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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

Mataorcos (27 page)

BOOK: Mataorcos
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—Aquí —declaró—. La bóveda de mi padre está a tres pasos detrás de esta pared.

Galin avanzó y dio golpecitos en la pared con los nudillos.

—¿Puedo hacer un sondeo, príncipe?

—Desde luego que sí —replicó Hamnir.

Galin se volvió hacia Narin, que llevaba un martillo de guerra.

—¿Quieres golpear la pared, Pielférrea?

Narin asintió y preparó el arma.

—En cuanto lo ordenes.

Galin se quitó el casco y pegó un oído a la pared.

—Golpea.

Narin golpeó, y el martillo rebotó.

Galin escuchó atentamente la roca, y luego avanzó unos pocos pasos, pasillo abajo, y volvió a pegar el oído a la pared.

—Una vez más.

Narin golpeó de nuevo, y Galin se concentró. Cuando el eco se apagó, el ingeniero frunció el ceño y regresó junto a los otros, mientras se acariciaba la barba y negaba con la cabeza.

—Me temo que has calculado mal, príncipe. Aquí hay una cavidad, en efecto, pero se halla a una distancia que ronda más bien los seis pasos.

Hamnir gimió.

—¿Seis? ¿Podemos atravesar a tiempo ese espesor? —preguntó, y se mordió el labio inferior.

Galin pasó una mano por la áspera pared.

—¡Hummm!, es arenisca, pero hay un plegamiento de gneis que la recorre en diagonal, y tendremos que atravesarlo; es muy denso. —Se encogió de hombros—. Un minero experimentado debería poder cavar en la arenisca un agujero de dos palmos de profundidad, tan alto y ancho como él, en una hora y media, si trabaja al máximo rendimiento, pero no puede continuar durante más de tres horas seguidas sin perder velocidad de modo considerable.

Miró a los enanos.

»Yo he excavado bastante, y sé que estos muchachos también lo han hecho —dijo al mismo tiempo que asentía con la cabeza hacia los hermanos Rassmusson—, pero puede ser que los demás no hayan cogido un pico en un siglo, más o menos. Si sólo trabajamos nosotros cuatro, por turno… —Hizo una pausa para calcular mentalmente—. Treinta horas, probablemente más, si tenemos en cuenta la fatiga.

—Yo sé cavar —dijo Gotrek.

—Y yo —intervino Barbadecuero—. Fue como minero que luché contra los skavens.

—Aún así, serán treinta horas —dijo Galin—. Aunque si contamos con seis excavadores, estaremos menos cansados cuando acabemos.

—Tenemos que hacerlo más de prisa —dijo Hamnir con el entrecejo fruncido—. Estamos en la noche del sexto día, y le dijimos a Gorril que abriríamos la Puerta del Cuerno mañana, a la puesta del sol. No podemos tardar más de veinte horas. El ejército no puede esperar durante diez horas. Los pieles verdes los harán pedazos como hicieron antes.

—Gorril esperará, príncipe —intervino Thorgig—. Nunca abandonaría tu causa.

—Lo sé —replicó Hamnir—. Lo sé.

—Entonces, deja de hablar —dijo Gotrek—, y comencemos a cavar.

Los hermanos Rassmusson asintieron con la cabeza, se quitaron la mochila y la armadura, cogieron los picos y, sin más preámbulo, acometieron la pared con ritmo experto. El ruido era ensordecedor. Los trozos de piedra caliza comenzaron a cubrir el suelo.

—Al principio se excavará con mayor rapidez —le explicó Galin a Hamnir—, mientras sean tres los que puedan trabajar al mismo tiempo, pero cuando el agujero sea más profundo, sólo un enano podrá llegar al frente de arranque.

Hamnir asintió con la cabeza, y se volvió hacia Thorgig para darle el aro de las llaves.

—Primo, ve hasta la puerta, y mira si desde allí puede oírse el ruido de la excavación. —Luego, miró a Félix—. Acompáñalo,
herr
Jaeger. Si no puede oírsenos, entrad en la mina. Vamos a necesitar una carretilla y cerveza, o agua potable, tanta como podáis transportar.

—Y comida —dijo Galin—. Excavar da hambre, y ya casi nos hemos comido todo lo que trajimos.

—Nada de comida —lo contradijo Hamnir, ceñudo—. Al menos, nada de carne. La que comen los pieles verdes podría ser de enano.

* * *

Félix y el joven enano se marcharon, mientras los demás comenzaban a plantar el campamento en torno al frente de arranque; extendieron las mantas y clavaron puntas en la pared para colgar los faroles.

Cuando llegaron a la puerta y la cerraron tras ellos, se quedaron quietos y prestaron atención para ver si oían el impacto de los picos sobre la roca.

Thorgig maldijo en voz baja.

—Es débil pero claro. Mala cosa.

—Yo no oigo nada —dijo Félix.

Thorgig se alegró.

—Es porque eres humano. Bien. La agudeza auditiva de los orcos es tan inferior como la humana, así que tal vez estemos a salvo.

Félix gruñó, fastidiado una vez más por el despreocupado insulto.

Thorgig alzó la mirada, sonrojado.

—Te pido disculpas, herr Jaeger. Sé que no te gusta oír hablar de los defectos humanos. Le salvaste la vida a Kagrin, y me la salvaste a mí. Te debo un mayor respeto. Evitaré hablar de esas cosas en tu presencia.

Félix se tensó y se tragó el impulso de espetarle a Thorgig algunos de los defectos de los enanos. El joven no pretendía ser insultante. De hecho, pensaba que estaba mostrándose cortés. No sabía hacerlo mejor, y ése no era momento para educarlo.

Félix hizo una reverencia y ocultó una sonrisa presumida.

—Me siento confundido y honrado por tu sentido del tacto, Thorgig Helmgard —dijo.

Thorgig asintió con la cabeza, complacido.

—Gracias, herr Jaeger. Parece que se te está contagiando la cortesía de los enanos. Por aquí.

Félix lo siguió por el corredor mientras sacudía la cabeza con asombro.

Avanzaron sigilosamente hacia el área más poblada de la mina, donde pudieron hallar y llevarse casi todo lo que había pedido Hamnir, sin llamar la atención de ningún orco. La excepción fue la cerveza. Todos los barriles que encontraron habían sido espitados, destrozados o vaciados. Sin embargo, hallaron un poco de pan duro, sin leudar, de enanos; al parecer, no era del agrado del paladar de los orcos. Lo metieron en la carretilla, junto con dos grandes pellejos de agua, algunas palas y un frasco de aceite para lámparas, y se apresuraron a regresar a la mina agotada.

Félix se quedó atónito ante la gran cantidad de roca que los hermanos habían arrancado durante su ausencia. El agujero de la pared ya tenía unos dos palmos de profundidad, y aunque era demasiado bajo para que Félix pudiera ponerse de pie dentro, era más ancho que un enano. Los tres hermanos no parecían trabajar con mayor lentitud, y mantenían un ritmo regular, como el de una máquina, sin hacer pausa alguna. Los demás habían retirado lo mejor posible los escombros resultantes, y Félix y Thorgig se pusieron a trabajar con las palas para echarlos dentro de la carretilla. Luego, Félix se los llevó corredor abajo y los amontonó fuera del paso.

* * *

Durante las siguientes diez horas, fue lo único que hizo. Mientras los enanos arrancaban pedazos de pared y el agujero se hacía cada vez más profundo, él recogía los trozos con la pala para echarlos en la carretilla, y se los llevaba. Era la única contribución que podía hacer. Pedirle que usara el pico sólo habría hecho el trabajo más lento, ya que habría tenido suerte si hubiese sido capaz de excavar medio palmo en una hora.

A las dos horas justas, los hermanos habían alcanzado la máxima profundidad a que podían llegar tres enanos que trabajaran lado a lado, y se retiraron, exhaustos. Galin los relevó, en solitario, con el torso desnudo, y se puso a picar a un ritmo regular y certero que hablaba de larga experiencia. Hamnir y Narin trabajaban detrás de él para ensanchar el agujero y sacar los trozos fuera, donde Félix los recogía.

Los otros enanos descansaban lo mejor posible, y Hamnir envió a Barbadecuero a la puerta de la mina agotada para que escuchara por si oía patrullas de orcos, y luego, una hora más tarde, a Narin.

Pasadas dos horas, Galin salió tambaleándose del agujero, tras haber excavado algo mas de otros dos palmos. Estaba bañado en sudor y tembloroso. Barbadecuero ocupó su lugar, y se quitó la máscara para ver mejor, pero sólo cuando estuvo bien oculto dentro del agujero. Dos horas más tarde, lo reemplazó Gotrek, que la emprendió contra la roca como si fuera una horda de orcos. Volaba piedra y polvo.

—Tranquilo, Matador —dijo Galin, que alzó la cabeza desde donde estaba tumbado—. No durarás mucho a ese ritmo.

—Conozco mis límites —replicó Gotrek, que continuó con furia a la misma velocidad.

Durante un rato, cavó con mayor rapidez que los otros y profundizó casi dos palmos en una hora, pero al comenzar la segunda, con el sudor corriéndole por la espalda desnuda, el avance se hizo más lento. Aun entonces, mantuvo el mismo ritmo que Barbadecuero, y dio la impresión de que podía continuar indefinidamente a esa velocidad. Aunque los otros lo alababan y alentaban, parecía insatisfecho, gruñía y mascullaba.

Finalmente, Gotrek salió del agujero, enjugándose la frente ceñuda.

—¿Listo para cambiar? —preguntó Ragar al mismo tiempo que se levantaba. Había descansado durante seis horas, y parecía razonablemente fresco.

Gotrek negó con la cabeza, recogió un segundo pico y volvió a desaparecer en el agujero, sin pronunciar palabra.

Los otros enanos se apiñaron en torno a la abertura y contemplaron, boquiabiertos, cómo atacaba al frente de arranque con los dos picos, que manejaba con tanta facilidad y destreza como sus compañeros habían manejado uno. Por todas partes, volaban chispas y trozos de piedra arenisca.

Los ojos de Gotrek relumbraban.

—Ahora avanzaremos un poco —gruñó al mismo tiempo que cogía ritmo.

Sus descomunales músculos brillaban de sudor a la luz del farol. Los trozos de roca se apilaban a los pies de Gotrek a una velocidad asombrosa.

—Está loco —dijo Galin.

—Se agotará completamente —comentó Galin.

Hamnir tenía clavada en la espalda de Gotrek una mirada dura, como si tuviese intención de ordenarle que se refrenara, pero en cambio retrocedió hasta el túnel y se apartó.

Gotrek continuó durante tres horas más y excavó otros seis palmos, una proeza inaudita que hizo que los otros, particularmente los hermanos Rassmusson, se mostraran estirados y celosos.

—No tiene la forma apropiada —dijo Karl, sorbiendo por la nariz, cuando se acercó al frente de arranque para comenzar su segundo turno, y empezó a picar.

—No sería ni mínimamente aceptable para la minería auténtica —convino Arn, que sujetaba un farol detrás de él.

—La minería auténtica es para que dure —asintió Karl.

* * *

Félix comenzaba a estar indeciblemente cansado, y se sentía culpable por ello. Mientras que los enanos habían trabajado de modo heroico, él no había hecho más que agacharse, traspalar y empujar la carretilla; pero tras doce horas de continua actividad, ya no podía mantener la cabeza erguida, y poco después de que Karl comenzara su segundo turno, le entregó la carretilla a Thorgig y se tendió sobre la manta en la oscuridad, más allá de la zona iluminada por los faroles, con la vieja capa como almohada.

Se quedó dormido casi al instante, pero el sueño fue inquieto. Las sensaciones de pavor maligno que había experimentado al entrar en la mina, y que no habían desaparecido en ningún momento por mucho que intentara librarse de ellas, eclosionaron en sueños como flores nocturnas pálidas y pútridas. Miedos amorfos que surgían de su inconsciente lo presionaban desde todas partes y amenazaban con sofocarlo. Susurros de insecto, como la vibración de alas vidriosas, le zumbaban viles incitaciones al oído. Se sentía como si, por los estrechos pasadizos de la mina, lo persiguiera un mal intangible que estuviera en todas partes y en ninguna al mismo tiempo, aunque se le acercaba más a cada paso. Cualquier cosa que fuera iba a matarlo. Iba a morir allí. Nunca saldría de esos malditos túneles. Jamás volvería a ver el sol. Manos que no eran manos salían de la oscuridad para aferrado por el cuello. Sentía garras duras y frías que se deslizaban en torno a su garganta.

Félix despertó de forma brusca, jadeando. Un sudor frío como el hielo le perlaba la frente. Inspiró profundamente varias veces y miró a su alrededor, con el corazón acelerado. Del agujero irregular de la pared, le llegaron la oscilante luz de los faroles y el monótono sonido del pico que golpeaba la roca. En torno a él, los enanos estaban dormidos en sus lechos, y roncaban como sapos que croaran.

Los miró con repentina aversión. Los humanos que nunca habían conocido a un enano a menudo pensaban en ellos como una raza de hombres bajitos; sin embargo, tras haber pasado tantos años con Gotrek, Félix estaba mejor informado. No eran hombres. Ni siquiera eran primos de los hombres. Eran otra especie, una raza extraña de animales cavadores y de miras estrechas, con el instinto acaparador de las ratas gregarias y la testaruda intransigencia de las mulas. Miró fijamente a Thorgig, que roncaba a su lado. ¿Cómo era posible que alguna vez hubiera pensado en esos monstruos como personas? «
Míralos, con esas caras planas y peludas, esas manazas toscas, la piel áspera con textura de arcilla, las gordas narices bulbosas, más bien parecidas a hocicos de cerdo.
»

Era extraño que nunca antes hubiese reparado en ello, pero de repente no podía soportar mirarlos, a ninguno de los que estaban allí. Le causaban repugnancia. Cada aspecto de los enanos le resultaba nauseabundo, ¡lo que empeoraba aún más por el hecho de que, a diferencia de los skavens, los orcos y otros monstruos, a veces los enanos habían logrado engañar a los hombres para que los aceptaran como iguales, incluso como superiores! ¡No! Era algo que no debía permitirse. Eran viles topos atrofiados que cavaban el suelo, comían tierra y excretaban oro, que sacrificaban al pueblo de Félix en honor de sus dioses demonios de piedra, arrasaban las ciudades de los humanos cuando las encontraban, y a él lo obligaban a esa larga hibernación.

Se estremeció. Ya no podía tolerar la presencia de esos seres. Su hedor le provocaba náuseas. No podía permitir que vivieran. Si la voluntad de los enanos no podía ser sometida, había que destruirlos. Se interponían en el camino de su legítima dominación del mundo. Desenvainó la daga y se puso de pie, con los ojos posados sobre Thorgig. El estúpido animal no sabía que tenía la muerte encima. Félix se inclinó y tapó la boca del enano mientras le clavaba la hoja del arma en la arteria de la parte inferior de la mandíbula, difícil de encontrar bajo el maldito pelaje de la bestia.

El enano luchó brevemente, pero luego quedó inerte. Félix miró a su alrededor. Ninguno de los otros había despertado. Bien. Félix avanzó hasta Narin, que yacía acurrucado sobre un costado. También a él le tapó la boca, y clavó la daga por debajo de la oreja del enano rubio. Se estremeció y luchó, pero sólo por un segundo.

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