El troll de la izquierda rugió algo ininteligible y estrelló un puño contra otro, como si indicara que Gotrek y Hamnir debían continuar. El de la derecha, una troll hembra aún más fea que su compañero, dio palmas y ululó.
—Nuestros anfitriones han vuelto a casa —dijo Narin.
—No es su casa —gruñó Arn.
—Una muerte digna, al fin —dijo Barbadecuero al mismo tiempo que sacaba las dos hachas.
Hamnir alzó la cabeza y masculló algo, pero no logró levantarse. Thorgig se situó junto a él para protegerlo y le lanzó una mirada salvaje a Gotrek. Parecía un héroe de cuadro.
Gotrek avanzó hasta el hacha y la recogió. Las runas de la hoja relumbraban. Nadie se había dado cuenta.
—Enciende fuego, humano —dijo mientras avanzaba a grandes zancadas y acariciaba con un pulgar el agudo filo del hacha, lo que le hizo sangrar.
Los trolls gritaron, decepcionados, y volvieron a hacer gestos para que Gotrek y Hamnir continuaran la pelea.
—Fuego —dijo Galin, que retrocedía ante los trolls con nerviosismo—. Buena idea. El hombre necesitará ayuda.
Los otros le lanzaron miradas socarronas, mientras se desplegaban y preparaban las armas y los escudos.
—¿Te tiemblan un poco las rodillas, ingeniero? —se burló Narin.
—Hace falta algo más que una hacha para matar a un troll —replicó Galin en tono defensivo—. Deberías darme las gracias por dejarte la gloria para ti. —Comenzó a atravesar la enorme estancia—. Vamos, hombre. Esos durmientes servirán.
Mientras Félix lo seguía hasta los apilados durmientes, los recuerdos de las catacumbas de debajo de Karak-Ocho-Picos le inundaron la mente: el troll monstruosamente mutado que guardaba la bóveda del tesoro, las heridas que cicatrizaban casi en el momento en que Gotrek se las infligía con el hacha, los desesperados intentos de Félix de prenderle fuego al monstruo. Se alegraba de que Narin y los otros parecieran saber qué tenían entre manos. Se habían descolgado los faroles del cinturón y los sujetaban con la mano del escudo, preparados para arrojarlos.
Los trolls rugieron a los enanos que se les aproximaban, y golpearon el suelo con garrotes del tamaño de troncos de árbol. Incluso desde siete metros de distancia, el impacto reverberaba en los pies de Félix.
—Despacio, ahora —oyó que decía Narin—. Que nadie se adelante demasiado.
—¡Por la gloria y la muerte! —bramó Barbadecuero, y se lanzó hacia el troll macho al mismo tiempo que blandía frenéticamente ambas hachas.
—¡Loco idiota! —gritó Narin.
Él y los otros cargaron tras el Matador enmascarado; Gotrek, en primer lugar.
El troll rugió y lanzó un golpe hacia la cabeza de Barbadecuero. El Matador enmascarado se abalanzó hacia la derecha y rodó para ponerse de pie ante la troll hembra, a la que destripó con un rápido tajo ascendente. Ella chilló y descargó un golpe con el garrote, mientras los intestinos se derramaban por el sangrante tajo. Barbadecuero esquivó el golpe, pero fue derribado cuando el garrote partió las losas de piedra que tenía al lado. La troll hembra retrocedió mientras volvía a meterse las vísceras por el tajo, que ya estaba cicatrizando.
El resto de los enanos se acercaron, blandiendo hachas y martillos, y volvieron a saltar atrás casi de inmediato, cuando un revés del troll macho estuvo a punto de decapitarlos a todos.
—¡Obligadlos a venir hacia aquí! —gritó Galin, que estaba arrodillado cerca de los durmientes y rebuscaba en la mochila. Sacó un puñado de negros carbones lustrosos y los colocó en torno a la pila de madera.
Félix volvió la mirada hacia la lucha. Los enanos retrocedían mientras esquivaban los vómitos corrosivos que les escupía el troll. Donde caía el vómito, aparecían agujeros en el suelo. Arn arrojó el escudo cuando comenzó a desintegrársele. La compañera del monstruo volvía a acometer a Barbadecuero; el tajo del vientre era ya un poco más que un fino corte. Si alguien iba a obligar a alguien, daba la impresión de que serían los trolls a los enanos. Sin duda, habría resultado mucho más fácil de haber llevado el fuego a…
Félix se detuvo. Los raíles. Pasaban junto al montón de durmientes, y los enanos y los trolls luchaban justo encima de ellos.
Félix corrió hasta una vagoneta cercana y comenzó a empujarla.
—Olifsson, aquí dentro. ¡Mete los durmientes aquí dentro!
Las oxidadas ruedas rechinaron una amarga queja, pero al final la vagoneta comenzó a moverse.
Galin alzó la mirada, vio el vehículo, y sus ojos resiguieron los raíles hasta la lucha; después, sonrió.
—Bien pensado. Debe de habérsete contagiado algo del sentido común de los enanos al viajar con Gurnisson durante todos estos años.
Félix estuvo a punto de atragantarse. Gotrek tenía muchas virtudes, pero él no habría dicho que el sentido común fuera una de ellas. Detuvo la vagoneta junto a la pila, y él y Galin se pusieron a meter los pesados durmientes dentro, sin dejar de vigilar la lucha.
La troll hembra arremetió contra Barbadecuero de nuevo. Él se agachó y respondió al golpe con un salvaje tajo de retorno que cercenó una mano de la hembra a la altura de la muñeca. Mano y garrote salieron volando y derribaron a Ragar y Karl al golpearles las piernas.
Narin arrojó el farol encendido. El troll macho lo desvió de un garrotazo, pero, un segundo más tarde, Arn le lanzó el suyo, que se rompió contra un hombro del bruto y lo empapó.
—¡Con eso basta! —gritó Karl mientras se ponía de pie.
La llama no prendió.
—No, no basta —gimió Ragar.
Gotrek cargó por debajo del garrote y le asestó un tajo en la pierna izquierda, a la altura de la cadera, que casi se la cercenó. El troll aulló de dolor y le lanzó un golpe. El Matador lo bloqueó, y hacha y garrote se estrellaron con una detonación que a Félix le hizo daño en los oídos. Gotrek intentó retroceder para asestar otro tajo, pero no pudo porque el hacha había quedado atascada en la madera del garrote.
El troll lo alzó con ambas manos y levantó a Gotrek con él, aún aferrado con ambas manos al hacha atascada. Al Matador se le escapó el mango del arma de las manos cuando voló por encima del hombro del troll y dio volteretas por el aire hasta estrellarse con el cuello contra el suelo, a diez metros por detrás del monstruo; el hacha quedó clavada en el garrote.
Los otros enanos se lanzaron al ataque y le asestaron golpes y tajos al troll en media docena de sitios diferentes, para apartarse con rapidez cuando el monstruo chilló y los hizo retroceder con el garrote, que continuaba con el hacha clavada. El mango del hacha chocó con el pico de Arn y lo tiró de espaldas.
Barbadecuero seguía lanzándole tajos a la troll hembra, con la intención de cercenarle la otra mano. Ella le escupió un vómito, pero él retrocedió, y la mortal bilis erró el blanco.
Gotrek se puso de pie con paso tambaleante al mismo tiempo que parpadeaba y sacudía la cabeza como un toro; vacilante, se encaró con la espalda del troll.
—Devuélveme el hacha —gruñó.
—Ya basta, herr Jaeger —dijo Galin cuando metían un último durmiente dentro de la vagoneta.
Galin encendió los trozos de lustroso carbón con la mecha del farol, los echó dentro, y luego rompió el farol sobre la madera. El aceite lo salpicó todo, y las llamas se propagaron con rapidez.
Félix iba a empujar la vagoneta, pero Galin lo detuvo.
—Espera a que prenda bien.
—¿Esperar? —Félix volvió una ansiosa mirada hacia la lucha. ¿Podían permitirse esperar?
Gotrek estrelló un hombro contra las corvas del troll, mientras los otros se movían con rapidez y esquivaban golpes delante del monstruo; el troll cayó de espaldas, rugiendo de sorpresa, e intentó golpear con el garrote a Gotrek, que había acabado con medio cuerpo atrapado debajo de él. El Matador se apartó a un lado, y el troll se aplastó su propio pie. Chilló de dolor, y Gotrek se le subió encima y le arrancó el garrote de la mano mediante la pura fuerza bruta.
La troll hembra derribó a Barbadecuero de un garrotazo, y le saltó encima con la intención de arrancarle la cabeza de una dentellada. «
Al menos, la mano no ha vuelto a crecerle
», pensó Félix, aunque en la herida ya estaban formándose carne y hueso nuevos. Gracias a Sigmar, no se regeneraba con tanta rapidez como el troll mutante.
El troll macho se había levantado e intentaba coger a Gotrek. El Matador lo esquivaba y retrocedía mientras trataba de arrancar el hacha del garrote. El bruto lo seguía, pero, sin el arma, ya no podía mantener a distancia a los enanos. Lo acometían desde todas partes; le abrían heridas enormes en las piernas, los costados y la espalda, y los golpes le partían los huesos con una rapidez mayor de la que necesitaban para soldarse. Estaba cediendo terreno.
—¡Ahora, hombre! ¡Ahora! —gritó Galin al mismo tiempo que empujaba la vagoneta.
Félix y Galin lanzaron la llameante vagoneta, que corrió por los raíles hacia la lucha. El fuego y el humo volaron directamente hacia la cara de Félix, que maldijo y tosió.
El troll oyó el estruendo y se volvió. Sus ojos se abrieron más al ver las llamas, y saltó a un lado. ¡Iban a fallar!
Por fin, Gotrek logró arrancar el hacha y saltó hacia el troll, rugiendo.
—¡Muere! ¡Que Grimnir te maldiga!
Le cercenó ambas rodillas con un solo tajo descomunal. El monstruo lanzó un alarido horrible, y al caer, se estrelló contra el fuego, derribó la vagoneta y dispersó los durmientes encendidos por el suelo.
Gotrek le cortó la cabeza cuando intentaba arrastrarse para salir de las llamas, y luego le arrojó las piernas encima. El Matador gruñó de satisfacción.
—Los trolls nunca huelen mejor que cuando arden.
Los otros fueron hacia Barbadecuero, que aún se debatía debajo de la troll hembra. Le había apresado un brazo con la zarpa que le quedaba y le sujetaba el otro contra el suelo con el huesudo codo del brazo sin mano, mientras intentaba decapitarlo de una dentellada. El Matador enmascarado había perdido una de las hachas.
Barbadecuero miró con ferocidad a los enanos, a través del enredo de los brazos y las vacías mamas colgantes de ella.
—¡Dejadme solo! —les gritó.
Los enanos, reacios, hicieron lo que les pedía, y observaron con ansiedad mientras él forcejeaba. Tenía una pierna libre y pateaba el estómago de la troll con todas sus fuerzas. El cuello, por debajo de la máscara, estaba enrojecido y con los músculos tensos como cuerdas. Las venas se movían sobre la musculatura, que temblaba a causa del esfuerzo.
Gotrek avanzó poco a poco.
—¿No vas a intervenir? —preguntó Félix.
Gotrek le lanzó una mirada feroz.
—Por supuesto que no, pero si ella gana… —Alzó el hacha.
El cuello del monstruo se hinchó, y oyeron un horrendo retumbo espasmódico. ¡La troll iba a vomitar! ¡Barbadecuero quedaría reducido a pasta burbujeante! Con un tirón desesperado, el Matador enmascarado sacó el brazo derecho de debajo del codo de ella, y le lanzó un tajo a la cabeza con el hacha que le quedaba. Ella se apartó a un lado y lo recibió en el hombro, al mismo tiempo que escupía la bilis, que cayó sobre las losas del suelo, junto al enano. Unas pocas gotas le quemaron la máscara y el cuello.
Él le lanzó otro tajo. La troll le soltó la mano y aferró el hacha. Barbaduero le clavó un pulgar en el ojo, y ella se tambaleó y cayó de rodillas, mientras bramaba y se aferraba la cara. Tras ponerse en pie de inmediato, Barbadecuero saltó hacia la troll, le clavó el hacha en el cráneo y la derribó de espaldas sobre las llamas con su peso. Ella chilló y le dio un zarpazo. Se oyó algo que se desgarraba en el momento en que él salía volando y se estrellaba de cara contra el suelo.
La troll intentó zafarse del fuego, pero el tajo de la cabeza no se le curaba, y sus extremidades sólo temblaron débilmente antes de que cayera, muerta, y las llamas la ennegrecieran.
—Bien hecho, Matador —dijo Narin al volverse hacia Barbadecuero.
Gotrek asintió para manifestar su acuerdo.
Barbadecuero se puso trabajosamente de pie, aturdido y gimiendo. Félix y los enanos se quedaron mirándolo, conmocionados. Él les devolvió una mirada parpadeante.
—¿Qué?
Nadie respondió.
Se llevó las manos a la cara para tocársela. Estaba desnuda.
—¡Mi máscara! —gritó.
El Matador se volvió a mirar a la troll hembra muerta que se quemaba en el fuego. La máscara de cuero colgaba de la zarpa del monstruo, tenía las correas rotas y ascendía humo de los bordes, que ardían sin llama.
—¡No!
Barbadecuero se levantó de un salto y la sacó del fuego. Se apresuró a ponérsela, pero era demasiado tarde. Todos lo habían visto.
El Matador no tenía barba. Su mentón estaba más limpio que el de Félix. De hecho, carecía completamente de pelo: tenía el cráneo calvo, y le faltaban las cejas y las pestañas. Parecía un bebé rosado y furioso.
—Ya lo sabéis —dijo con voz ahogada, mientras intentaba en vano sujetar con las hebillas las correas rotas—. Ya conocéis mi vergüenza. Ya sabéis por qué hice el juramento del Matador.
—Sí, lo hemos visto, muchacho —dijo Narin con tono bondadoso.
—Pero —tartamudeó Galin, espantado— ¿qué te sucede? ¿Eres de verdad un enano? ¿Naciste así?
—¡Grimnir no lo quiera!
La máscara no se aguantaba en su sitio. Barbadecuero volvió a quitársela con brusquedad, frustrado. En sus ojos ardían el dolor y la cólera.
—El año pasado luché contra los skavens en el Undgrin, con mis hermanos de clan. Tenían armas extrañas. Una me estalló en la cara cuando la golpeé. A la mañana siguiente, me desperté así. Huí de mi fortaleza antes de que nadie pudiera verme. Los sacerdotes del Salón del Matador me ayudaron a confeccionar esta máscara, y ahora…, ahora está estropeada. ¿Cómo puedo ser un Matador si no tengo cresta? ¿Cómo puedo continuar si todos pueden ver mi vergüenza?
—Tengo hilo y aguja en el botiquín médico —dijo Hamnir, detrás de ellos—. Puedes usarlos.
Los enanos se volvieron. El príncipe estaba sentándose, aturdido, y se frotaba el estómago con delicadeza. Hizo un gesto vago hacia su mochila.
—Gracias, príncipe Hamnir —dijo Barbadecuero.
El Matador avanzó hacia la mochila y se volvió de espaldas al abrirla y rebuscar en ella. Los demás se dedicaron a curarse las heridas.
Thorgig ayudó a Hamnir a levantarse. El príncipe apenas podía mantenerse de pie. Le lanzó a Gotrek una mirada feroz.