—¡Formad! ¡Formad! —gritó Hamnir—. ¡Formad, o estamos perdidos!
—¡Encended las luces! —rugió Gotrek—. ¡No encuentro el hacha!
Félix miró al Matador.
—Gotrek, tienes el parche sobre el ojo equivocado.
Gotrek gruñó y se manoteó la cara.
—Bueno, ¿quién me ha hecho esta broma estúpida? —Se deslizó el parche sobre la cuenca vacía y parpadeó al contemplar el caos que reinaba en el salón—. ¡Por los huevos de Grimnir! —jadeó—. ¿Qué infierno es éste?
—Los orcos —replicó Félix con voz apagada—. Han regresado de entre los muertos.
—Es una locura —dijo Gorril—. No hay nada que los detenga. ¡Son imposibles de matar!
—Eso ya lo veremos —replicó Gotrek, y sacó el hacha de debajo de la mesa.
Hamnir recogió el maltrecho cuerno de guerra de Karak-Hirn y tocó a reunión. Ya no tenía el sonido puro de antes. Parecía el rebuzno de un burro, pero era potente. Los enanos se volvieron a mirarlo.
—¡Formad! —gritó—. ¡Capitanes, reunid vuestras compañías! ¡Nobles, llamad a vuestros enanos! ¡Formad en cuadro!
El toque del cuerno y las órdenes tuvieron un efecto casi mágico en los enanos. Mientras Hamnir, Gotrek, Félix y Gorril saltaban de la mesa de la tarima y corrían por el salón de banquetes hacia donde los orcos eran más numerosos, los clanes y compañías se reunieron en torno a sus caudillos y se situaron en filas, de espaldas al centro del salón, en imperfecta formación de cuadro. Las compañías derribaban mesas para formar barricadas, y acataban y defendían como un solo enano. Hamnir, Gotrek y los otros se unieron a los hermanos de clan de Gorril en la zona donde la lucha era más violenta. Félix se encontró junto a Galin, que aún tenía la cara roja de borrachera, y maldecía como todo un barco de marineros. Narin se reunió con ellos poco después. Tenía un corte sobre un ojo y una herida de bordes irregulares en los nudillos. Los enanos les asestaban tajos vacilantes pero incesantes a los orcos de ojos muertos.
No bastaba.
Aunque habían formado con una organización tan practicada que ya casi era instintiva, los enanos aún estaban demasiado borrachos y cansados para resistir contra un enemigo que no sentía dolor, y al que la más grave de las heridas sólo lo volvía más lento. La orden de Hamnir había retrasado la masacre, pero no la había impedido. Ni uno solo de los orcos había caído, y los enanos morían en masa.
Gotrek cortó las piernas de un orco por las rodillas, pero la criatura continuó adelante con los muñones. El Matador maldijo y dio un salto atrás, al mismo tiempo que le lanzaba un tajo a los brazos.
—Tenemos que retroceder —dijo Hamnir mientras le asestaba golpes ineficaces a un orco sin ojos. La voz del príncipe estaba tensa de pánico—. ¡No podemos resistir aquí!
—¿Retroceder adonde? —preguntó Gorril—. Dejamos orcos muertos por toda la fortaleza. ¡Si todos son como éstos, no tenemos adonde huir!
—Podríamos abandonar la fortaleza —sugirió Galin.
—¡No! —contestó Hamnir—. Eso no puede ser; no, después de todo lo que hemos pasado para recuperarla.
—Entonces, ¿qué? —preguntó Narin.
—¡La fortaleza del clan Diamantista! —gritó Hamnir, al fin—. La puerta aún está entera. Nos retiraremos allí hasta que podamos recuperarnos y decidir qué hacer.
—Sí —asintió Gorril—. Buena idea.
Hamnir retrocedió de la primera línea y volvió a tocar el cuerno de guerra.
—¡Retirada! ¡Retirada! —gritó—. Haced correr la voz. ¡Retirada a la fortaleza del clan Diamantista! ¡A través de la cocina hasta la escalera, y arriba!
Las compañías de enanos comenzaron a retirarse de manera ordenada, y se abrieron paso por entre los orcos en dirección a la mesa de la tarima y las puertas de las cocinas.
El orco sin piernas aferró a Gotrek por los tobillos cuando intentaba seguir a Hamnir. El Matador tropezó y estuvo a punto de caer. Le dio una patada en la cara.
—¡Maldita cosa! ¡Muérete!
El orco no se inmutó siquiera por la patada de Gotrek, y le lanzó una dentellada a las rodillas con la colmilluda boca. Gotrek maldijo y lo decapitó. El monstruo se desplomó en el suelo, con las extremidades inmóviles, al fin.
—Se ha quedado quieto —dijo Gotrek, que miró al orco con desorbitados ojos de borracho.
—¡Cuidado!
Félix arrastró a Gotrek hacia atrás, y el hacha de un orco erró el cuello del Matador por poco. Gotrek se zafó de la mano de Félix y decapitó también a ese orco, que a su vez se desplomó como un saco vacío.
Hamnir rió, aún borracho.
—¡Lo has logrado, Gurnisson! Has encontrado la manera.
—¡Ja! —replicó Gotrek, vagamente—. Lo sabía desde el principio.
—¡La cabeza! —gritó Hamnir a lo largo de la línea de combate—. ¡Si cortáis la cabeza, el cuerpo muere! ¡Haced correr la voz!
—Príncipe —dijo Gorril con ansiedad—. ¡Anula la orden de retirada! ¡Podemos acabar con ellos!
—No —replicó Hamnir—. Estamos demasiado cansados…, demasiado borrachos. Moriríamos en el intento. Primero, tenemos que recuperarnos.
El recorrido hasta la fortaleza intacta fue una pesadilla. Aunque sabían cómo detenerlos, los orcos eran difíciles de matar, y en cada cruce de corredores y salón abierto, más orcos emergían de la oscuridad en una marea verde grisácea y atacaban a los enanos por los flancos. Al fin, con los orcos rodeándolos por todas partes, los enanos llegaron a las grandes puertas de la fortaleza del clan Diamantista.
Una vez más, Hamnir tocó el código de los mineros en la puerta con el hacha y, una vez más, esperaron mientras los enanos contenían lo mejor posible a la masa de orcos.
—Malditos sean —dijo Gorril cuando habían pasado cinco minutos y habían muerto muchos valientes enanos—. ¿Dónde están?
—Sin duda, duermen profundamente —dijo Hamnir—; con la barriga llena y al fin sin miedo. —Volvió a golpear la puerta.
Pasado un rato, oyeron un toque de respuesta, y las puertas se abrieron lentamente. Hamnir hizo retroceder a las compañías de una en una, las cuales se retiraron ordenadamente hacia el interior de la fortaleza, hasta que quedaron sólo él, Félix, Gotrek y Gorril con sus hermanos de clan luchando contra una muralla de orcos imparables y de mirada fija.
—¡Ahora! ¡Atrás al mismo tiempo! —gritó Hamnir, y luego—: ¡Las puertas! ¡Cerrad las puertas!
Los enanos retrocedieron con rapidez —las filas estaban aún perfectamente formadas— mientras las puertas se cerraban. Los orcos avanzaron con la intención de seguirlos, pero las puertas se cerraron inexorablemente y redujeron a pasta a un puñado de orcos que se encontraban en medio. Gotrek, Félix y los muchachos de Gorril decapitaron a unos pocos que lograron entrar, el mecanismo de cierre encajó en su sitio y todo quedó en silencio.
Hamnir se recostó contra la pared para recobrar el aliento, y luego se irguió con cansancio y se volvió hacia los enanos que formaban en el corredor débilmente iluminado, todos los que quedaban del ejército que, unas tres semanas antes, se había reunido para ayudarlo a recuperar Karak-Hirn. Las batallas contra los orcos vivos y los resucitados habían reducido el número de efectivos a menos de la mitad.
—Habéis luchado bien, primos —dijo Hamnir entre jadeos—. Ahora, vamos a abusar de la hospitalidad de nuestros hermanos recientemente rescatados. Debemos descansar antes de volver a la lucha.
Los enanos se apartaron y giraron sobre sí mismos para dejar que Hamnir, Gorril, Félix y Gotrek encabezaran la marcha por el corredor hacia el salón central de la fortaleza. Galin y Narin los acompañaron, ya que se habían habituado a ir con Hamnir.
Félix se sobresaltó cuando entraron en la enorme estancia. El noble Kirhaz, Ferga y los demás supervivientes estaban formados como un ejército en el centro del salón, y los observaban con mirada fija. Estaban todos armados, incluso las mujeres, aunque sólo fuera con tenazas para el fuego y rodillos de amasar.
Hamnir cuadró los hombros y los saludó, emocionado por el espectáculo.
—Es un acto muy valiente, primos —dijo—, acudir en nuestra ayuda cuando vosotros mismos os halláis en semejante apuro, pero no hay necesidad. Por el momento, estamos a salvo, y cuando hayamos dormido y nos hayamos recuperado, nos encargaremos de la amenaza que hay dentro de la fortaleza.
Los supervivientes no dijeron nada, ni tampoco se movieron, sino que se quedaron donde estaban, con la mirada fija, sin parpadear.
—¿Kirhaz? —dijo Hamnir con incertidumbre—. ¿Birri? ¿Estáis bien? ¿Tenéis habitaciones para que podamos descansar?
Kirhaz alzó la ballesta, que tembló en sus manos arrugadas. Disparó con poca puntería, y la saeta golpeó una espinilla de Hamnir.
—Vosotros amenazáis al Durmiente —dijo Birri—. Debéis morir.
Hamnir gritó, tanto de sorpresa como de dolor, y estuvo a punto de caer.
—¡Príncipe Hamnir!
Gorril cogió a Hamnir y lo mantuvo de pie.
Todos se quedaron mirando a los enanos del clan Diamantista, boquiabiertos de pasmo. Kirhaz dejó caer la ballesta, que repiqueteó en el suelo, y sacó el hacha. Él y Birrisson les hicieron a los otros supervivientes un gesto de avance, y comenzaron a caminar arrastrando los pies, sin energía, al mismo tiempo que alzaban las armas.
—Noble Kirhaz, Birri, no entiendo —dijo Hamnir, e hizo una mueca de dolor al descargar el peso sobre la pierna herida—. ¿Por qué nos atacáis? ¿Quién es el Durmiente?
Ni Kirhaz ni Birrisson respondieron. El resto de demacrados soldados continuaron avanzando, con la mirada fija en Hamnir y su sitiado ejército. Gotrek gruñó inarticuladamente.
—¡Grimnir!, ¿qué les sucede? —gritó Hamnir.
—Están…, están igual que los orcos —dijo Gorril—. ¿Cómo puede ser? ¿Cómo es que no nos dimos cuenta antes?
Hamnir retrocedió un paso. Los otros hicieron lo mismo. Todo el ejército se alejaba poco a poco de los extraños enanos silenciosos.
—¿Es al Durmiente a quien percibimos en la mina? —preguntó Félix con incertidumbre—. ¿Ha sometido sus mentes mediante brujería?
—Imposible —replicó Hamnir, como si intentara convencerse a sí mismo—. Los enanos nos reímos de la brujería. No nos afecta. —Le gritó a Kirhaz, que estaba alzando el hacha—. ¡Noble Helmgard, por favor! Recobra la sensatez. Birrisson, ¿has olvidado nuestra amistad? Ferga, haz que me escuchen.
Ferga caminaba junto a su padre, tan implacable como el resto, con un cuchillo de trinchar en una mano. No respondió.
Gotrek contemplaba a los enanos que se acercaban con su único ojo vidrioso y cargado de desdicha.
—Están contaminados, erudito —dijo con tristeza—. No creo que se les pueda salvar.
—¿Qué? ¿Qué quieres decir?
—Quiero decir —replicó Gotrek, e hizo una pausa antes de continuar con voz enronquecida— que tendremos que matarlos.
—¡No! —replicó Hamnir con los ojos desorbitados—. ¡No! ¡Los hemos rescatado! ¡Ahora no podemos cambiar de opinión y matarlos! ¡No lo haré!
—Ellos quieren matarnos a nosotros —observó Gotrek.
—¡Tiene que haber una manera! —Hamnir miró a su alrededor, desesperado.
Algunos enanos del clan Diamantista habían llegado a la primera línea del ejército y les lanzaban patéticos golpes a sus primos. Eran golpes lentos y débiles, que los enanos de Hamnir paraban con facilidad, algunos al mismo tiempo que gritaban los nombres de sus atacantes y les imploraban que se detuvieran. Habría sido cuestión de un instante matarlos a todos, pero ninguno de los enanos tenía corazón para hacerlo, así que se limitaban a bloquear los ataques y mantenerlos a distancia.
—¡El salón del gremio de gemólogos! —dijo Hamnir, de pronto, a la vez que señalaba una ornamentada puerta abierta que había en la pared de la izquierda—. Los encerraremos dentro, y luego bajaremos a la mina y encontraremos lo que ha provocado este horrible cambio, ese Durmiente, y lo mataremos! ¡Entonces, se recuperarán!
Gotrek negó con la cabeza.
—Estás engañándote a ti mismo, erudito. Están demasiado idos. Míralos.
—¿Cómo puedes decir eso? —gritó Hamnir, furioso—. ¿Cómo puedes condenarlos cuando aún podría haber esperanza?
—Por experiencia.
—¡Al diablo con tu experiencia! ¡Me niego a creer que sea demasiado tarde! Detén tu mano. No mataré a mi propia familia.
Gotrek replicó con un gruñido grave, pero no atacó.
—Haz correr la voz —le susurró Hamnir a Gorril—. Retirada al interior del salón del gremio, la retaguardia por delante. Cuando nos sigan y se metan dentro, cerraremos la puerta con llave, y luego saldremos por la puerta trasera y los dejaremos atrapados.
Gorril saludó y corrió hasta cada compañía para comunicarle el plan al comandante, mientras poco a poco más enanos de lentos movimientos se acercaban al ejército de Hamnir y se intensificaba la extraña batalla de un solo bando. Los enanos se sintieron aliviados por no tener que atacar a sus primos y obedecieron con ansiedad las órdenes de Hamnir. Las compañías que se encontraban más cerca de la entrada retrocedieron al interior del salón, mientras las que tenían delante les protegían la retirada.
Birrisson, Kirhaz y Ferga se dirigieron hacia Hamnir y sus compañeros.
El primero alzó una mano para señalarlos.
—Matad al príncipe. Matad al Matador. Es la voluntad del Durmiente.
Algunos de los inconscientes enanos obedecieron; giraron para unirse a Kirhaz, Birrisson y Ferga, que ya acometían a Hamnir y Gotrek, mientras que el resto atacaba a los soldados del príncipe.
Kirhaz alzó el hacha contra Hamnir. Gotrek se la quitó de la mano de un golpe. Félix bloqueaba y paraba los ataques de tres enanos. Individualmente, no eran nada; juntos, después del sueño ebrio y la demente y precipitada retirada ante los orcos no muertos, eran casi más de lo que Félix podía manejar. Si pudiese haber atacado para defenderse, el combate habría acabado en un segundo; no obstante, era tan reacio como los enanos a matar a aquellos que habían ido a rescatar.
Birrisson dirigió un golpe de martillo hacia Gotrek. El Matador lo bloqueó con facilidad y le dio al ingeniero una patada que éste apenas pareció sentir. Volvió a atacar a Gotrek. El Matador paró el golpe y lo pateó de nuevo, con más fuerza, frustrado. Birrisson retrocedió con paso tambaleante, tropezó con uno de sus compañeros y cayó pesadamente sobre un hombro. Se levantó casi al instante, y en ese momento, Félix captó un destello de oro alrededor del cuello del ingeniero, oculto debajo de la barba.