Los enanos se quedaron mirando fijamente a la grotesca aparición, que continuó corredor abajo, y arrugaron la nariz ante el espantoso olor.
—¿Qué demonios es eso? —susurró Ragar.
—Es el jefe, o yo soy un halfling —replicó Arn.
—Pero ¿qué le ha sucedido? —preguntó Karl—. Parecía… Olía… a enfermo.
—Una prueba más de que sucede algo raro —replicó Hamnir en voz muy baja—. Las trampas nuevas en el hangar de Birrisson, la actividad de las minas, el hecho de que tejan, la manera de hablar tan impropia de los orcos, esa extraña armadura con rebordes: nada de eso es propio de los pieles verdes.
Gotrek asintió con la cabeza mientras miraba el hacha. Las runas de la hoja volvían a relumbrar.
—Ya lo creo que sucede algo raro. —Con el ceño fruncido, miró al enorme orco que desaparecía en las profundidades de la fortaleza, y luego se encogió de hombros—. Vamos.
Hamnir asintió. El corredor estaba despejado en dirección a la puerta de la fortaleza.
—Bien —dijo—. Saetas en las ballestas, y a la carrera. No les deis tiempo a reaccionar. Vamos.
Los enanos salieron, se dividieron en dos grupos y corrieron hacia las salas de guardia. La enorme losa de piedra que conformaba el lado interno de la Puerta del Cuerno se alzaba en el fondo del amplio corredor como un monolito, roca sólida sin rendijas ni goznes. Justo antes de ella, había dos puertas abiertas en las paredes del corredor, y al otro lado, brillaba luz de antorcha.
Los enanos habían cubierto poco más de la mitad de la distancia cuando un orco salió por la puerta de la derecha, camino de la sala de la izquierda. Se volvió al percibir movimiento con el rabillo del ojo. Thorgig y Narin dispararon las ballestas. El orco cayó con un golpe sordo; tenía una saeta clavada en la garganta y otra en el pecho.
Se oyeron gruñidos interrogativos procedentes del interior de las salas de guardia. Los enanos aceleraron la carrera; Gotrek encabezaba el grupo de la izquierda, y Barbadecuero, el de la derecha.
Justo antes de que los enanos llegaran a las puertas, asomaron por ellas cabezas de orco. Gotrek clavó el hacha en la frente del monstruo de la izquierda y lo empujó con un hombro hacia el interior de la sala. Barbadecuero hizo lo mismo a la derecha, y los enanos entraron en las salas.
En el momento en que Félix entraba en la sala de guardia de la izquierda, vio que un orco solitario que estaba ante una mesa situada en el centro se ponía de pie de un salto e intentaba desenvainar el arma cuando Gotrek saltaba ya hacia él. El Matador le cortó la cabeza antes de que el arma saliera de la vaina. Karl y Ragar pasaron corriendo y cerraron la puerta que conducía a los matacanes y los torreones, y apoyaron los hombros contra ella.
Gotrek miró a su alrededor, asqueado. Había un soporte de fusiles en una pared, un enorme gong de latón para dar la alarma en otra y una segunda puerta en la misma pared en que estaba la que sujetaban los hermanos Rassmusson; pero no había ni un orco más en la sala.
—¿Y dónde está mi pelea? —preguntó.
De la otra sala les llegó el entrechocar de las armas.
—¡Ja! —Gotrek se animó y corrió hacia la salida—. Quedaos aquí y echad la llave a la puerta.
—Sí, Matador —replicó Karl con una mueca burlona—. Vete.
—Nos quedaremos aquí y dejaremos que te diviertas tú sólo —añadió Ragar mientras Narin iba hacia ellos y se sacaba las llaves de Hamnir del bolsillo del cinturón.
Félix siguió a Gotrek al otro lado del corredor. La sala de guardia de la derecha era fiel reflejo de la otra, incluso en lo referente al soporte para fusiles y el gong. Cuatro orcos yacían muertos en el suelo, y Hamnir, Barbadecuero y Arn estaban ocupados con otros seis, mientras Thorgig y Galin mantenían cerrada la puerta que daba acceso a los matacanes y torreones, aunque daba la impresión de que habrían preferido estar luchando.
—Mucho mejor —dijo Gotrek.
El Matador entró y mató a dos orcos al instante, mientras Barbadecuero y Hamnir acababan con uno cada uno.
El orco que se enfrentaba con Arn, al ver caer a sus hermanos, saltó hacia el gong de alarma.
Arn le lanzó un tajo y erró.
—¡Cuidado! Va a…
Félix se arrojó hacia el orco, lo cogió por un tobillo y lo hizo caer de bruces justo al lado del gong. Gotrek rodó sobre sí mismo y le clavó el hacha en la espalda.
—¡Ja! —exclamó el Matador.
El último orco retrocedió con paso tambaleante ante Barbadecuero, mientras las entrañas le caían del vientre. Antes de que nadie se diera cuenta del peligro, tropezó con el camarada muerto y cayó hacia el gong con el casco por delante, muerto.
Se oyó un ensordecedor estruendo musical que estremeció la sala con sus vibraciones. Félix se tapó los oídos con las manos. Gotrek saltó hacia el gong y lo apretó entre las manos para acallarlo.
—Eso lo ha estropeado todo —dijo Arn.
Un galimatías de voces de orcos estalló en el matacán de arriba, y unas botas comenzaron a bajar por la escalera. Thorgig y Galin apoyaron los hombros con fuerza contra la puerta.
—¡De prisa! —dijo Hamnir al mismo tiempo que la señalaba.
Los dos enanos comenzaron a resbalar hacia atrás cuando los orcos impactaron contra el otro lado de la puerta.
Hamnir sacó las llaves y corrió hacia ellos.
—¡Aguantad!
Gotrek y Barbadecuero añadieron su peso al de los otros dos y lograron cerrarla otra vez. Hamnir metió la llave del ojo cuadrado dentro de la cerradura, e intentó hacerla girar. No giró.
El príncipe se puso pálido.
—¿Es que me he confundido?
—¡Date prisa, condenado! —dijo Galin mientras la puerta se estremecía y temblaba bajo su hombro.
Hamnir metió la otra llave en la cerradura, pero justo en ese momento, Narin entró corriendo con un llavero de hierro negro en una mano, y dos llaves de hierro en la otra.
—Han cambiado las cerraduras —dijo, y le lanzó el llavero a Hamnir—. Prueba con éstas. Ya he encontrado las mías.
Hamnir atrapó el llavero y gimió. Tenía al menos una docena de llaves. Metió una en la cerradura, pero no giró. Probó con la siguiente; tampoco. La puerta se estremecía bajo los golpes, mientras los enanos luchaban para mantenerla cerrada.
—Los orcos no hacen llaves —murmuró Galin.
Ragar asomó la cabeza desde el corredor.
—¡Lo han oído en la fortaleza! —gritó—. ¡Vienen hacia aquí!
—¿Cuántos? —preguntó Hamnir.
—¡Toda la maldita horda, por lo que parece! —dijo Karl por encima del hombro de su hermano.
—¡Están a cien pasos! —gritó Ragar.
Hamnir se volvió a mirar a Thorgig a la vez que probaba otra llave. Tenía los ojos severos y tristes.
—Es ahora o nunca, muchacho. Sube por la otra escalera, antes de que se les ocurra bajar por detrás de nosotros.
—Pero ahora están alertados —dijo Narin—. Lo cortarán en pedazos antes de que pueda tocar el cuerno.
—No, no lo harán —declaró Barbadecuero al mismo tiempo que se retiraba de la puerta—. Rassmusson, ocupa mi lugar. Yo ganaré tiempo para él.
A través de los agujeros de la máscara, los ojos le relumbraban de anhelante expectación ante la perspectiva de una batalla con probabilidades imposibles. Era algo que Félix había visto con gran frecuencia en los ojos de Gotrek, Snorri Muerdenarices, Malakai Makaisson y los otros Matadores a los que había conocido.
Hamnir apretó las mandíbulas y se le erizó la barba.
—Bien. Adelante.
—Sí, príncipe mío —dijo Thorgig.
Arn apoyó un hombro contra la puerta, mientras Thorgig y Barbadecuero saludaban a Hamnir con el puño sobre el corazón y luego atravesaban el corredor a la carrera, junto con Narin, hacia la otra sala de guardia. Thorgig se descolgó del cinturón el cuerno de guerra de Karak-Hirn.
—¡Maldito mundo! —dijo Hamnir.
Metió la llave siguiente en la cerradura, pero tampoco giró.
—¡Sesenta pasos! —anunció Ragar desde la puerta.
Entonces, Félix ya oía a los orcos, que se acercaban como el trueno de una avalancha lejana. Miró al otro lado del corredor, al interior de la sala de guardia de enfrente, en el momento en que Narin hacía girar la llave en la cerradura de la puerta que conducía al matacán y los torreones de la izquierda, y la abría. Barbadecuero cargó de inmediato por la escalera. Thorgig vaciló un instante, y luego corrió tras él, aferrando el cuerno de guerra con una mano. Narin cerró de golpe la puerta y le echó la llave.
Sonó un grito sordo de uno de los orcos de arriba, y después las enérgicas notas del cuerno, que tocaba una llamada de reunión. Félix oyó un rugido de Barbadecuero, y el choque de hacha y cuchilla. El cuerno tocó a reunión una y otra vez, acompañado por gruñidos y choques de metal contra metal.
Por fin, Hamnir encontró la llave correcta y la hizo girar en la cerradura, justo en el momento en que el cuerno de Thorgig tocaba una brusca nota disonante y callaba.
—¡Maldito mundo! —repitió Hamnir. Bajó la cabeza hasta tocar la puerta con la frente.
—Sólo espero que lo hayan oído —dijo Galin mientras retrocedía con Gotrek y Arn.
—¡Treinta pasos! —gritó Ragar desde el corredor. El estruendo de las botas era tan fuerte que casi ahogó la voz del enano.
Los orcos del otro lado comenzaron a golpear la puerta con las armas. Hamnir continuó apoyado contra ella, sin moverse.
—Vamos, Ranulfsson —dijo Gotrek, malhumorado—. Hay trabajo que hacer.
Hamnir asintió y levantó la cabeza, ceñudo.
—Cierto. —Avanzó hasta la puerta de la sala de palancas—. Los Rassmusson defended la otra sala de guardia. —Comenzó a probar llaves en la cerradura—. Y que uno de vosotros encierre a Narin con llave dentro de la sala de palancas, por si acaso… lograran pasar más allá de vosotros.
—Sí, príncipe —asintió Arn, y saludó. Corrió hacia la sala de guardia de la izquierda junto con sus hermanos, mientras el estruendo de las botas de los orcos estremecía la habitación.
—¡Diez pasos!¡Ya llegan! —gritó Ragar mientras los tres hermanos formaban dentro de la puerta abierta.
—Galin —dijo Hamnir sin alzar la vista de la cerradura—, cuando encuentre la llave, me encerrarás dentro, y luego ayudarás al Matador.
Galin asintió con la cabeza.
—De acuerdo.
—¿Sabes qué debes hacer, Gurnisson? —gritó Hamnir.
Gotrek hizo un gesto de asentimiento.
—Mantener a salvo tu triste pellejo, como siempre. —Avanzó pesadamente hasta la entrada—. Humano, en posición.
Félix ocupó una posición a la izquierda de la puerta y miró a Gotrek, que se mecía ligeramente.
—¿Estás bien, Gotrek? —preguntó.
—Nunca he estado mejor —Gotrek asintió con la cabeza al mismo tiempo que alzaba el hacha—. Puedo aguantar.
Con un estruendo ensordecedor, la horda de orcos inundó el extremo del corredor como una marea verde. Gotrek rugió y comenzó a asestar hachazos cuando avanzaron hacia las puertas de las salas de guardia, y fue matándolos a medida que llegaban. La presión de los orcos de detrás empujaba a los de delante hacia el hacha de Gotrek, tanto si estaban preparados como si no, y él los cortaba en trozos verdes que volaban hacia todas partes.
Desde el lateral, Félix les asestaba estocadas y tajos que los desjarretaban o dejaban ciegos. A través de la masa de fibrosos brazos y acorazados torsos verdes, captaba atisbos de los hermanos Rassmusson, que blandían picos enrojecidos en la puerta de la otra sala de guardia y los clavaban en los orcos con los mismos golpes incansables que habían empleado para atravesar la pared de la bóveda.
Al menos un centenar de orcos atascaba el extremo del corredor, y sin duda había cientos de otros que abarrotaban el largo pasillo detrás de ellos e intentaban llegar hasta la zona de combate. Por suerte, las puertas de las salas de guardia tenían sólo el ancho de un enano, y los orcos podían acercarse a ellas de uno en uno o de dos en dos. Gotrek se situó un paso más atrás para blandir el hacha sin estorbos y cortar cabezas y pechos, mientras Félix clavaba estocadas en pies, muñecas y ojos antes de que los orcos llegaran hasta él.
Hamnir lanzó un grito de triunfo cuando, al fin, encontró la llave de la sala de palancas. Félix estaba demasiado ocupado para volverse a mirar, pero oyó que la puerta se abría y volvía a cerrarse, y luego Galin se reunió con ellos y comenzó a matar desde la derecha de la puerta, como Félix hacía desde la izquierda.
¿Aguantarían el tiempo suficiente? Félix miró a Gotrek con inquietud. ¿Podría aguantar el Matador, cansado como estaba? ¿Y los hermanos Rassmusson? El hacha del Matador no perdía velocidad, pero sus pies se movían con torpeza y resbalaban en la sangre de los orcos. En su cara no se veía la salvaje sonrisa de dientes desnudos que era habitual durante la batalla; la había reemplazado una expresión ceñuda y decidida, y mantenía las mandíbulas apretadas.
¿Y si Gorril tropezaba con obstáculos imprevistos? ¿Y si el ejército había caído en una emboscada de los orcos? ¿Y si, Sigmar no lo quisiera, Gorril no había oído el toque de cuerno? Podría suceder que la ayuda no fuera de camino. En ese caso, con independencia de cuánto tiempo aguantara Gotrek, no sería suficiente. La marea de orcos era interminable. Antes o después, se abrirían paso al interior de las salas de guardia y los matarían a todos.
Félix rió amargamente entre dientes. Aunque fueran orcos, allí tenían el tipo de muerte que Gotrek había anhelado: una lucha heroica, con una desventaja numérica abrumadora y en nombre de la más noble de las causas. Por supuesto, como siempre, Félix estaba tan atrapado en la grandiosa muerte de Gotrek como el propio Matador, y las probabilidades de que sobreviviera para escribir el poema épico de su legendario final estaban entre escasas y nulas. Un día tendría que dilucidar cómo escribiría la crónica de la muerte de Gotrek desde la distancia…, si llegaba a disponer de algún día después de aquél.
Se oyó un bramido de dolor. Luego, alguien en el corredor gritó: «¡Ragar!».
Félix miró hacia la sala de guardia del otro lado a través del apiñamiento de orcos. En ese momento, Ragar caía, con la cabeza medio cortada y la barba empapada en sangre. Los hermanos hicieron pedazos al orco que lo había matado, y continuaron luchando.
Félix también continuó; no había tiempo para lamentaciones. Gimió de cansancio. Le dolían los brazos de tantas estocadas y tajos que había asestado. Los orcos trepaban por encima de los cuerpos de sus camaradas muertos para atacar a Gotrek con estoica inexpresividad, como si sus propias vidas carecieran de todo valor, como si supieran que eran las gotas de agua que desgastaban la roca. Los cuerpos caídos dentro de la puerta llegaban hasta los hombros de Gotrek.