El orco gruñó, fastidiado, e intentó quitárselo de encima con un encogimiento de hombros. Félix pasó las piernas por encima de los anchos hombros y le tapó los ojos con las manos.
—¡Bien, humano! —gritó Gotrek—. ¡Quédate encima de él! —El Matador le asestó al orco un golpe en el pecho que debería haberle partido el esternón.
El orco retrocedió, dando traspiés y aullando de dolor, pero la piel permaneció intacta. Asestó tajos ciegos con el hacha cogida con una sola mano, mientras con la otra manoteaba para coger al humano.
Félix Jaeger se contorsionó para tratar de ponerse fuera del alcance de los dedos que lo buscaban, pero lo cogieron por un brazo.
Manoteó desesperadamente en busca de algo a lo que agarrarse, y aferró el collar de oro que rodeaba el cuello del orco. El monstruo lo lanzó contra Gotrek, y ambos cayeron cuan largos eran.
—¡Maldito seas, humano! —gruñó el Matador debajo de Félix—. Te dije que te quedaras encima de él.
Una sombra de movimiento veloz destelló en la periferia del campo visual de Félix, que rodó instintivamente hacia un lado, mientras Gotrek rodaba hacia el otro. La inmensa hacha del orco cayó entre ambos y se clavó profundamente en el suelo de mármol.
Gotrek se puso trabajosamente de pie, dio un respingo al apoyar la pierna herida y, con todas sus fuerzas, dirigió un tajo hacia el brazo del orco en el momento en que volvía a levantar el hacha. Cercenó la descomunal extremidad por el codo.
Gotrek parpadeó cuando el orco aulló y retrocedió, mientras una fuente de sangre manaba por el muñón.
—En el nombre de Grungni, ¿qué…?
Hamnir y los barbaslargas acometieron al orco, que daba traspiés y se aferraba el brazo cortado. Las hachas se clavaron profundamente, al igual que había hecho la de Gotrek, y lo cortaron en pedazos.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Hamnir mientras contemplaban el cuerpo descuartizado—. ¿Por qué se volvió vulnerable de repente?
—Ni idea —replicó Gotrek al mismo tiempo que se agitaba la cresta, entonces más corta, y fruncía el ceño.
—Eh… —dijo Félix, y alzó el objeto que tenía sujeto en una mano: el collar de oro del orco.
Félix le entregó el collar a Hamnir mientras la batalla con los orcos continuaba. Se alegró de librarse del adorno. Tal vez lo habría hecho invencible también a él, pero el solo hecho de tenerlo en la mano le erizaba la piel. La destellante gema negra que pendía en el centro del collar parecía mirarlo, y tenía la sensación de que un oscuro susurro le inundaba la mente y lo instaba a ponérselo. «
Los enanos son menos sensibles a ese tipo de cosas
», pensó mientras luchaba junto a Gotrek. Y era mejor que lo tuviera Hamnir.
* * *
Las muchas batallas que Félix había librado contra los orcos le habían enseñado que, cuando se mata al jefe de guerra, la lucha acaba. Los tenientes empiezan a reñir, y cualquier cohesión que pudiera haber en la horda se disipa en un estallido de luchas internas y pánico. Aunque él y los enanos tenían sobradas pruebas de que los orcos contra los que entonces luchaban no eran como los otros, fue una desmoralizadora sorpresa ver que continuaban luchando con la misma resolución que antes, tras la caída del invulnerable jefe de guerra.
Así pues, durante otra hora agotadora y sangrienta, los orcos se lanzaron contra la línea de enanos con la obtusa ferocidad mecánica de las hormigas que protegen su hormiguero. Gotrek y Hamnir luchaban espalda con espalda en medio del arremolinado mar, rugiendo, bromeando e intercambiando recuerdos como si estuviesen apoyados en la barra de una taberna en lugar de matando pieles verdes.
—Ese no era el noveno, erudito —gruñó Gotrek, sonriente—. Sólo llevas ocho. Yo acabé con el penúltimo, así que se suma a mi cuenta, no a la tuya. ¿Cuentas así cuando compruebas los manifiestos del cargamento?
—Yo despaché al que echaste hacia atrás —contestó Hamnir, sonriente—. ¿Acaso te crees que todos tus tajos son mortales? Alguien tiene que ir limpiando detrás de ti, como siempre.
Al observarlos, Félix volvió a sentir que lo acometían unos celos inesperados. Había viajado con Gotrek durante veinte años y no recordaba ni una sola ocasión en la que Gotrek se hubiera mostrado tan cómodo y libre en su presencia como entonces lo estaba con Hamnir.
Finalmente, el último orco cayó, los ecos del estruendo del acero contra el acero se desvanecieron, y el gran salón quedó en silencio, salvo por los gemidos de heridos y agonizantes. Félix apenas podía levantar la espada, y Gotrek estaba igual, más exhausto de lo que Félix lo había visto jamás, pero contento.
Los aturdidos enanos miraron las pilas de muertos que los rodeaban y los lagos de sangre que se extendían por el pulimentado suelo de mármol. Algunos de los supervivientes lloraban sobre hermanos y amigos muertos. Otros se daban palmadas en la espalda y bebían de petacas, tras haber brindado por la victoria. Algunos estaban tan cansados que se sentaban donde estaban, sin hacer caso de los cadáveres ni del hedor.
Hamnir subió, cojeando y vacilante, por la escalera, y se volvió para encararse con los soldados. Era una masa de cortes y cardenales, y la armadura colgaba de su cuerpo como un andrajo de gromril.
—Hijos y amigos de Karak-Hirn, hoy habéis obtenido una gran victoria aquí.
Los enanos lanzaron una gran aclamación ronca.
—Quizá esta empresa comenzó con un error mío, pero ha concluido con vuestra victoria. Os doy las gracias por vuestra ayuda y sacrificio. Llevad a nuestros muertos y heridos al santuario de Grungni, pero dejad a los pieles verdes donde están. Mañana comenzaremos a poner en orden la fortaleza. Esta noche, en el salón de banquetes, cenaremos, beberemos y brindaremos por los valerosos muertos.
Hubo otra aclamación, y luego los enanos se levantaron para buscar a los heridos y muertos. Cuando Hamnir bajaba ya por la escalera, por todas las arcadas entraron enanos a paso ligero, con noticias.
—Príncipe —gritó el primero—, hemos sellado las entradas de la mina. Aún hay muchos pieles verdes abajo, pero no entrarán esta noche.
—Príncipe Hamnir —dijo otro—, hemos despejado las galerías superiores y los niveles de almacenamiento de grano, pero varias docenas de goblins se han encerrado en la tercera armería.
Cuando Urlo y los enanos del clan de Gorril regresaron de las salas de guardia, ensangrentados y vapuleados, eran sólo la mitad de los que habían sido al principio. Urlo se arrodilló, tieso, y le tendió a Hamnir el cuerno de guerra de Karak-Hirn. El pabellón estaba partido y abollado.
Hamnir se atragantó al mirarlo.
—Thorgig.
—Murió con él en los labios, príncipe —dijo Urlo—. No sacó el hacha en ningún momento.
—¿Y Barbadecuero? ¿El Matador?
—Lo rodeaban diez orcos muertos —dijo Urlo—, y fueron necesarios otros tantos golpes para acabar con él.
Hamnir bajó la cabeza.
—Su sacrificio ha salvado el día. Serán honrados.
Gotrek asintió con aire grave.
—Fue una buena muerte.
Se acercaron más enanos con informes de todos los rincones de la fortaleza. Bolsas de resistencia de pieles verdes aquí, una victoria decisiva allá, provisiones estropeadas, habitaciones saqueadas, una sala de almacenamiento llena de cadáveres de enanos que se habían encerrado dentro y habían muerto de hambre, bóvedas de tesoros saqueadas.
Hamnir lo escuchaba todo, lo bueno y lo malo, con exhausta calma, daba órdenes y dispensaba agradecimientos y felicitaciones a quienes lo merecían, mientras caminaba lentamente hacia la arcada que llevaba al salón de banquetes; pero entonces llegó una noticia que lo hizo detenerse en seco.
—¡Príncipe —gritó un guerrero de Karak-Hirn, que llegó corriendo en cabeza de un grupo de doce enanos—, la fortaleza del clan Diamantista no ha sido expugnada! Parece que los pieles verdes intentaron derribar la puerta, pero aún está entera. ¡Puede ser que todavía estén vivos!
—¡Ferga! —susurró Hamnir. Se volvió a mirar a Gorril y Gotrek con los ojos brillantes—. ¡Vamos, tenemos que verlo!
Atravesó el salón a grandes zancadas, olvidando el agotamiento. Los otros se apresuraron a seguirlo.
—No abrigues demasiadas esperanzas, príncipe —dijo Gorril—. Han pasado veinte días. No podían tener mucha comida dentro de la fortaleza cuando cerraron las puertas.
—Tiene razón, erudito —añadió Gotrek, de malhumor—. Prepárate para lo peor. Puede ser que sean orcos lo que encontremos detrás de la puerta.
—Estoy preparado —replicó Hamnir, pero aún parecía anhelante.
Subieron por una ancha escalera hasta el corredor con balcones que formaba un anillo en torno al gran salón, y pasaron ante seis fortalezas de clan que habían sido expugnadas, hasta llegar a una alta puerta de hierro y piedra que tenía la insignia de un diamante engastada sobre el dintel. La puerta estaba ennegrecida por el humo y abollada, y le faltaban trocitos, como si le hubieran disparado y la hubieran golpeado con martillos, pero, por lo demás, parecía intacta.
Hamnir la contempló con ojos anhelantes. Avanzó hacia ella, y luego se volvió a mirar al numeroso grupo de enanos que lo había seguido.
—¿Entre vosotros hay alguien del clan Diamantista? ¿Alguno tiene una llave, o conoce el secreto del clan para abrir esta puerta?
Ninguno de los enanos habló.
—No hay nadie del clan Diamantista; salvo Thorgig y Kagrin, ningún otro logró escapar de la fortaleza, príncipe —dijo Gorril—. Todos los demás se encerraron.
Hamnir asintió con la cabeza y se volvió otra vez hacia la puerta, al mismo tiempo que sacaba el hacha. La invirtió y, con el lomo cuadrado de la hoja, golpeó la puerta con un extraño ritmo sincopado. Por los años pasados en compañía de enanos, Félix dedujo qué estaba haciendo, aunque nunca antes lo había visto: el código minero de los enanos, un sistema para comunicarse a través de kilómetros de túneles sin disponer de nada más que un martillo. Este código era guardado con más celo que el idioma de los enanos, porque con él podían hablar a través de paredes y por encima de líneas enemigas.
Hamnir concluyó la corta frase, y los enanos reunidos aguardaron una respuesta. No llegó. Volvió a golpear la puerta, pero tampoco obtuvo contestación. Gorril se removió, incómodo. Gotrek tosió. Hamnir apretó la mandíbula y alzó el hacha una vez más, pero justo cuando iba a llamar otra vez, unos golpecitos inseguros resonaron a través de la puerta. Sonaban como si el que los diera estuviese justo al otro lado.
Hamnir lanzó una exclamación ahogada y tamborileó una emocionada respuesta en la puerta.
—Tranquilo, erudito —dijo Gotrek—. Estás tartamudeando.
Tras un silencio de aliento contenido, les llegó una lenta réplica.
—¡Alabada sea Valaya! —dijo Hamnir, y se volvió a mirar a los otros—. Atrás. Van a abrir la puerta.
Los enanos retrocedieron entre murmullos de asombro. Hamnir y Gorril eran todo sonrisas, se daban palmadas en la espalda y reían por lo bajo, pero Félix vio que Gotrek mantenía una mano en el mango del hacha y que su expresión era desconfiada. Comprendía esa prevención. Si los orcos podían aprender a construir trampas de enanos y disparar fusiles, podían haber aprendido cualquier cosa.
Durante un largo momento, no sucedió nada, y luego se oyó el sonido grave de unos cerrojos de piedra que se deslizaban, y las puertas comenzaron a girar lentamente.
Los enanos contuvieron la respiración, y más de uno siguió el ejemplo de Gotrek y bajó una mano hacia el hacha; pero cuando las puertas acabaron de abrirse, lo que apareció al otro lado, ante Hamnir, Gotrek, Félix y los demás, fue un puñado de enanos tan harapientos y demacrados que resultaba difícil creer que aún estaban vivos. Félix oyó una horrorizada inspiración a su espalda cuando los libertadores contemplaron a los libertados.
Félix nunca había visto enanos tan delgados. Incluso en las circunstancias más calamitosas, los enanos continuaban siendo relativamente robustos, pero aquellas pobres almas parecían hallarse a las puertas de la muerte. El enano que se hallaba situado ante los demás, con una hacha colgando de una mano temblorosa, era prácticamente un esqueleto, y los pómulos le sobresalían por encima de la barba canosa y descuidada como cornisas de roca. El jubón le colgaba como un saco de los huesudos hombros, flojo y sucio. Tenía el pelo y la barba quebradizos y opacos.
Hamnir lanzó un grito y avanzó para estrechar la mano esquelética del enano.
—¡Noble Kirhaz Helmgard! ¡Estás vivo!
—Príncipe Hamnir —susurró Kirhaz, con una voz tan tenue como la llama de una vela a mediodía—, has venido.
—Y por Grimnir, Grungni y Valaya, no puedo ni expresar lo agradecido que estoy por no haber llegado demasiado tarde. A menos que… —de repente, se atragantó—. ¡A menos que sí lleguemos demasiado tarde, y vosotros, unos pocos, seáis los únicos supervivientes!
Kirhaz negó con la cabeza.
—Algunos han muerto, pero la mayoría no. Se nos ha permitido vivir.
Félix pensó que era un modo extraño de expresarlo, pero Hamnir no pareció darse cuenta.
—¿Y Ferga? —preguntó, ansioso—. ¿Está viva?
—Sí, Ferga está viva —replicó Kirhaz.
—¡Alabados sean los ancestros! —exclamó Hamnir, y se volvió hacia los otros—. ¡Llamad a los médicos y cirujanos! ¡Traed comida y bebida! Nuestros primos están necesitados.
En el salón, detrás de Kirhaz, aparecían más enanos demacrados que arrastraban los pies como fantasmas de movimientos lentos.
—Por los ancestros —dijo Hamnir, mirándolos fijamente—. ¡Lo que habéis soportado!
Avanzó hacia el interior de la fortaleza del clan Diamantista. Los otros lo siguieron, mientras llamaban a viejos amigos que aparecían entre los supervivientes y corrían hacia ellos con gritos de alegría y abrazos delicados. Los supervivientes recibían los saludos con débiles sonrisas y mirada inexpresiva. Daba la impresión de que aún no se habían hecho a la idea de que acababan de ser salvados. Sus ojos continuaban teniendo una expresión distante y acosada.
Félix y Gotrek entraron en la sala central de la fortaleza del clan, junto con Hamnir, Kirhaz y los otros. De todas las puertas que había en torno al perímetro, salían enanos frágiles que parpadeaban como osos al despertar de la hibernación.
De repente, Hamnir gritó y atravesó apresuradamente la estancia hacia una doncella enana de aspecto famélico que llevaba el largo cabello deslucido y sin trenzar, y cuyo vestido colgaba como una tienda alrededor del huesudo cuerpo.