la lluvia. Sí, por supuesto. Gracias. Ya nos marchamos.

—Sí, os marcháis —asintió Ulrika—. Adiós.

Los guardias dieron media vuelta y se alejaron por la calle arrastrando los pies como sonámbulos. Félix los miró mientras se marchaban y luego alzó los ojos, otra vez, hacia Ulrika.

—¿Cómo es que estás aquí…?

Ulrika se llevó un dedo a los labios e hizo un gesto hacia la fachada de la casa, antes de cerrar la ventana.

Félix se encaminó a la puerta principal, aunque dejó que los aturdidos guardias se alejaran lo bastante. Tras una corta espera, la puerta se abrió, y un mayordomo de aspecto grave le hizo una reverencia. Cuando cogía la chorreante capa de Félix, Ulrika apareció en lo alto de una curva escalera de caoba y le sonrió con amargura.

—¿Ves lo mucho más agradables que podrían haber sido las cosas si tú y Gotrek hubierais cumplido la promesa que hicisteis? —dijo—. Sube, y te buscaré ropa seca.

—No lo entiendo —dijo Félix, enojado, cuando comenzó a subir la escalera.

El ambiente allí era deliciosamente cálido y seco. El olor a huevos con tocino y té especiado que manaba de la parte posterior de la casa estaba haciendo que el estómago le gruñera. ¡Pensar que había pasado toda la noche empapándose en el callejón mientras, detrás del muro contra el que se apoyaba, Ulrika estaba sentada en el regazo del lujo!

—¿Qué promesa no he cumplido? ¿Y cómo es que tú estás en esta casa?

—Tú rompiste una promesa, y Gotrek rompió otra —dijo Ulrika en tanto lo conducía por el corredor—. No volviste para ver a la condesa y contarle lo que habías descubierto.

Félix frunció el ceño.

—¿Había alguna necesidad de hacerlo? Su embelesado caballero… ¿Cómo se llamaba? ¿Capitán Reingelt? Estaba allí. Lo vio todo, al igual que uno de los dandis de la dama Hermione. Ellos deben de habérselo contado a sus respectivas señoras, ya que en caso contrario no estarías aquí.

—Sí; pero olvidas lo que te dije respecto a la naturaleza de la condesa, últimamente. Interpretaría como un desaire deliberado incluso un descuido tan insignificante. —Abrió la puerta de un dormitorio y se apartó para dejarlo entrar. Era una habitación cómoda, con una gran cama con baldaquín a un lado, y un crepitante fuego al otro—. Pero eso es marginal. Es la traición de Gotrek la que resulta imperdonable.

—¡Ah, vamos! —dijo Félix—. ¡Gotrek no ha roto una promesa en toda su vida!

—Ya lo creo que lo ha hecho —dijo Ulrika, mientras cerraba la puerta tras él y se volvía a mirarlo con ojos repentinamente tan fríos y duros como zafiros—. Y tú lo sabes.

—¿Qué?

—La señora Wither te siguió al salir del Wulf's, anoche, por orden de la dama Hermione. Estaba en el tejado cuando hablaste con Gotrek y Malakai. Oyó decir a Malakai, igual que lo oíste tú, que Gotrek le había revelado mi existencia.

Félix parpadeó, confuso.

—¿Qué? No lo hizo.

—¿Ahora también mientes, Félix? —preguntó ella, y avanzó hacia él. Todo su anterior sentido del humor se había desvanecido como si no hubiera existido jamás—. El Matador habla mucho de honor y de cumplir los juramentos. Al parecer, él no actúa de acuerdo con esos altos ideales.

Félix retrocedió un paso, involuntariamente. Era aterradora.

—¡Espera! Estás equivocada. Tiene que ser la señora Wither la que mintió.

—¿Ah, sí? —dijo, sin dejar de avanzar—. Nos informó de que Makaisson dijo que Gotrek se lo había contado todo acerca del colgante, y toda la verdad sobre la pelea contra la Llama Purificadora. —Extendió un brazo y lo cogió por el cuello de la ropa—. Y toda la verdad me incluye a mí.

Félix retrocedió contra la cama y se golpeó la cabeza con una de las columnas.

—¡Espera! ¡Escucha! Entiendo que ella pueda haber interpretado así las palabras de Malakai, pero no conoce a Gotrek. No te delató. Se lo contó todo a Malakai, salvo lo referente a ti. Te dejó fuera.

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